A partir de los años setenta se registra a nivel planetario el comienzo de profundas modificaciones en todos los órdenes de la sociabilidad. El historiador Eric Hobsbawm lo llama el fin de la edad de oro y el comienzo de la edad del derrumbe; el final de las tres gloriosas décadas, con la ruptura del pacto interclases, lo nombra el profesor Adam Przeworski. Es el inicio de una transformación sustantiva de la cuestión social, tematizada como metamorfosis por Robert Castel; o directamente como una nueva cuestión social, según Pierre Rosanvallon.
Estas transformaciones –notablemente estructurales– se registran de forma radical en todas las esferas, en el sentido de que afectan radicalmente todo un sistema, erigiendo una nueva estructuración. Ejemplo de ellas son: el cambio del patrón de acumulación –que disloca la regulación Estado-céntrica y la reenvía a la regulación del mercado–; la transformación sustantiva en el tipo de relacionamiento entre las naciones –afectando el relacionamiento cultural, poblacional, comercial, de flujos de capital–; las transformaciones en el mundo del trabajo, y la aceleración de procesos tecnológicos que ya se anunciaban a partir de la segunda posguerra.
Estos cambios han generado niveles crecientes de desempleo, que entre otras cosas, en los modelos bismarkianos, reducen la cantidad de aportantes a la seguridad social, desencadenando –en una lógica procíclica– la reducción de las exigencias al capital por parte de los estados, rebaja de impuestos, menores controles y reglamentaciones. El llamado proceso de flexibilización trae de la mano la desfinanciación de los “estados sociales”.
En tal sentido, se inicia un período marcado por el avance del mercado como distribuidor de beneficios, y un repliegue de la desmercantilización propia de los estados de bienestar. En el Cono Sur de nuestra América, a partir de la crisis del modelo de industrialización por sustitución de importaciones, los esfuerzos de los estados sociales son reorientados, la ampliación de la ciudadanía con enclave en el mundo del trabajo retrocede, apuntando a generar sistemas residuales de integración social de los sectores “marginados”. En otras palabras, el Estado desplaza la centralidad de sus intervenciones desde la esfera productiva a la “social”, regulando aspectos reproductivos de la vida en la pobreza. (Conviene no olvidar que la imposición de este modelo precisó en nuestros países de brutales dictaduras que diezmaron los movimientos capaces de oponer alguna resistencia.)
El ajuste estructural tuvo como principal objetivo desmontar todos los sistemas corporativos que habían configurado los frágiles estados sociales en América Latina; así les dieron el tiro de gracia a los restos de la industria de sustitución de importaciones, barriendo con toda protección arancelaria para –al eliminar la garantía de pleno empleo– reducir el valor del trabajo y captar inversiones externas.
Los nuevos programas sociales comienzan a implementarse en los años noventa, precisamente por la crisis de integración social resultante de la aplicación de las políticas de ajuste arengadas desde los organismos internacionales. Así, pretenden resolver esta brutal crisis civilizatoria con programas focalizados, tercerizados y que promueven la participación de la sociedad civil…; es como pretender curar la herida con la misma espada con la que hicieron el corte que dividió a la sociedad.
Los programas de transferencia de renta condicionada, en tanto estrategia de combate a la pobreza, continúan los procesos de mercantilización sin desatender las necesidades de reproducción social –en su versión mínima– de aquellos desplazados del proceso productivo total o parcialmente. El concepto de focalización, en contraposición al de universalidad, se volvió de uso normal en el análisis de las políticas sociales a partir del “Consenso de Washington” y el comienzo de las “políticas sociales de segunda generación”, que, de acuerdo con su discurso, apuntan a la identificación lo más precisa posible de las poblaciones objetivo, cuyas carencias se busca superar a partir de la coordinación de políticas y de estrategias integrales.
Lo que parece resultar determinante para los procesos de focalización es confirmar que la población sobre la que se interviene no participa del mercado, o participa inadecuadamente, poniendo en riesgo su reproducción cultural y biológica, ya que intervenir sobre la población que ya participa sería interferir en las leyes del mercado. Es así que para ingresar se debe constatar de manera indudable que el potencial beneficiario no sólo no participa, sino que no tiene condiciones objetivas para hacerlo. Esto refiere a que: 1) no tiene que poseer mercancías pasibles de ser vendidas en el mercado: vivienda, electrodomésticos, etcétera; 2) no tiene que tener capacidades pasibles de generarle empleo, el nivel educativo es descalificador; 3) y por supuesto sus ingresos deben estar por debajo del límite de la pobreza. La prestación que recibe es inferior, en cualquier caso, a la que se puede obtener a través de la participación en un empleo con salario mínimo.
Este control individual, medido hogar por hogar, es el eje para el otorgamiento de la prestación y constituye un ejemplo claro de cómo se concreta la des-socialización. Las carencias del hogar parecen desdialectizarse del conflicto central de la tasa decreciente de lucro. Su pobreza parecería estar determinada por características personales y por eso es necesario realizar una “visita”. Los expertos y la tecnología fueron convocados para “descremar” a las políticas sociales de la negociación política e impedir, como dice Zizek, que silenciosamente la esfera de la economía se politice.
