Quienes convocaron a la primera Marcha del Silencio, el 20 de mayo de 1996, ¿pensaron que veinte años después tendrían que seguir marchando, ahora con una consigna que, en medio del silencio, restallará como un latigazo: “¡Basta ya de impunidad!”? Es posible que no hubieran imaginado, aquella noche de 1996, cuánto esfuerzo, tenacidad, paciencia, iba a requerir, a las madres y familiares de detenidos-desaparecidos, el objetivo de verdad y justicia: y tampoco calculado que aquella impunidad que el presidente Julio María Sanguinetti había consagrado en diciembre de 1986 iba a ser tan longeva, y con ímpetus renovados, precisamente en un tercer gobierno del Frente Amplio.
Era difícil de imaginar, entonces, que podía perdurar la complicidad de Sanguinetti con el terrorismo de Estado, que el miedo instalado por la dictadura ahogaría en la sociedad la necesidad de verdad, y que las mezquindades políticas iban a desmontar los esfuerzos populares.
Es cierto que la primera Marcha del Silencio fue convocada en “homenaje a las víctimas (que) no puede ser otro que el reconocimiento a través de la verdad de los hechos, la recuperación de la memoria y la exigencia de que en Uruguay nunca más exista la tortura, las ejecuciones y la desaparición forzada de personas”. Quizás condicionados por la coyuntura, soportando el peso de diez años de una omisión oficial criminal, quienes convocaron a la primera marcha excluyeron expresamente el reclamo de justicia. Diez años después, al comienzo del primer gobierno frenteamplista, la décima marcha fue convocada con la consigna: “Para el pasado, verdad. Para el presente, justicia. Por siempre, memoria y nunca más”. El flamante presidente, Tabaré Vázquez, comentaba en mayo de 2005 que “quizás ésta sea la última Marcha del Silencio”. Luisa Cuesta, ícono de la lucha de Familiares –madre del desaparecido Nebio Melo, que hoy sigue reclamando los restos de su hijo con el último aliento desde el sanatorio donde está internada–, decía entonces: “Aunque se sepa toda la verdad y se llegue a la justicia, las marchas deben seguir haciéndose para que las generaciones futuras sepan lo que pasó en este país”.
Hoy, a 40 años de los asesinatos de Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruiz, Rosario Barredo y William Whitelow, aquel 20 de mayo de 1976 en que sus cuerpos acribillados fueron abandonados en el interior de un auto –y habría que recordar también a Manuel Liberoff, secuestrado y asesinado el mismo día 19–, la lucha contra la impunidad –a pesar de las decepciones, y quizás por eso– está revitalizada y la consigna “Basta de impunidad” revela que ese nuevo impulso nace por las ambigüedades y retrocesos ocurridos durante los gobiernos frenteamplistas, aquellos que, supuestamente, aseguraban el fin de la impunidad, la restauración de la memoria colectiva y la eliminación de la mentira que condiciona el futuro. Elena Zaffaroni, una referente de Familiares, explicó el miércoles 13 ante un público formado casi exclusivamente por estudiantes universitarios, que en 2005, cuando el Frente Amplio alcanzó el gobierno, hubo “un cambio sustancial” (refiriéndose a los nuevos criterios de interpretación del artículo 4 de la ley de caducidad, interpretación que permitió la investigación de las desapariciones forzadas) pero que después “se fue a menos”, predominando el criterio de los sectores y personajes frenteamplistas que aceptan el olvido y apuestan a la biología, cuando no sabotean premeditadamente las iniciativas que surgen, invariablemente, desde las organizaciones de derechos humanos. Zaffaroni afirmó que “se hicieron investigaciones sobre las desapariciones y se puso luz sobre operativos represivos, pero no hubo ni verdad ni justicia”.
El entorpecimiento de esas iniciativas se volvió activo después de que gracias al esfuerzo de familiares de las víctimas y de organizaciones de derechos humanos se recolectara un volumen tal de evidencias, indicios e informaciones que era imposible ignorar y que facilitaron los procesamientos de los militares hoy recluidos en la cárcel de Domingo Arena. Acoplándose a ese esfuerzo, algunos jueces y fiscales –unos pocos– investigaron las denuncias recibidas aunque, como confesó ante el auditorio de estudiantes la jueza Mariana Mota, los magistrados no están preparados para encarar los delitos del terrorismo de Estado y necesitan “la colaboración por parte de los ministerios para acceder a los archivos del pasado”, y “decodificar la información militar que logramos recibir”, aunque esa información no proviene, precisamente, de los canales oficiales. Mota, quien mientras estuvo al frente de un juzgado penal trabajó en cerca de cincuenta casos de violaciones a los derechos humanos, se lamentó de que las historias que surgen de esos expedientes, principalmente de los testimonios de las víctimas o sus familiares, permanezcan en el secreto, cuando sería fundamental que la sociedad las conociera, pero no hay mecanismos que aseguren su difusión.
