La Matrix redonda - Brecha digital
Ellos sí que eran el fuego

La Matrix redonda

En este último par de meses, la publicación simultánea de dos libros arroja una luz tornasolada sobre la vida y la obra de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota.

El escritor y periodista Enrique Symns, monologuista del grupo, junto a los músicos Skay Beilinson y el Indio Solari, en una presentación de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota en el pub La Esquina del Sol, 1984 Wikipedia

Una trivia. ¿Cómo se calma a los miles y miles de chicos que, expulsados del paraíso neoliberal de los noventa, desatan una batalla campal de proporciones dantescas y arrancan la alfombra que cubre la cancha de Huracán para hacer una ominosa pira ritual en el prólogo de un recital de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota? La respuesta es un misterio para todo el planeta, excepto para la Negra Poli: con el «Vals de las flores», de Piotr Ilich Chaikovski. «Fue una cosa increíble. Había miles de pibes que parecía que iban a romper todo y, de repente, se serenaron. Música que amansó a las fieras. La Negra Poli es la mejor mánager de Argentina, a años luz de cualquier otro», recuerda el Toro Martínez, legendario sonidista de la banda. El episodio, de factura poética y política, está contado con lujo de detalles en Fuimos reyes, la biografía de los Redondos firmada por Pablo Perantuono y Mariano del Mazo. En una sincronía poco menos que astrológica, acaba de ser reeditada por Editorial Planeta, en el preciso momento en el que Gourmet Musical publica La última noche de Patricio Rey: el libro en el que Martín Correa, Humphrey Inzillo y Pablo Marchetti reconstruyen minuciosamente el final de la banda.

A su manera, a su extraña manera, los dos libros funcionan como un equipo paradójico. Si bien tanto Del Mazo como Perantuono tienen su propio anecdotario alrededor de la historia de Patricio Rey, respetan a rajatabla su bushido ricotero: «No cederás a la historia personal». Aunque se presenta como una mera «entrevista con el Indio, Skay y Poli», La última noche… es una saga generacional: tres fans devenidos en periodistas fundan una revista para acercarse a su banda favorita, pero involuntariamente terminan siendo testigos privilegiados de su muerte. La función no es gratuita. Los periodistas quedan demorados ad infinitum en la escena del crimen. Hubo un magnicidio frente a sus narices, pero no logran entender qué es lo que pasó. Nadie puede.

Con el diario del lunes, La última noche… es una cacería. De destellos, de culpables, de señales, de chivos expiatorios. Los tres periodistas revisan las desgrabaciones, toman apuntes y escuchan las horas y horas de conversación en loop: empecinados en contar una historia hasta demostrar, como diría Ricardo Piglia, «que es imposible agotar una experiencia». La escena es cinematográfica. El martes 30 de octubre de 2001, los tres periodistas atraviesan el tráfico porteño en plena hora pico rumbo al bar Onduras, de Palermo. En las calles, Argentina se aproxima a su propio iceberg. Algunos pelean por su bote salvavidas, otros se arrojan por la borda. Protegidos por el paraguas de sus testaferros, unos pocos caminan con el ticket dorado en el bolsillo de su chaleco. Ahí, en el fondo del bar, está la corte de Patricio Rey en plena sesión. Casi podemos verlos: el Indio en una cabecera, Skay en la otra. Son una realeza en el exilio. No sabemos qué pasó inmediatamente antes. No sabemos qué pasó inmediatamente después. El fuera de cuadro es un agujero negro que sigue muerto de hambre.

