Llegada a Montevideo de la epidemia en 1857 es un óleo pintado por Luis Voena, dos años después de la peor crisis epidémica que padeció Uruguay. Se trata de una pintura alegórica, poco difundida y conocida. Ingresó al Museo Histórico Nacional (MHN) en 1921 por donación de Félix Buxareo Oribe. En la carpeta de antecedentes de la pieza no hay registros sobre su circulación y divulgación en los últimos 100 años (datos sobre préstamos, exhibiciones, reproducciones). Recientemente fue limpiada por Ernesto Beretta, del área de investigación y restauración del museo, y actualmente se exhibe en la exposición Entre la vida y la muerte. Salud y enfermedad en el Uruguay de entresiglos, que el MHN inauguró el pasado fin de semana en el marco del Día del Patrimonio.
Para su análisis es útil atender las pistas que arroja el reverso del cuadro. Allí el artista incluyó su firma, la cual nos informa que era italiano (escribió «fece 1859») y también que era masón (debajo de su nombre incluyó el símbolo de los tres puntitos formando un triángulo), dato este último de importancia para el análisis de la obra.
Sabemos que Voena se encontraba radicado en Montevideo en octubre de 1857, tres meses después del fin de la epidemia, porque entonces publicó avisos en la prensa ofreciendo sus servicios como retratista. Luego se estableció en Buenos Aires, donde tenía un taller de dibujo de ornato, y en 1877 presentó trabajos suyos y de sus discípulos en la primera Exposición Industrial de Argentina.1
La obra presenta una vista nocturna de Montevideo desde la bahía. El cielo está prácticamente tapado de nubes, entre las cuales parece asomar la luna. En primer plano se ven algunas embarcaciones, los muelles y galpones del puerto, y al fondo, los edificios toscamente representados de la ciudad, entre los que se destacan las torres y la cúpula de la catedral.
En el río, avanzando desde la derecha, se ve un grupo de esqueletos montados en dos caballos. Se dirigen a la ciudad, parecen haber tomado un primer bote con sus tres tripulantes y aproximarse a una embarcación a vela que se encuentra en el centro de la escena. El velero está en movimiento y busca huir, rompiendo las olas, de las calaveras que se le aproximan. Lleva tres personas, una de las cuales se encuentra enferma y es atendida por otra que está de pie a su lado, aunque desde el agua un esqueleto se trepa al velero, buscando arrebatar la frágil vida. En los muelles se ven, en penumbra, testigos de la escena que huyen horrorizados.
El artista representa, de este modo, la llegada de la fiebre amarilla a Montevideo a partir de una escena que recoge la iconografía de la peste, de uso extendido desde la baja Edad Media, en la que la enfermedad aparece representada a través de la figura de la muerte personificada como un esqueleto a caballo, que avanza, galopando, hacia sus víctimas. Junto a ella, un séquito de esqueletos, en actitud macabra, disfrutan del terror que infunden a su paso.
Se trata de una imagen típica del triunfo de la muerte, como la que representó Pieter Brueghel en 1562, en la que se ve a la parca en un caballo rojo, mientras un ejército de esqueletos arrasa con todo y todos en un poblado.
Es una iconografía propia de una sociedad premoderna que desconocía el origen y las características de las enfermedades infectocontagiosas y de una sensibilidad que veía a la muerte como parte de la vida cotidiana de las personas. La muerte no se ocultaba ni se suavizaba, sino que se la personificaba con esqueletos completos o parcialmente descarnados que podían ir acompañados de relojes de arena o guadañas.
Este tipo de imágenes son frecuentes en el Montevideo de la época, cuando la muerte era representada con sus rasgos más macabros. Las vemos en elementos cotidianos como los avisos fúnebres publicados en la prensa o en expresiones de arte funerario. Por ejemplo, los relieves de las metopas de la rotonda del Cementerio Central presentan a la muerte como un cráneo con dos huesos cruzados y se alternan con relojes alados que aluden a la vida eterna.
Volviendo a la pintura de Voena, el avance de la epidemia es representada con el río como escenario, ya que efectivamente el puerto fue la puerta de entrada de la epidemia. Por eso los esqueletos se acercan con sus caballos de un modo un tanto extraño (¿nadando, cabalgando, subidos en embarcaciones?).
