Resulta complejo opinar en este panorama cada vez más confuso, y por momentos penoso, del acontecer político latinoamericano al que parece ir acoplándose Uruguay. La cuestión sobre cómo calificar al gobierno venezolano y sus credenciales democráticas, una vez más, ha ocupado una parte nada despreciable del debate público. Por momentos, da la sensación de que el sostenido bullying mediático va surtiendo efecto en el transcurso de una campaña electoral en la que resurgen algunos componentes fascistas que, cuando menos, pueden ser calificados como altamente peligrosos en términos de democracia. Una vez más, vale la pena subrayar la necesidad de trascender el inmediatismo y apartarse de cálculos de dudosa utilidad en términos electorales. Con el ánimo de enriquecer y dotar al debate de mayor contenido, aquí planteo tres brevísimos apuntes que quizás puedan tenerse presentes a la hora de juzgar e indignarse.
Siguiendo al analista argentino Juan Gabriel Tokatlian, en Venezuela asistimos a un “empate catastrófico”. Se trata de un asunto claramente interméstico (como se le llama a la incidencia de lo internacional en el orden doméstico), que está presente a diario y no solamente en los finos análisis cuantitativos o en los tableros de la geopolítica elaborados por los especialistas en relaciones internacionales. He aquí donde se impone una primera cuestión, cuyo objetivo es ampliar la mirada: nuestro aporte como latinoamericanos y antimperialistas –al fin y al cabo, hasta nuestro propio nombre está signado en sus orígenes por una intervención imperial extranjera– debe atender, con una perspectiva histórica, algunos componentes estructurales que han signado la historia venezolana. Ello podría contribuir a que la opinión pública observe en un contexto menos desacertado temas que muy habitualmente son colocados arriba de la mesa como meros objetos, sin análisis, aunque siempre signados por una intencionalidad: la de subrayar el colapso y la ineficiencia hacia la que nos puede conducir la izquierda latinoamericana.
Así, da la sensación de que la fragilidad y heterogeneidad en el sistema de partidos venezolano, la debilidad institucional, el rol creciente del ejército o la fuerte impronta de los actores externos en el país –algo que contribuye, no sin razón, a fortalecer una fuerte impronta antimperialista en sus gobernantes– parecieran ser variables ahistóricas. La cuestión de la renta petrolera merece un renglón aparte en tanto suceden dos cosas: el gobierno es culpable por no haber conseguido diversificar la excesiva dependencia de ese recurso y también es condenado porque los petrodólares han sido empleados para incidir en los asuntos internos de otros estados en los últimos 20 años. Todo lo anterior no resiste un análisis histórico de larga duración. Basta repasar someramente la historiografía más reciente, y no se necesita ser muy perspicaz en ello, para advertir que, si uno pretende trazar un hilo conductor con el cual elaborar una cronología histórica, cada uno de los puntos antes expuestos tiene un pasado que hunde sus raíces bien atrás en el tiempo.
Una segunda cuestión obliga a tener presentes los riesgos de acoplarse a lo que podríamos denominar como una hemipléjica o selectiva forma de indignarse ante el atropello a los derechos humanos y la vulneración de la democracia. En ese sentido, llama poderosamente la atención cómo no han existido expresiones solidarias ante el padecimiento, vejación y continua vulneración de los derechos de los migrantes centroamericanos que intentan llegar hacia Estados Unidos, por ejemplo. ¿Es que las imágenes de aproximadamente 900 niñas y niños guatemaltecos, hondureños y salvadoreños separados forzosamente de sus padres, apilados en jaulas, acostados en colchones improvisados hasta con goma eva, obligados a emplear mantas de aluminio para protegerse no producen rechazo, condena? Evidentemente, pareciera ser que ciertos latinoamericanos han interiorizado como propios uno de los componentes que han pautado, desde el fondo de la historia, las relaciones de Estados Unidos con América Latina: el de que estamos ubicados en una escala inferior en términos raciales.
En una línea de análisis similar, podrían caber expresiones semejantes para el proceso “democrático” que llevó a reelegirse en el poder a Juan Orlando Hernández en Honduras: la imposibilidad constitucional de postularse y el corte de energía mientras se escrutaban los votos cuando era claro que la tendencia indicaba una derrota son apenas detalles que no admiten valoración. Se dirá, y es correcto, que históricamente Estados Unidos ha ejercido un poder hegemónico en esa región, entre otras cosas gracias a la debilidad, en su conformación histórica, de dichos estados. Pero no resulta menos grave y debería colocarse sobre la mesa lo que acontece en el vecino Brasil, donde un presidente militar llega al poder reivindicando la dictadura y las violaciones a los derechos humanos –le dedica explícitamente su voto durante el proceso de impeachment a un reconocido torturador–, en medio de un acto eleccionario en el que su principal contendiente electoral fue encarcelado, y quien lo encarceló fue designado como ministro de Justicia. Peor aun: las conversaciones privadas de él y de otros importantes promotores de que Lula fuera rápidamente encarcelado parecen dar cuenta de un auténtico montaje, entre otras numerosas ilegalidades que día a día encaminan al país por el sendero de lo que João Filho define como un “Estado policial”. En este caso, podría resultar interesante que una similar actitud y preocupación por la cuestión democrática estuviera presente en los debates de la política doméstica en Uruguay, más allá de que desde los medios masivos de comunicación no se consulte a los actores sobre sus opiniones al respecto.
Una última ponderación también parece exigir que se extreme nuestra cautela en función de la evidente fractura por la que atraviesa el continente, donde se exhiben algunos componentes ya manifestados en el inicio de la Guerra Fría latinoamericana. Entre varios, el más peligroso quizás sea el progresivo empoderamiento de los sectores más conservadores de nuestras sociedades en alianza con una cada vez más virulenta ofensiva imperial estadounidense. Dicha convergencia, apegada a una perspectiva histórica, fue tan sólo el inicio de un proceso que derivó en la perpetuación de lo que fueron en América Latina los más horrendos crímenes caracterizados por el abuso continuado de los derechos humanos y, peor aun, empleando a los ejércitos latinoamericanos solidificaron la implantación de un modelo económico que aseguró cuantiosos dividendos para una reducida elite.
En ese sentido, y en tiempos de un revival de la antigua doctrina Monroe, la visita de Bolsonaro a la Cia –pocos advirtieron la afrenta en el mundo idiotizado de las redes sociales– parece entrañar algo más que el simple acto propio de un cipayo: es harto representativa de hasta dónde estas nuevas derechas latinoamericanas se hallan comprometidas con la democracia regional.
* Historiador, profesor de historia latinoamericana en la Udelar.