La entrevista es un paréntesis. Entre otros bueyes perdidos, se conversa sobre música electrónica (presumiblemente, el Indio tiene en la cabeza a Moby, The Prodigy y Massive Attack), sobre el show en el Estadio Centenario de Montevideo, sobre la selección de Marcelo Bielsa, sobre el sentido práctico y dramático de una buena lista de temas. Sobre la malaria. Sobre las Torres Gemelas. Se especula, incluso, acerca de la posibilidad de agregar coros en la banda. Si bien se toma cerveza alegremente y no hay alusiones a los asuntos específicos que desataron la ruptura (la custodia del material audiovisual), hay momentos de gran tensión. Skay es silente y social; el Indio es fóbico, pero habla hasta por los codos. Uno quiere tocar música de instrumentos; el otro quiere prescindir de esa parte. El Indio escribe su carta de amor para Nueva York y tanto Poli como Skay prefieren sitios de calado espiritual, como Fez o Finisterre. Cuando se pone el asunto Cuba sobre la mesa, el aire se puede cortar con un cuchillo. A veces, la Negra Poli advierte: «Esto no lo pongas». Una sola vez, el Indio se calla. No es precisamente una buena señal.

UNA PROEZA ECOLÓGICA

Hola, editores del mundo. El único libro que realmente estamos esperando se llama Negra y es la historia de Carmen Poli Castro: la mujer más importante de la historia del rock argentino. La chica de La Plata. La teddy girl que, en los tardíos cincuenta, se apoyaba sobre su moto ataviada con botas y minifalda. La pupila de un internado de menores que moría por James Dean y Marlon Brando. La madre adolescente que dormía en el armario de aquella pensión donde discutían hippies y guerrilleros. El núcleo indivisible de Patricio Rey.

A lo largo de las primeras páginas de Fuimos reyes, Poli recorre las diagonales y a su alrededor comienza a desatarse la tormenta de iones que llamamos –por ponerle un nombre como cualquiera– Redonditos de Ricota. «Eran tiempos en que los hijos querían hacer su propia experiencia. Mis padres lo entendieron y me dijeron: “Esta casa es nuestro imperio. Si querés hacer tu historia, hacela, pero de la puerta para afuera”. Y me lancé al mundo», dice Poli. En los bares y las plazas, camina precedida por su fama y una historia confusa en las páginas policiales. Luego Poli conoce a Rocambole. Poli y Rocambole conocen a Skay. Poli, Skay y Rocambole conocen al Indio. Finalmente, se produce un fenómeno de orden metafísico. En la misma medida en que la banda va cobrando espesor, Poli se va evaporando en el aire cromado de la historia. Es la reina de las bambalinas. Es una navaja de dos filos: por un lado, la hechicera espiritual; por el otro, la prosaica representante de una pyme. Todos deponen las armas y caen rendidos. Qué tendrá esa mujer.

En el principio, Patricio Rey es una fuerza magnética cuyo epicentro es el subsuelo del Pasaje Rodrigo. La historia es conocida. Decididos a componer y grabar la música de la película Ciclo de cielo sobre viento, dirigida por Guillermo Beilinson, un puñado de músicos y artistas comienza una serie de ensayos abiertos. Corre 1976. Esconderse en un sótano no suena como una mala idea. Frente a la carnicería de la dictadura, hacer un soundtrack es una excusa tan buena como cualquier otra para no perder la cabeza. Literal y metafóricamente. Munido con un silbato, Skay dirige la orquesta y el Indio trata de hacer sentido. Para que sea un lugar habitable, Poli se encarga de crear el oxígeno. No lo vemos, pero si no está, nos morimos. Unos días después llevan ese mismo circo arriba del escenario del teatro Lozano. Todavía no tienen nombre, pero ese modus operandi ya son los Redondos. En ese punto, son una proeza ecológica.

Si los sesenta –como dice el Indio– fueron tres putos años, la primavera alfonsinista es solo un disco: Gulp! No casualmente es el período en el que los Redondos, que tallarán el mandamiento «solos y de noche», recorren el mismo circuito de pubs que Soda Stéreo, Los Twist y Juan Carlos Baglietto. Como cuentan Del Mazo y Perantuono, por entonces tocan, incluso, en el Festival Pan Caliente y participan casi en pleno («Toquen ustedes; yo prefiero pasar», dijo el Indio) de un recital por los derechos humanos en el Parque Lezama. Si Oktubre ya es un pájaro de mal agüero, Un baión para el ojo idiota es una visita en fast-forward hacia el corazón oscuro del menemismo: ese tiempo de plumaje blanco en el que los pibes copaban las esquinas y los milicos, alcanzados por las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, empañaban sus Ray Ban en los baños turcos.