El artista buscó, así, ajustar los elementos iconográficos a las circunstancias específicas de la llegada de la epidemia a la ciudad. A principios de febrero de 1857 unos barqueros establecieron contactos nocturnos no permitidos con barcos de «patente sucia» (que habían notificado muertos o enfermos a bordo). Había entonces al menos dos barcos procedentes de Rio de Janeiro (donde la fiebre amarilla era epidémica desde 1849) que se encontraban en cuarentena en la bahía.
Esos contactos clandestinos, violando las restricciones impuestas, llevaron a los primeros contagios y las primeras muertes. Los nombres de esos barqueros fueron divulgados en su momento por la prensa. Se trató de un padre y sus dos hijos, que vivían en la calle Piedras, en el barrio de Las Bóvedas, y que fallecieron a fines de febrero. Desde allí la epidemia se extendió a todo el casco urbano y afectó a la población en situación más vulnerable, puesto que las familias adineradas huyeron y se refugiaron en sus casas de campo o en el litoral argentino. Gran parte de las autoridades nacionales, empezando por el presidente Gabriel A. Pereira, dejó la ciudad, lo que generó una fuerte crítica de la prensa y de los representantes diplomáticos, así como un vacío de poder que abonó aun más el desconcierto y el miedo.
La epidemia de 1857 fue la mayor crisis de mortalidad que tuvo Uruguay. En el casco urbano de Montevideo habitaban entre 15 mil y 20 mil personas, de las que fallecieron por la fiebre entre 888 (según los datos de la Policía, que probablemente subregistró) y 1.500 (según el médico francés Adolfo Brunel, quien también estimó que la tercera parte de la población se había contagiado).2
Siguiendo con el análisis de la pintura, sobre el extremo izquierdo y en un plano más cercano, aparece otro elemento alegórico significativo que opera como contrapunto de la escena anterior. En un bote conducido por cuatro remeros, una joven con túnica blanca y manto azulado se encuentra de pie, con un brazo extendido, y señala la escena de la epidemia cobrándose sus primeras víctimas.
La figura femenina, posible alegoría de la ciudad o de la república, sostiene en su mano izquierda una rama de palma, mientras que en la derecha tiene un mazo. Ambos elementos se vinculan con la iconografía de los mártires. Esas vidas que comienza a cobrarse la epidemia, que caen víctimas de un flagelo de origen desconocido, son inocentes. Dejan este mundo, pero sus almas están salvadas.
Un último detalle que pudo apreciarse luego de la limpieza del óleo es el de unas figuras espectrales, apenas visibles, en el cielo sobre los edificios, posible referencia a las almas de las víctimas que se dirigen al cielo.
De este modo, como contracara de la escena de El triunfo de la muerte, con los esqueletos que toman las primeras vidas, Voena plantea en este otro bote la redención de las víctimas, que alcanzan un triunfo simbólico sobre la muerte al acceder a la vida eterna.
Documentos de la época permiten una aproximación de la vivencia de la epidemia por parte de la sociedad y arrojan pistas de por qué Voena representó así la llegada de la fiebre a Montevideo.
En el libro Montevideo bajo el azote epidémico, publicado el mismo año 1857, el escritor y periodista masón Heraclio Fajardo muestra cómo la epidemia fue vivida con gran angustia y desconcierto por la población, que temía el avance incontrolable de una enfermedad de origen y características desconocidas.
El vacío de poder y la actitud errática de la Junta de Higiene generaron mayor confusión y perplejidad en la población, que tenía una débil confianza en lo que podía aportar la ciencia: «Ya era la fiebre amarilla importada del Brasil por una familia que había burlado la vigilancia higiénica, desembarcando en la ciudad antes de cumplir la cuarentena prescripta; Ya el tifus; Ya el cólera-morbus; Ya el vómito negro de la Habana; Ya una dolencia endémica o local desarrollada en la parte norte de la ciudad, o barrio de la Dársena, a consecuencia de los focos de infección allí estancados; Ya efecto del alumbrado a gas, o antes, de la situación de la Usina en un punto demasiado céntrico de la ciudad, y de la existencia de residuos venenosos en el estanque del gasómetro. Y ni faltó quien lo atribuyese […] a la corrupción voluntaria de la atmósfera mediante inficionamientos químicos tan imaginarios como absurdos. La confusión, la incertidumbre penetró hasta en la esfera de la ciencia. […] La Junta de Higiene se limitó al principio a publicar un sistema preventivo y curativo para la fiebre reinante, sin determinar no obstante su carácter. Interpelada por la ansiedad general, por el público conflicto, decidióse al fin a caracterizarla de fiebre gástrica grave. […] Los socorros de la ciencia eran insuficientes, y las más de las veces estériles. La ciencia perdía la cabeza. EI pueblo, la confianza en sus auxilios».3
Ante ese escenario desolador, las esperanzas de salvación estaban depositadas en la redención de las víctimas, como lo plasmó Voena en su óleo, el cual recoge la tradición de la pintura occidental dedicada a la peste que presenta ciudades asoladas por la enfermedad y sus estragos, y deja en evidencia la incapacidad humana para contener estos flagelos, lo que servía, a su vez, de recuerdo respecto a la futilidad de la vida terrenal.
