La mirada de María Esther: Historias de canastas y mujeres - Brecha digital
La mirada de María Esther

Historias de canastas y mujeres

Este artículo fue publicado originalmente en Marcha, en Montevideo, el 12 de diciembre de 1965. Fue recuperado para Bendita indiscreción, el libro compilado y prologado por Carlos María Domínguez que se editará en fecha próxima.

FIORA BEMPORAD

Recuerdo que se peleaba en el Chaco y que las mujeres paraguayas detuvieron, acostándose sobre los durmientes de una línea férrea, un tren lleno de soldados que marchaba al frente. Sentada en primera fila del salón de actos del Ateneo, me aburría escuchando este relato que una señora de cara aindiada y voz vibrante mezclaba con las palabras sangre, petróleo, americanos, ingleses, petróleo. Pregunté qué era petróleo. «Querosene», me respondieron. La señora acababa de levantar los brazos y gritaba: «¡Las madres, las madres!, ¡nosotras, las madres…!», y todos aplaudían ruidosamente. De pronto suavizó la voz y, mirándome, dijo: «Acércate, niña». Quedé paralizada. Acababa de sacarme un zapato y lo había perdido de vista. Alguien que no conocía me puso el zapato y una cantidad de manos me empujaron hacia el frente. La señora me entregó, entonces, una foto, pidiéndome que la pasara entre los asistentes. La recuerdo muy claramente. Había mujeres de cabellos largos, acostadas sobre las vías, algunas con las caras escondidas tras el brazo doblado. Y el tren, en segundo plano, reventando de soldados, de caras alegres que asomaban por sus flancos. Yo pasaba entre las filas, mostraba la imagen y oía los comentarios que me sumían en una  confusión profunda: «¡Pobres madres!», «¡Pobres muchachos!». ¿Pobres madres? Sí, ¡pobres madres!, no queriendo ver el tren que al pasarles por encima dejaría sin cuerpos esas cabezas de cabellos tan largos y brillantes. Pero ¿pobres muchachos?, ¿por qué pobres?, si estaban tan felices con sus sonrisas y uniformes, saludando, mientras mostraban el fusil en alto. Frente al «¡pobres muchachos!» de un señor de anteojos y sonrisa bondadosa, me atreví a formular mi discrepancia. «Ellos están contentos –dije–, mírelos.» «Hija mía –me respondió– de todas estas caras que sonríen, ya hay muchas bajo tierra. Si ustedes mandaran, no tendríamos ascensores ni aeroplanos, pero tampoco tendríamos guerras.» Quedé callada y pensé: «Mandar, ¿cómo podemos mandar si tenemos miedo a la guerra y no sabemos hacer ascensores ni aeroplanos?».

Después supe –mucho más tarde– que las maneras de mandar podrían ser otras y que ya 500 años antes de Cristo un griego nos había explicado cómo dominar a los hombres, sin armas y también sin inteligencia.

De aquel día en el Ateneo han pasado muchos años. He visto a las mujeres votando a los blancos, a los colorados y a la izquierda. Las he oído despotricar contra los primeros, contra los segundos y contra ambos. Pero ellas siempre formaban parte de alguno de los grupos. Del que criticaban, del criticado. Hablaban de partidos, de gobierno. No de hombres, como si estos constituyeran una raza diferente. Cuando las mujeres en esta república hablaban de los hombres, esa frase significaba «los maridos», «los amantes». Solo allí, en el terreno del amor o del sexo estaban ellas. Nosotras de un lado, con nuestra sensibilidad, detallismo y explicitud. Y ellos del otro, con su realidad a grandes rasgos y su manía por lo táctico. ¿Qué pasa ahora? Parecería que esa expresión, los hombres, hubiera empezado a tomar otro significado. Para las mujeres que hacen colas de ocho horas en los expendios; que han suprimido el cine; que han reducido a la mitad el consumo de la leche y a la cuarta parte el de la carne, porque subió el 300 por ciento en dos años; que han pensado en volver a las comidas crudas porque el combustible se está volviendo prohibitivo. Para estas mujeres, ¿quiénes son ahora «los hombres»? Son los que suben el azúcar y esconden la yerba; los que funden los bancos; los que torturan en San José y Yi; los que apalean en las manifestaciones; los que llegan a las 12.30 y protestan porque la comida es cada vez más escasa y pobre en calorías. Son los nueve que, alrededor de una mesa, deciden volver a las medidas de seguridad y cerrar las importaciones, sin discriminar que hay cosas que deben entrar porque son imprescindibles para producir, como si quisieran castigarse por haber permitido que un día la plaza se llenara de cosas extranjeras, tan lindas como inútiles. Sé que esto que sienten, que sentimos las mujeres, puede ser muy injusto. Muy irrazonable. «Porque no se cae una hoja del árbol sin que el árbol entero lo sepa.» Y si las mujeres en este país hace 30 años que votamos, no escapamos a la responsabilidad de las hojas que caen. Pero no estoy hablando de responsabilidad ni de justicia, estoy simplemente registrando un hecho. Ese hecho es: mi vecina ama de casa, mi vecina profesora de dibujo, las maestras de mis hijas, la mujer del almacenero, la cobradora de la sociedad médica a la que estoy afiliada ya no dicen los blancos ni los colorados. Dicen los hombres, los hombres, igual que si estuviéramos en guerra.

Las 200 mujeres que el martes a las seis de la tarde, en la plaza Independencia, mostraban sus canastas vacías, sin fruta, sin carne, sin pan, sin aceite, estaban dispuestas a poner, si no sus propias cabezas sobre los durmientes, como las paraguayas de la foto, por lo menos las calvas de los señores consejeros. Y creo que también estaban dispuestas a guiar el tren que las separaría de sus cuerpos. No importaba que Julia Arévalo estuviera entre ellas. Exactamente igual a la de hace 20 años, con los mismos ojos y la misma firmeza y serenidad de aquellos tiempos de «a la cárcel con Herrera». Las mujeres que en silencio y en fila india daban vueltas alrededor del monumento a Artigas, mostrando sus bolsas vacías, eran mujeres que en ese momento no tenían partido. Eran simplemente mujeres hartas de exprimirse la imaginación para cocinar sin nada.

Unos policías se acercaron a dispersarlas, con voces suaves y machetes en las manos. La fila se deshizo, las rebeldes se alejaron. Pero una quedó. Firme sobre sus piernas de mujer de 70 años, pelo gris y recogido, blusa blanca almidonada y canasta en alto. «Maricas –les dijo–, maricas, ustedes y aquellos» (señalando a la casa de gobierno). Y luego, hacia el grupo de curiosos que se había detenido entre sorprendido y temeroso: «Y ustedes también, pueblo de maricas». Yo no digo que tuviera razón. Simplemente lo vi y lo cuento. Debo contar también que en ese momento pensé: «¿No será el momento de volver al matriarcado?».

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