Una lógica privatista que des-socializa el conflicto de clase y presenta “la pobreza” como un problema personal y privado. Al des-historizarse se autoperpetúa, reafirmando su carácter heterónomo como un inmediato conglomerado de cosas sueltas. Una construcción del sujeto beneficiario portador de una miseria propia, sufrida como consecuencia de su irresponsabilidad o incompetencia. La individualización es el ropaje des-socializante de la ideología neoliberal en las nuevas políticas sociales. No sólo entiende la pobreza como fenómeno individual, sino que promueve en los beneficiarios una interpretación individual de su problema, lo que la hace doblemente des-socializante.
Irónicamente, la propia dinámica de este tipo de intervenciones que traen aparejados procesos de des-socialización afirma la integración social, la participación y la solidaridad, en los objetivos que dice perseguir. La propia implementación supone de manera inmediata la individualización, no sólo por el hecho de que desconoce las causas sociales de los problemas sobre los que pretende intervenir, sino y sobre todo porque la propia implementación trae aparejada la individualización de los implicados; la lógica de la focalización supone necesariamente la individualización de aquellos sobre los que se quiere intervenir, que aparecerán frente al resto de la población, en el mejor de los casos, como dignos de piedad, cuando no sospechados de abusivos, dependientes de la asistencia y posibles responsables de la inseguridad.
Es notable el fracaso de estos programas en la búsqueda de amortiguar la crisis de integración social que se procesa inexorablemente a partir del desguace de los estados sociales. La participación y organización social de los “excluidos” no han generado ningún efecto duradero, y los protagonistas de estos programas acaban siendo responsabilizados por su no participación en espacios generados desde lo alto. La estigmatización de esta población es un dato factual a pesar de toda la parafernalia de discursos “políticamente correctos” que buscan amortiguarla. Esto no significa de ningún modo que el desmontaje sea una solución, pues la no intervención en este contexto sería simplemente criminal. El desmontaje de los estados sociales hace inevitable este tipo de intervención social. De hecho, uno de los fenómenos que deben ser denunciados es el carácter minimalista de este tipo de intervención: las transferencias de renta condicionada en Uruguay representan apenas 0,48 por ciento del Pbi.
Pero tal vez lo que resulta más paradójico es precisamente el carácter vergonzante de ser “población Mides”, la propia identificación que hace el Mides de los beneficiarios de los programas sociales: Asignaciones Familiares, Tarjeta Uruguay Social, “población vulnerable” o simplemente “pobres”, atenta directamente contra las posibilidades de un reconocimiento positivo o afirmativo de estas poblaciones. El único elemento identitario de esta población es ser beneficiarios de programas sociales, no pertenecen a una comunidad dada, a una rama de actividades, a características étnicas etcétera. Su identidad es esa: beneficiarios del Mides. En el informe de ese ministerio correspondiente a 2013 se afirma que en Uruguay el desempleo se mantiene bajo, promediando para el total de la población un 6,1 por ciento. Sin embargo, mientras que para la población no vulnerable desciende a apenas 5 por ciento, para los beneficiarios de Afam-Pe alcanzan niveles de 9,7 por ciento, y para los beneficiarios de la Tarjeta Uruguay Social (Tus) y la Tus doble: 12,9 y 14,3 por ciento, respectivamente.
Con relación a la informalidad en el empleo, la diferencia en estos guarismos se torna muy superior: mientras que para la población no vulnerable el trabajo informal está presente en 21,3 por ciento de los casos, para los beneficiarios de Afam-Pe aumenta a 43,8 por ciento, y a 57,6 y 59,9 por ciento para los beneficiarios de Tus y Tus doble, respectivamente.
Del mismo modo, la cobertura de la seguridad social es también notoriamente desigual: “La dimensión seguridad social pasa de un 18 por ciento para la población no vulnerable a un 25 por ciento para la población Afam-Pe, y 27-28 por ciento para la Tus y Tus doble. En este caso, la distancia entre los grupos no es tan grande. Probablemente uno de los factores sea la buena focalización de las asignaciones familiares en la población vulnerable”, según datos de 2013 del Mides. En otros términos: son trabajadores con niveles más altos de desocupación, con menos protecciones, con salarios paupérrimos, pero trabajadores al fin. No obstante son vividos por el resto de la sociedad como dependientes de la caridad pública.
En suma, estos nuevos programas de transferencia de renta condicionada son una continuación de la focalización iniciada por el ajuste que propició el desguace de los estados sociales. Promueven una interpretación individual y des-socializada tanto de la solución como del problema. Tienen niveles de gasto extremadamente residual, a pesar de una retórica que defiende los derechos y la integración. Estigmatizan al beneficiario a partir de la construcción de su fracaso en el mercado, erigido como espacio “natural” de justicia, y reclaman contrapartidas por esa transferencia minimalista, incomparable con los volúmenes de recursos destinados a promover la inversión del capital. Existen sobradas razones para sospechar que el reconocimiento de los beneficiarios del Mides responde directamente a la desarticulación de la clase trabajadora como sujeto colectivo y a procesos activos de des-socialización de la cuestión social.
José Pablo Bentura Alonso es doctor en ciencias sociales (Flacso), investigador, docente y director del Departamento de Trabajo Social de la Fcs-Udelar.
Alejandro Mariatti es magíster, doctorando en ciencias sociales Fcs-Udelar, investigador y docente del Departamento de Trabajo Social de la Fcs-Udelar.