El libro, The Bell Curve, no agrega nada que valga la pena a la vasta bibliografía del racismo, pero su enorme repercusión indica que está diciendo lo que mucha gente quiere escuchar. Y lo que de veras importa es que su mensaje coincide con el catecismo de la economía de mercado a la hora de la unanimidad universal: desde el punto de vista de la religión del dinero, la pobreza no es el resultado de la injusticia, sino el castigo que la ineficiencia merece. Y entonces acuden los ideólogos a complementar la gran coartada de un sistema que está en guerra contra los pobres porque es incapaz de combatir la pobreza: los pobres no son burros porque son pobres, sino que son pobres porque son burros, y son burros por herencia genética. La pobreza es tan natural como la democracia racial que tiene a los negros abajo y a los blancos arriba. La desigualdad social resulta, así, consagrada por la legitimación biológica: la división de la sociedad en clases integra el orden natural de las cosas.
“Nunca llegarás a nada.”
Esta no es, por cierto, la primera vez que los tests del coeficiente intelectual sirven de materia prima para el desprecio racial, a pesar del dudoso valor de estas mediciones que tratan a las personas como si fueran números.
En The Bell Curve, los profesores Herrnstein y Murray no hacen más que confirmar qué buenas razones tenía don Alfred Binet para desconfiar de su propio invento. A fines del siglo pasado, Binet había creado en París el primer test de coeficiente intelectual, con el sano propósito de identificar a los niños que necesitaban más ayuda de los maestros en las escuelas, pero él fue el primero en advertir que se trataba de un “instrumento imperfecto”, que de ninguna manera podía servir para medir la inteligencia, que no puede ser medida, ni debía servir para descalificar a nadie. El propio Binet había sido descalificado por sus profesores, cuando era estudiante, como ocurrió con Winston Churchill, Albert Einstein y muchos otros niños de aprendizaje lento, que recibían de sus maestros frases estimulantes, como: “Nunca llegarás a nada”.
El test, que puede tener cierta utilidad en determinado momento y lugar, obviamente puede no servir para nada en otro momento y otro lugar. Las primeras aplicaciones del test de Binet en los muelles de Nueva York mostraron que más del 80 por ciento de los inmigrantes judíos, húngaros, italianos y rusos eran débiles mentales. A idéntica conclusión llegó, en 1916, el doctor Alejandro Vera Álvarez en la ciudad boliviana de Potosí. Aplicando el test de Binet a los niños de las escuelas públicas, resultó que menos del 20 por ciento eran normales. El resto era retrasado, por culpa de la herencia y otros factores.
Dime cuánto pesas y te diré cuánto vales.
Cuando Binet inventó su test en la Sorbona, estaba de moda otra manera de medir la inteligencia: la capacidad intelectual dependía del peso del cerebro. Este método tenía el inconveniente de que sólo permitía admirar o despreciar a los muertos. Los científicos andaban a la caza de cráneos famosos, y no se desalentaban a pesar de los resultados desconcertantes de sus operaciones. El cerebro de Anatole France, por ejemplo, pesó la mitad que el de Iván Turguénev, aunque sus méritos literarios se consideraban parejos.
La gran figura intelectual del siglo pasado en Bolivia, Gabriel René Moreno, había descubierto que el cerebro indígena y el cerebro mestizo pesaban “cinco, siete y diez onzas menos que el cerebro de raza blanca”. Como ocurre con la policía en los allanamientos, el racismo encuentra lo que pone. Aunque las pruebas nieguen la evidencia, pruebas son. El tamaño del cerebro tiene, en relación a la inteligencia, la misma importancia que el tamaño del pene tiene en relación a la eficacia sexual, o sea: ninguna. Pero todavía en 1964, la Enciclopedia Británica consideraba pertinente informar que los negros tenían “un cerebro pequeño en relación al tamaño de sus cuerpos”.
Cuando el secretario de Estado de Estados Unidos, Robert Lansing, tuvo que justificar los diecinueve años de ocupación militar de Haití, no hizo más que ratificar una convicción universal: los negros eran incapaces de gobernarse, y esa incapacidad estaba en su “naturaleza física”.
Antes y después de Hitler.
Hasta que Hitler hizo lo que hizo, era normal que los educadores más prestigiosos de América Latina hablaran de la necesidad de “regenerar la raza”, “mejorar la especie” y “cambiar la calidad biológica de los niños”. En el Congreso Panamericano del Niño de 1924, muchas voces exigieron “seleccionar las semillas que se siembran” para generar hijos sanos. Por entonces, el diario El Mercurio, de Chile, encabezó una campaña por el mejoramiento de la raza, a partir de la convicción de que “la mezcla indígena dificulta, por sus hábitos y su ignorancia, la adopción de ciertas costumbres y conceptos modernos”.
En 1934, Hitler empezó a poner en práctica la eugenesia, y al mundo no le pareció nada mal que diera el ejemplo esterilizando a los enfermos hereditarios y a los criminales, en defensa de la raza aria. El problema vino después, cuando el feroz hombrecito desbordó todos los límites, y su afán de exterminio y su voracidad de países desembocaron en lo que ya se sabe. Entonces el racismo universal tuvo que llamarse a silencio y durante algunos años calló o se expresó por eufemismos.
Pero la minoría blanca que desde hace siglos manda en el mundo, y que ha organizado al planeta entero como un gigantesco campo de concentración, necesita discursos que absuelvan su historia y justifiquen sus actos. Nada tiene de asombroso, aunque tanto tenga de indignante, que en este mundo dominado por pocos y amenazado por muchos, vuelvan a resonar, ahora, las voces del desprecio.