La última noche de Patricio Rey. Entrevista con el Indio, Skay y Poli. Autores: Martín Correa / Humphrey Inzillo / Pablo Marchetti. Editorial: Gourmet Musical. Buenos Aires, 2021. 104 págs.

Ese disco comenzó a distribuirse en las primeras semanas de mayo de 1988, con el país en uno de sus cíclicos procesos de desintegración. Hiperinflación, crisis del vinilo, fuga de músicos. Huelgas generales y levantamientos militares. La lírica dialogaba no solo con ese contexto sociopolítico, sino también con obras del mismo período, como Tester de violencia y Patria o muerte. Sin embargo, a diferencia de aquellos discos de Luis Alberto Spinetta y Don Cornelio, los Redondos no armaban su propio búnker ni paniqueaban en medio de la selva. «Yo creo que peor es estar solo. La soledad es lo más cercano a la muerte. El dolor solo duele, no mata, gracias a Dios; pero hay que bancárselo», decía el Indio.

Visto con la suficiente perspectiva, Un baión… avanzó sobre el menemato como un Panzer blindado con consignas yippies y situacionistas. Un haka de riffs inolvidables y estribillos para desplegar en el territorio enemigo. «Todo un palo», el tema que cerraba el disco, se convirtió en una estampita para todos esos muchachos que, rechazados por el espejismo de la Isla Caras, viajaban con una Topper en el estribo del Tren Roca y la otra flotando en el aire cromado del conurbano: «Yo voy en trenes/ No tengo dónde ir». Así eran las cosas. Había comenzado una guerra, pero, excepto Patricio Rey, nadie se había dado cuenta.

PREFERIRÍA NO HACERLO

Hace algún tiempo, el catalán Enrique Vila-Matas publicó Bartleby y compañía: una suerte de inventario en el que reunió a todos esos nombres de la historia que, como el personaje de Herman Melville, se convirtieron en máquinas de la negación. Su mantra es célebre: «Preferiría no hacerlo». Bueno, los Redondos son re-bartlebyanos: merecen estar en el cuadro de honor. A mediados de los ochenta, su obstinación por trazar un camino al margen de absolutamente todo es a un tiempo épica y divertida. Es decir, ética.

Así, mientras Soda Stereo grababa Doble vida en estudios neoyorquinos y era adulada por cortesanos de toda Latinoamérica, productores de diverso calibre se acercaban a la Negra Poli para ofrecerle el oro y el moro. El propio Juan Alberto Badía llamó personalmente a la ingeniera psíquica (que se hizo pasar por una empleada doméstica para tirar la pelota afuera) y Daniel Grinbank la emboscó en los pasillos de la Rock & Pop. «Negra, dejo a todas mis bandas para dedicarme en exclusividad a los Redonditos. Hacemos un contrato que nos favorezca a todos y nos ponemos a trabajar mañana», le dijo. Poli fue cordial: «Gracias, Daniel, pero estamos bien así». Bien así. Es decir, sin contratos, sin espónsores, sin prensa.

A fines de 1993, cuando Patricio Rey finalmente alcanzó estatura elefantiásica, Gustavo Yankelevich se acercó con otra propuesta tentadora: 500 mil dólares para televisar a través de Telefé uno de los shows que la banda ofrecería en el estadio de Huracán. Pura ganancia: dinero neto, promoción gratuita, alcance nacional. Poli lo pensó cinco segundos y declinó la oferta. Si una persona va a decir algo sobre los Redondos, dijo la Negra, tiene que ser alguien que se haya tomado el trabajo de comprar una entrada. No alguien con un control remoto en la mano. En la era del like, cuando el 90 por ciento de los artistas son capaces de entregar a su propia madre por sus 15 minutos de trending topic, la radicalización de Poli merece nuestro respeto. Por lo menos.

Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Fuimos reyes. Autores: Mariano del Mazo y Pablo Perantuono. Editorial: Planeta. Buenos Aires, 2021. 376 págs.

Después de dos décadas de experiencias estrictamente undergrounds, Patricio Rey había caminado por el desierto como Jesús y recibido sus correspondientes tentaciones. Irradiado por la budeidad, ingresó en su período de masividad clandestina. Un concepto que nace y muere con ellos. Así, con el repertorio ominoso de Luzbelito, abandonaron los escenarios porteños y se lanzaron a peregrinar por el país. Como si ambos libros se encontraran en una estación de servicio abandonada camino a un concierto, tanto Fuimos reyes como La última noche… se solapan sobre esos años. Vistos con esta perspectiva, son los años del apocalipsis.

«Puede ser que algunos de quienes nos siguen sean el último baluarte de quienes gasten un mango en ver algo. Pero esto que está pasando en el país tiene una inercia tan trágica que yo supongo que en cualquier momento para todo el mundo se acabó. Aun para la gente que tenga necesidad o ganas de ir a vincularse a algo para confirmarlo socialmente. Y creo que ese esfuerzo que hace la gente pasa por eso. Tiene la necesidad de confirmar estos planes o estos proyectos y hace un esfuerzo muy grande para ir. Pero es muy difícil que esas cosas duren, porque la gente está muy mal. Está muy mal, muy mal», dijo el Indio la noche del 31 de octubre de 2001.

Bob Dylan, ¿habrá escuchado a los Redondos? Además de inclinar el ala de su sombrero frente a Alicia Keys, en su canción «Thunder on the mountain» parafrasea aquel fragmento de «Vencedores vencidos» que dice: «Me voy corriendo a ver/ qué escribe en mi pared/ la tribu de mi calle». Dylan, en este caso, anota: «The writing’s on the wall/ come read it/ come see what it say». Acaso ambos leyeron el Antiguo Testamento. De acuerdo a un pasaje muy famoso del Libro de Daniel, la escritura en la pared es el signo de una desgracia inminente. Nadie sabe muy bien cuál.

La acción transcurre en Babilonia. Se dice que el rey Baltasar ofreció un banquete pantagruélico y, en un gesto de abundancia, profanó los vasos sagrados de oro y plata del Templo de Salomón de Jerusalén, que habían sido llevados como botín por su predecesor: Nabucodonosor II. De pronto, una mano intangible escribió una leyenda en la pared del palacio. Mene, Mene, Tequel, Ufarsin. Baltasar convocó a sus adivinos, pero ninguno supo interpretar la escritura. El rey mandó llamar a Daniel, antiguo sirviente de Nabucodonosor, y le ofreció recompensarlo si lograba descifrar las palabras. El profeta rechazó el premio, pero igualmente tradujo la escritura: «Ha contado Dios tu reino y le ha puesto fin», «Has sido pesado en la balanza y hallado falto de peso», «Ha sido roto tu reino y dado a los medos y persas». En efecto: así fueron las cosas. Según el relato bíblico, Baltasar fue muerto esa misma noche. Según el relato redondo, Patricio Rey fue muerto esa misma noche.

Una trivia. ¿En qué lugar deberían tocar los Redondos en el hipotético caso de que, como sugieren algunos emojis cruzados entre las cuentas de Twitter de Skay y el Indio, se sentaran a fumar la pipa de la paz y grabaran algunas canciones pendientes? La respuesta es un misterio para todo el planeta, excepto para la Negra Poli. Aventuremos: un solo show en las islas Malvinas y Neo debe seguir tomando la pastilla azul de por vida. La Matrix se rompe para siempre.

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