Aunque parcial, el trabajoso avance de la justicia fue precisamente el detonador de un cambio cualitativo en la impunidad durante la presidencia de José Mujica. La eventualidad de que el general retirado Pedro Barneix fuera procesado por el asesinato de Aldo Perrini, vecino de Carmelo, ocurrido en el cuartel de Colonia en marzo de 1974, movilizó fuerzas agazapadas en las estructuras del Estado. El procesamiento del general en actividad Miguel Dalmao, por el asesinato de la profesora Nibia Sabalsagaray, en 1974, colmó el vaso, para los impunes. En el marco de una actitud incomprensible del presidente Mujica, que expresamente visitó al general Dalmao en la unidad militar donde estaba recluido, comenzó a montarse el operativo para impedir el procesamiento de Barneix. La separación de la jueza Mota del juzgado penal y su traslado a la esfera civil detuvo las actuaciones judiciales.
Sin embargo, la medida más determinante para la revitalización de la impunidad fue la decisión de la Suprema Corte de declarar inconstitucionales dos de los cuatro artículos de la ley 18.831, que finalmente, después de años de idas y vueltas, consagraba la liquidación de la ley de caducidad. La Suprema Corte, que en 2009 había sancionado la inconstitucionalidad de la ley de caducidad, en 2013 volvía a ampararla, por la vía de los hechos, al rechazar la categoría de delitos de lesa humanidad (por lo tanto imprescriptibles e inamnistiables) para los crímenes cometidos durante la dictadura.
A partir de entonces se produjo un quiebre y hoy la mayoría de los casos referidos a la violación de los derechos humanos durante la dictadura están detenidos. La Suprema Corte, en su actual composición, parece determinada a cumplir la amenaza de uno de sus miembros, Jorge Ruibal Pino, quien aseguró que aquellos jueces que insistan en aplicar el criterio de lesa humanidad y de reclamar la aplicación de los convenios y tratados internacionales se estrellarán contra “una muralla”. La sentencia que permitió la liberación del ex policía Ricardo Zabala, implicado en el secuestro y asesinato del maestro y periodista Julio Castro, ocurrido en 1977, es un fiel reflejo de los criterios que está dispuesta a aplicar la Corte. La resolución de la Scj, por mayoría, con un dictamen adverso de la fiscalía de corte, cuyos argumentos retomó el discordante Ricardo Pérez Manrique, sostuvo increíblemente que el secuestro de Julio Castro no fue un secuestro porque no medió violencia, y consideró que la actuación de Zabala (quien entregó a Castro a las puertas de un centro clandestino de detención) debía interpretarse como un acto de obediencia debida. La jueza Mota opinó que “es impensable que Zabala no supiera que iba a detener a una persona, siendo él parte del sistema de represión (…). No cabe aquí la obediencia debida para Zabala, porque sabía que estaba cumpliendo una orden ilegítima”. Su crítica al fallo de la Suprema Corte, dijo, “quizás me traiga más problemas”, como las represalias que sufrió cuando fue trasladada a un juzgado civil. No obstante, afirmó que la sentencia incurre en la falacia de “aislar del contexto histórico el análisis de estas causas”.
El tercer gobierno del Frente Amplio quizás cambie la ecuación instalada. El presidente Tabaré Vázquez anunció, antes de asumir, su disposición a instalar un equipo de trabajo para “resolver la cuestión de las desapariciones”. Tal equipo estaría integrado por representantes de Familiares, personalidades notorias en la defensa de los derechos humanos y representantes de corrientes religiosas; tendría autonomía para investigar, buscar documentación y aportar a la justicia los elementos que permitan resolver las denuncias sobre delitos de lesa humanidad, no sólo las desapariciones sino también las ejecuciones sumarias, los asesinatos y otros episodios como las violaciones sistemáticas a detenidas. Esta comisión podría destrabar la situación referida a los derechos humanos. Pero el decreto que formaliza la integración del grupo y sus atribuciones aun no ha sido firmado y a dos meses de su anuncio no se sabe cuáles son las razones de la postergación. De la misma forma, tampoco se sabe por qué no ha sido renovado el convenio entre Presidencia y la Universidad que permite la búsqueda de restos de desaparecidos en unidades militares. El convenio caducó en febrero pasado, de modo que los antropólogos de la Facultad de Humanidades han debido paralizar sus actividades y están de hecho atados de manos.
En la víspera de una nueva Marcha del Silencio han surgido otras propuestas. Una que se viene debatiendo desde hace un tiempo plantea desplazar de la órbita de la Suprema Corte la designación de jueces y sus traslados, encomendando la tarea a una comisión específica. Otra iniciativa partió del fiscal de Corte, Jorge Díaz, quien sostuvo que, a partir de la vigencia del nuevo Código, los delitos del terrorismo de Estado deben ser investigados por fiscales especializados y que deben contar con equipos de investigadores en un abanico de especialidades para asegurar el éxito de esas investigaciones. La doctora Mota coincide en la necesidad de que los jueces cuenten “con asesoramiento adecuado”.
La vigésima Marcha del Silencio transcurrirá, el próximo miércoles, entre la expectativa de un cambio de política, la determinación de no bajar los brazos y reclamar “Basta de impunidad”. n