El cuadro del italiano presenta así una escena del triunfo de la muerte muy distinta conceptualmente a la que realizó Blanes sobre la epidemia en Buenos Aires en 1871. El pintor uruguayo ocultó la muerte, borrando los rastros de la enfermedad en el cuerpo embellecido de la madre. Eligió una escena íntima habilitadora de un duelo colectivo sobre la representación de una ciudad asediada y de personas desesperadas frente al avance incontrolable de la epidemia. Creó una escena solemne que transmite serenidad y una sensación de situación contenida, en clara relación con el proyecto político civilizador que compartía el artista con la elite ilustrada de la época.
En esas diferencias en las representaciones de Voena y de Blanes sobre las crisis epidémicas que afectaron a las ciudades del Plata en el siglo XIX puede reconocerse el carácter transicional del período abordado (1857-1871) respecto a lo que Barrán ha definido como el pasaje de una sensibilidad «bárbara» a otra «civilizada» en la sociedad uruguaya del último tercio del siglo XIX.
Es interesante consignar cómo la composición del italiano se asemeja a una obra temprana y desaparecida de Blanes, realizada en 1857 y dedicada a la epidemia de Montevideo. En ella, la ciudad aparece «personificada en una bellísima mujer[que]eleva su mirada al cielo. Una figura pálida, infernal, descarnada, inyectadas sus pupilas de sangre, oprime su cintura hincando en ella sus huesosos dedos. La víctima, con angélica expresión de angustia y mansedumbre, apoya el brazo en una especie de zócalo […]. Un cielo tétrico y sombrío con nubes de color plomizo que encapotan el horizonte derrama sobre todo el cuadro sus tintas fúnebres y melancólicas».4
LOS MÁRTIRES DE LA EPIDEMIA
Si bien no podemos saber si Voena conoció esa obra anterior de Blanes, es probable que ambos artistas leyeran el libro de Fajardo publicado en 1857 (recuérdese que los tres eran masones). Las metáforas e imágenes alegóricas utilizadas por el escritor para describir Montevideo y narrar la llegada de la epidemia pudieron inspirarlos. Pero, sobre todo, los tres parecen coincidir en algo más, que es la construcción de un martirologio asociado a la epidemia, tarea a la que se aboca Fajardo de forma muy explícita en su libro.
Tanto Voena como Blanes incluyen en sus óleos un actor clave en una crisis epidémica: aquellos que se dedicaron a ayudar a las víctimas y pusieron en riesgo sus propias vidas.
Ese esfuerzo recayó, en la época, en varios actores: médicos, sacerdotes, policías, filántropos masones. Sin embargo, no todos han sido recordados de igual manera ni fueron beneficiados por una construcción discursiva que los elevara a la categoría de mártires o héroes.
El cuadro de Blanes de 1871 contribuyó exitosamente al martirologio masónico. El artista homenajeó a dos figuras que murieron de fiebre amarilla asistiendo a las víctimas y que son dos referentes de la masonería porteña. Podría haber elegido a dos sacerdotes que murieron dando asistencia religiosa a los enfermos, o dos policías que hacían tareas de control sanitario y traslado de víctimas, o dos médicos que cayeron cumpliendo su deber profesional (Roque Pérez y Manuel Argerich eran doctores en leyes, miembros de la Comisión Popular de Salubridad, sólo Argerich tenía conocimientos en medicina).
En el caso de Voena, vimos cómo la escena de mayor tensión está en el velero que intenta huir de la muerte. Allí aparece, por un lado, el avance de la epidemia (con el esqueleto que se trepa al bote) y, por otro, el esfuerzo humano por retener la vida (las dos personas que acompañan al enfermo).
¿Pero quiénes son esas dos personas que acompañan al enfermo en el velero y que representan a quienes permanecieron socorriendo a las víctimas? Por lo que podemos interpretar, se trata de una figura femenina sentada y una figura masculina parada. Por sus vestimentas, estamos ante dos miembros de las clases acomodadas.
