La narración crítica - Brecha digital
Quiroga, Borges y los otros

La narración crítica

En setiembre de 1948 salió en la muy formal revista Anales del Ateneo (n.º 4) un breve, agudo y bastante petulante «Cuaderno de lecturas» firmado por Emir Rodríguez Monegal. En dos de sus cinco notas pueden hallarse aspectos cruciales de su forma de leer la narrativa contemporánea, así como de concebir el ejercicio crítico propio que estaba construyendo acelerada y eficazmente.

Junto a Jorge Luis Borges, en Ecuador, en 1978 Anáforas, Biblioteca Digital de Autores URUGUAYOS

La anotación del 10 de diciembre pulveriza una traducción de dos relatos de Henry James, en la que echa en falta el «equilibrio entre el coloquialismo y una refinada pomposidad». En cambio, la del 15 de febrero festeja la reedición de Una excursión a los indios ranqueles (1870), de Lucio V. Mansilla, cuyos mejores «aciertos estilísticos» sitúa «en la reproducción viva, sin las ampliaciones que estropean tanta página gauchesca –y no excluyo algunas del Martín Fierro– del habla de sus hombres». En esta región americana, la búsqueda de un estilo preciso y dinámico, irónico y elegante, respetuosa de la oralidad sin doblegarse a ella, para el joven Rodríguez Monegal era posible en la prosa de Horacio Quiroga (1878-1937) y en la de Jorge Luis Borges (1899-1986). Henry James, complementario de este último; Mansilla, contracara de los gauchescos y sus sucedáneos, que podrían reencarnarse, como estrategia narrativa y formal, en los cuentos «de monte» de Quiroga. Alimentado por estas certezas y prejuicios –que, de un golpe, hasta rebaja el poema de José Hernández–, Monegal se empeñó en acercar las dos figuras, a pesar de un grave juicio de quien tanto veneraba.

Las historias de Quiroga y de Borges afirmaron y familiarizaron ciertas ideas del cuento moderno, próximas pero no idénticas. Hoy esto es evidente. No lo fue hasta que llegaron las reflexiones de Julio Cortázar y Ricardo Piglia sobre la narración breve a partir de estos ejemplos fundamentales. Solo a mediados de la década del 50 comenzó a afirmarse la primacía de Borges en la transformación formal del género, cuando, simultáneamente, llegó la valoración de Quiroga como escritor clásico de la lengua española en las lecturas críticas de Noé Jitrik, Pedro Orgambide, David Viñas y, sobre todo, Rodríguez Monegal.

UNA FRASE Y SUS BEMOLES

Admirador de dos obras que no se entendían muy próximas –y que no lo son en su estructura verbal profunda–, Monegal se encontró ante una incomodidad que le costó sortear. En distintos textos había divulgado una dura opinión de Borges que, en su recuerdo, se habría diluido un día de 1956, cuando él mismo dictó una conferencia en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. Su flamante director, Borges, lo había invitado: «Mientras yo citaba las patéticas cartas de Quiroga a Martínez Estrada […] no podía dejar de acordarme de aquel día de 1945 en que Borges contestó a una pregunta mía (“¿Qué le parece Quiroga?”) con una sola frase lapidaria: “Escribió los cuentos que había escrito Kipling”» (Revista Mexicana de Literatura, n.º 5-6, 1964). No obstante, la primera evocación de la frase acrimoniosa se remonta a 1947, pero con una variante significativa: «Escribió los cuentos que ya habían escrito mejor Kipling o Poe». Al igual que en esa evocación de la conferencia porteña, en sus dos últimos libros sobre Quiroga, de 1967 y 1968, el crítico y mediador suprime el nombre de Edgar Allan Poe. Como sea, por lo menos hasta 1977 Borges continuó ajeno a la obra de Quiroga, cuando en una encuesta de La Nación respondió que la «invención de sus cuentos es mala, la emoción nula y la ejecución de una incomparable torpeza». Y, sin embargo, una selección de cuentos de Quiroga estaba prevista en la biblioteca personal de Borges, publicada por la editorial Hyspamérica, al borde de una muerte que vedó la escritura (o el dictado) del correspondiente prólogo.

Borges no tenía el monopolio de la antipatía. Los dos convivieron en Buenos Aires, incluso en la directiva de la Sociedad Argentina de Escritores. Quiroga omite el nombre de quien era notorio ensayista y poeta, pero que solo en 1935 publicará su primer cuento –un año y medio antes de su muerte– entre los de la nueva generación. A un periodista de La Razón, el 21 de octubre de 1929, declaró que «ninguno ha dado una obra consistente», aunque le pareció de «interés» lo hecho por Nicolás Olivari y por Raúl Scalabrini Ortiz. Por esos años, los dos colaboraban en El Hogar; Borges tenía una amistad con Eduardo Mallea, director de la página literaria de La Nación, con quien Horacio Quiroga mantuvo serias diferencias; Victoria Ocampo, adoradora de Borges, rechazaba al salteño y este abrigaba por ella el mismo sentimiento.

Quizá los gestos de aprobación de las palabras de Monegal, que Borges acompañaba «con su cabeza ciega» en la conferencia de 1956, hayan sido algo más que simples manifestaciones gentiles. Tal vez Borges, aunque fuera por un momento, distante de los prejuicios contra las historias misioneras, lejos de toda querella generacional y de la juvenil condena –que ya comentó Beatriz Sarlo– a quienes escribían por dinero, encontró en una relectura algunos puntos en común: el privilegio del cuento en lugar de la novela y sus afanes totalizadores, la posibilidad de contar una historia más austera, más despojada, como en esa prosa anglosajona que introdujo en el ritmo mismo del español. Borges y Quiroga apostaron por la narración elegante y con penetración, a veces –más el primero que el segundo– con ironía impiadosa. Ese modelo narrativo trasladó Rodríguez Monegal a la crítica literaria; con esta doble vertiente narrativa, y con la ayuda de otros de la misma familia, construyó una escritura fina e inconfundible, seductora e implacable.

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