En las últimas semanas, el problema de la inseguridad delictiva estuvo entre las prioridades de la agenda política y mediática. Los homicidios ocurridos en el contexto de conflictos entre grupos delictivos locales, relativamente pequeños y parcialmente organizados, dedicados al mercado de las drogas ilegales estuvieron en el foco de la discusión. El oficialismo afirma que tiene un plan para mitigar este fenómeno criminal y la oposición intenta refutarlo. Y ahí se van los dos «bloques» desdiciéndose mutuamente, ajustando cuentas con las herramientas que ofrece el campo de la política, haciendo fintas a los costos políticos y buscando los rendimientos electorales, de imagen, etcétera. En esta disputa por el diagnóstico verdadero sobre los problemas de la criminalidad y los planes más efectivos para solucionarlo se halla un punto en común entre estos dos bloques: la lógica de la enemistad como a priori de la política pública criminal. Dicho a priori se observa en la gestión de la seguridad pública del Uruguay del siglo XXI. No obstante, quizás, no es un rasgo de este siglo ni de Uruguay, sino de la construcción del Estado de derecho liberal con base en el derecho del enemigo interno, la ideología de la defensa social, el realismo de derechas, entre otras teorías jurídicas y sociales de los otros peligrosos.
La política pública criminal cimentada en la lógica de la enemistad se ha caracterizado por plantear un «combate frontal» al distinto radical que amenaza (o se lo presenta amenazante) al colectivo de amigos. «Nosotros», los amigos, «somos la gente de bien», los que no hemos cometido ninguna ilegalidad ni falta moral –al menos, ningún delito de los priorizados por el sistema de justicia–. Como colectivo, los amigos comparten la búsqueda obsesiva por maximizar la distancia espacial y la separación simbólica de los enemigos. Vigilancia, control y castigo contra las «manzanas podridas» reza el lema de la política de la enemistad. Los integrantes del colectivo no necesitan conocerse entre sí para luchar unidos por sus intereses, la «batalla» es rizomática, se pone en práctica en todos lados. Este sencillo esquema maniqueísta de amigos/enemigos de Carl Schmitt (teórico del decisionismo jurídico y abiertamente nazi) opera en la elaboración de la política pública criminal y aun antes como categoría conceptual que ordena y construye esto que llamamos realidad social.
La lógica de la enemistad explica por qué, ante un fenómeno criminal global como el mercado de las drogas ilegales, movilizado por organizaciones de gran envergadura y protectores del capital, las principales medidas del gobierno son básicamente «ministerialistas» (circunscriptas al Ministerio del Interior) y restringidas al enfrentamiento directo contra los eslabones locales más débiles y expuestos de la división del trabajo del mercado de las drogas ilegales. Claro que debe mitigarse la comercialización minorista de sustancias psicoactivas, pero hacer de esta medida el plan de acción es no comprender que: a) la comercialización mayorista de las drogas ilegales, naturales o sintéticas, ingresan al territorio uruguayo del exterior; b) los grupos delictivos necesitan lavar y, en algunos casos, repatriar la renta criminal; c) los grupos delictivos circulan entre la ilegalidad y la legalidad, necesitan de la legalidad (plaza financiera, trasiegos institucionalizados, profesionales, etcétera) para el funcionamiento de la maquinaria delictiva; d) el mercado de las drogas ilegales no funciona sin la connivencia de personas que ocupan cargos clave de relativo poder en la esfera pública y privada. La lista es larga, la cuestión central es si el propósito de la política pública es cerrar la canilla del lavabo o intentar secar sistemáticamente el agua que cae en la bacha.
En cualquier caso, si el interés de la política pública se dirige a las personas que se encuentran al final de la cadena de producción (los eslabones más débiles y expuestos) de la industria de las drogas ilegales, las medidas de raíz deberían buscar apagar los motores del involucramiento criminal: los condicionamientos estructurales (sociales, culturales, económicos, etcétera) y los factores de riesgo dinámicos (comunitarios, grupales, individuales) que orillan a las personas hacia el campo delictivo. Estos lejos están de formar parte del saber policial y no se dejan ver desde una lectura maniqueísta.
La lógica de la enemistad trasciende la política pública contra el crimen organizado de las drogas ilegales. Permite explicar lo que no nos damos lugar a pensar. Por ejemplo: la ley puede estar en conflicto con las adolescencias y no las adolescencias en conflicto con la ley; la llamada inserción social de las personas con medidas judiciales es a menudo la imposición de un proceso refuncional en el que a las personas se les exige hacerse adaptables a las mismas condiciones estructurales y factores de riesgo que provocaron su involucramiento en el delito; el sistema de justicia debe presentarse como un contraejemplo de sentido y no dar continuidad a la acumulación de rechazo social; a menudo estamos ante vidas castigadas y no ante los ogros sociales que la lectura inmediatista y reaccionaria suele fomentar; la acción delictiva no siempre es voluntarista, más aún en los delitos de cuello azul; las medidas privativas de la libertad deben ser las medidas judiciales alternativas y no así las medidas en libertad; la vigencia de la cárcel por su función incapacitadora de los cuerpos no conduce a mitigar la reincidencia delictiva.
La política del antagonismo omite lo que significa ser-hacerse joven y las masculinidades que asocian la violencia con ser-hacerse varón, que no solo explican el involucramiento en actividades delictivas, sino también las medidas violentas de vigilancia, control y castigo que imponen los gobernantes.
Esta política del antagonismo es incapaz de visualizar que todas las personas, sin importar su clase social, demandan reconocimiento y exigen una vida digna de vivirla, que todas las personas, sin importar su clase social, anhelan y, en alguna medida, están sometidas y mandatadas a lograr las metas del éxito de la sociedad y que los medios legales y legítimos para lograr reconocimiento, una vida digna y las metas del éxito se distribuyen de forma desigual.
La salida no puede ser otra que sacarle la gríngola a la lógica de la enemistad. La amistad no puede efectivizarse únicamente entre quienes piensan y se sienten ligados o parecidos. La verdadera amistad se teje, como dice Byung-Chul Han, saliendo de la rueda del hámster narcisista para tender lazos empáticos (lo que no significa indulgencia y abandono de la responsabilidad) con el distinto radical. Esto no significa el fin del proceso judicial y de la administración de sanciones. Se trata de llevar adelante salidas reales de desistimiento para quienes se han visto orillados al campo delictivo a razón de una vida de castigos sociales, culturales y económicos, a los cuales el Estado y la comunidad les dio la espalda.