No es agradable leer frases del tipo «basta de subsidiar teatros» o «ya vivieron de arriba mucho tiempo, ahora tendrán que trabajar». Y no discutiré aquí si ser actor (o músico, porque tanto unos como otros han sido igualmente olvidados en esta pandemia) es un trabajo. Lo es, y punto. Pero llama la atención la increíble facilidad con que, de un momento a otro, se armó ese discurso en las redes y otros ámbitos. La respuesta radica en que se basa en ideas muy instaladas, que no requieren mayor esfuerzo mental. ¿Cómo hemos llegado a esto?
Resulta que los actores, los músicos y quienes hacen arte en general (excluyendo a los taquilleros y exitosos) son, para muchos uruguayos, gente tirando a fracasada, que quiso y no pudo –ya sea por falta de talento o de esfuerzo– y que ya no puede seguir pretendiendo que se la priorice: probaron con el arte, les fue mal (¿?) y, como cualquiera, tienen que aceptarlo y reciclarse. ¿Es así o no es así? Sí. Pero hete aquí que hay una idea subyacente, que no se menciona y mucho menos se discute, que consiste en medir el éxito de un hecho artístico (y, por añadidura, su calidad) en plata. Parece razonable: es lógico que algo que está destinado al público se valore según el volumen de las masas que convoca. Pero ¿es correcto esto o es una visión capitalista –una más– que hemos asimilado sin darnos cuenta? ¿Tiene sentido medir el arte exclusivamente por su éxito comercial? Sí si uno es dueño de una discográfica cuyo fin último es hacer dinero. No si su idea era, por ejemplo, promover artistas alternativos. Sí si uno gobierna un país y lo administra como si fuera una empresa. No si cree que empresa y país son cosas bien diferentes.
¿Cuál es la responsabilidad de la izquierda en esta situación? Porque creo que la cultura fue el gran debe de los tres gobiernos del Frente Amplio, la causa principal de que sólo fueran tres y de que tantos logros parezcan esfumarse como si se tratara de humo de colores. Poniendo una imagen culinaria: la derecha amasó, la izquierda comió. Se comió (nos comimos) el verso del éxito, del color, de la gran cultura de masas, del superespectáculo y las megasalas «como del primer mundo». El verso de una meritocracia en que los méritos emanan de las cifras del borderó. El cuento de que cuando hay un guitarrista tocando no debe ser su mano, sino la famosa mano invisible, la que pulse las cuerdas si es que aspira llegar a algo.
Diseñar buenas políticas culturales no es simple, pero resulta imposible sin una discusión previa o cuando esa discusión se limita a ver cómo darles trabajo a los artistas y cómo generar productos vendibles que mejoren la marca país (a menudo a partir de la banalización de expresiones auténticas). El político ejecutor logra quedar bien parado diciendo que invirtió acá y allá, con tales resultados medibles, y que los artistas quedaron contentos. Todo es márquetin, compañías «profesionales» que pueden actuar «en cualquier lugar del mundo», «nivel internacional» (¿qué recuernos es eso?). Ah, y está la función «social»: pagarles a algunos talleristas para que vayan a hacer que los pobres aprendan a cantar murga o tocar el tambor. No digo que eso esté mal, pero… ¡antes de que llegáramos nosotros a enseñarles, los pobres ya habían inventado la murga y el candombe!
No hubo una visión de la actividad cultural como algo realmente emancipador, generador de pensamiento, de dudas, de conversaciones, de alegría, de ganas de vivir. No: para triunfar había que parecerse a y sonar como, y se tenía que contar con infraestructuras como las de. Muy bonito, pero ese tren no va a ningún lado. Cuando se dice: «La cultura es de izquierda», podemos valorar el romanticismo que impregna la frase, pero esta cultura competitiva y mercante, domesticada y tan dependiente de concursos y premios legitimadores es lo más derechoso que se me pueda ocurrir. Tanto que la propia derecha la dejó plácidamente en nuestras manos, que la agitaron con orgullo, como barrabravas a una bandera robada del corazón de la hinchada contraria. Inadvertidamente hicimos un trabajo limpio, perfecto y gratuito. No me opongo a los apoyos estatales, pero ahora, cuando surgen alaridos en su contra, lo único que se nos ocurre es clamar por ellos. Hemos sido, de momento, magistralmente derrotados, y creo que esta es la discusión que hay que darse, por más virus, langostas y alimañas bípedas que nos amenacen.