En busca de pistas contextuales volvemos al libro de Fajardo. El autor dedica varios capítulos a homenajear a los que ayudaron a las víctimas durante la epidemia: los médicos, el Hospital de la Caridad, los sacerdotes, la masonería y la Sociedad Filantrópica, la Junta Económico-administrativa de Montevideo. También celebra la ayuda recibida desde Buenos Aires y el papel de la prensa.
Luego se refiere a «los mártires del deber» y allí homenajea a tres figuras que murieron asistiendo enfermos: los médicos Teodoro Vilardebó y Maximiliano Rymarkiewicz, y el vicario apostólico José Benito Lamas.
Por último, el capítulo más largo del libro lo titula: «Los mártires del egoísmo» y está dedicado a los hermanos Federico y Rosa Cabot. Se trata de dos hermanos de clase alta que enfermaron de fiebre amarilla y fueron abandonados por su padre en el Hospital de la Caridad, donde murieron a los pocos días. El hecho conmovió a la sociedad montevideana y mereció gran atención por parte de la prensa y de la literatura posterior.
Hubo una fuerte condena pública, sobre todo desde la masonería, repudiando la actitud del padre por abandonar a sus hijos y faltar a su responsabilidad filial.
Como ha estudiado José Pedro Barrán en su Historia de la sensibilidad, en la «cultura bárbara» la muerte era parte de la vida cotidiana de las personas, pero había un gran miedo a morir solo, abandonado por los deudos. Entonces las personas no morían internadas en sanatorios, recibiendo cuidados intensivos, sino que lo hacían en sus hogares, acompañados de sus seres queridos.
Barrán explica la resonancia que generó el caso de los hermanos Cabot en medio de tantas muertes, por la importancia dada no a los fallecimientos en sí, sino a sus circunstancias: el padre había condenado a sus hijos a una muerte en soledad.
Asimismo, Pablo Brugnoni sostiene que el caso de los hermanos Cabot permitió «una afirmación contundente sobre un valor moral que aún pretendía preservar la devastada ciudad: el cuidado fraternal y paternal a los afectados, que significaba un consuelo terrenal mientras toda la sociedad se encontraba a merced del ataque de un enemigo desconocido».5
Este politólogo enmarca el uso discursivo de esa tragedia por la masonería en el primer duelo público sobre el tipo de asistencia social que debía regir el orden social que se dio en el contexto de la epidemia de 1857, y que enfrentó a la Iglesia Católica y su idea de caridad cristiana con la masonería, que defendía la noción de filantropía, vinculada al deber filial.
Así, una posible interpretación del significado del velero en la pintura de Voena es que quienes tratan de escaparse de la muerte son los miembros de una familia, el padre, la madre y el hijo enfermo, que se muestran juntos y unidos, enfrentando el advenimiento de la epidemia, al contrario de lo sucedido en la tragedia de los hermanos Cabot.
De este modo, pese a hacer planteos iconográficos de la muerte tan distintos (uno, mostrándola descarnada y macabra, arrasando con todo; el otro, ocultándola y dando una imagen de control humano de la situación), las escenas de crisis epidémicas de Voena y Blanes parecen coincidir en su mensaje moralizante, en la transmisión de conductas ejemplarizantes y modelos de fraternidad comunitaria, que convergían con el discurso masónico de la época.
1. Agradezco a Juan Antonio Varese la referencia a los avisos publicados por Voena en la prensa y a Laura Malosetti la relativa a la participación del artista en la primera Exposición Industrial Argentina.
2. Véase el texto publicado en 1860 por Adolfo Brunel, «Memoria sobre la fiebre amarilla que en 1857 diezmó la población de Montevideo». Traducción de Porfirio Mamani-Macedo (2007). En revista Guaraguao, año 11, núm. 26.
3. Agradezco a Pablo Brugnoni el acceso al libro de Fajardo. Se ha optado por conservar la sintaxis y la ortografía originales, pues también informan sobre el estado de la cultura de entonces.
4. Descripción publicada en la prensa y citada por J. M. Fernández Saldaña (1931) en Juan Manuel Blanes. Su vida y sus cuadros. Montevideo: Impresora Uruguaya.
5. Pablo Brugnoni, Los desastres como factores de cambio institucional. Estudio comparado de la epidemia de fiebre amarilla de 1857 y las inundaciones de 1959 en Uruguay. Disponible en: www.colibri.udelar.edu.uy/jspui/handle/20.500.12008/22232