El miércoles 31 a las 13.35 Dilma Rousseff fue apartada de la presidencia de Brasil. Un total de 61 senadores la consideraron culpable de un crimen de responsabilidad, y tan sólo 20 votaron por su inocencia. Nada más conocerse el resultado comenzaron los aplausos y los parlamentarios entonaron el himno de Brasil. Esta vez el presidente del Tribunal Supremo Federal, Ricardo Lewandowski, sí permitió que se aplaudiera. El lunes, cuando Dilma dio su último discurso como presidenta, cortó en seco las felicitaciones improvisadas: “Hay que mantener el decoro”, dijo.
Pero este miércoles ya no había nada que mantener. No hubo disimulos, ni consideraciones. El clima en el Senado era de fiesta. Los abrazos, las palmadas en la espalda, las fotos con la bandera de Brasil… El propio senador José Medeiros (Psd) dijo el día anterior que el jefe del Supremo había hecho un trabajo “magnífico al arbitrar esta final de la Copa del Mundo”, refiriéndose al proceso de impeachment, claro.
Dilma Rousseff no estaba acusada de corrupción, malversación de fondos o algún tipo de crimen penal, como sí fue el caso en el impeachment de Fernando Collor de Mello, en 1992. La mandataria se sentaba en el banquillo de los acusados por un supuesto “crimen de responsabilidad” –el único delito por el que se puede apartar a un presidente en el sistema presidencialista brasileño–, que consistiría en haber firmado tres decretos presupuestarios sin permiso del Congreso. Con estos decretos habría maquillado las cuentas del gobierno para poder solicitar nuevos créditos a los bancos sin haber devuelto los préstamos anteriores. Un delito económico que ya cometieron ex presidentes como Fernando Henrique Cardoso, Lula da Silva y gobernadores de diversos estados del país. Ellos nunca fueron castigados.
El juicio duró cinco días y la sentencia se conocía desde hacía tiempo. Más de la mitad de los 81 senadores había declarado su voto antes de que comenzara el proceso. Muchos de ellos ni siquiera fueron a escuchar a los testigos de la acusación y la defensa. El pasado sábado en Brasilia había más periodistas que senadores presentes en la Cámara.
A pesar de la sensación de trámite burocrático, el lunes hubo un cambio de rumbo en el proceso. Ese día Dilma Rousseff acudió al Senado para defenderse personalmente y respondió durante 14 horas a las preguntas de 48 senadores. A las 9.44 Rousseff entró en la Cámara para dar el que sería su último discurso, un alegato final que había preparado durante semanas junto con el ex presidente Lula. Sus palabras fueron contundentes. No tuvo sus habituales frases inconexas, ni confusiones. Todo lo contrario. Fue muy clara y dijo que estaba allí “no para defender su mandato, sino para defender la democracia”. En varias ocasiones repitió que no había cometido ningún crimen de responsabilidad y que se valían de “pretextos legales y una frágil retórica jurídica para viabilizar un verdadero golpe parlamentario”. Consiguió que los propios senadores se sintieran juzgados. Desde ese momento el proceso se basó en intentar legitimar “el golpe” que denunciaba la presidenta. La ex mandataria ganó el cara a cara con los senadores y al menos simbólicamente salió ilesa.
DILMINHA Y EL PRESIDENTE. Atrás queda 2002, cuando Lula da Silva acababa de ganar sus primeras elecciones y buscaba un candidato para la cartera de Minas y Energía. Una compañera de esta secretaría en el estado de Río Grande del Sur le llamó la atención: “Iba con un pequeño ordenador en la mano y entre los 15 que estaban en la reunión tenía un diferencial muy claro: era muy práctica. Ahí pensé que ya tenía a mi nueva ministra”, contaba Lula da Silva en 2008 a la revista Piauí.
En 2003 la invitó formalmente a su gobierno y desde entonces se hicieron uña y carne. El carácter fuerte de Dilminha –como siempre la llama Lula–, su valentía ante las situaciones difíciles y su minucioso trabajo, casi obsesivo, conquistaron al presidente. Las mismas cualidades que hoy le critican y que para muchos han sido la clave de su derrota.
Rousseff era la praxis y Lula la emoción. Ella daba los datos y él sabía contarlos al pueblo. Durante la primera legislatura del petista, ella estuvo en la sombra, resolviendo problemas, encerrada con su ordenador haciendo estadísticas. Esta economista nacida hace 68 años en Minas Gerais, con una ideología a la izquierda de Lula, siempre creyó en la fuerza del Estado y en el intervencionismo económico. La esencia del neodesarrollismo: fortalecimiento de la industria e inversión en infraestructuras. Ningún interés por el ambiente, poco por la política internacional, y poquísimo por todo lo relacionado con causas indígenas o movimientos sociales. Dilma era y es industria.
El salto lo dio cuando Lula decidió darle un ascenso. En 2005 el escándalo de corrupción del mensalão dejó al sindicalista sin sus principales bastiones, acusados de desviar dinero para la financiación de campañas. Lula comenzaba su segunda legislatura y necesitaba a alguien de confianza. Dilma fue la primera que se le pasó por la cabeza. Porque Dilma también es lealtad. Dicen que se asustó cuando la llamó para ser jefa de la Casa Civil (jefa de gabinete), que tuvo miedo de no dar la talla. Lula quería a alguien discreto que trajera a este ministerio un aire más técnico y menos político, todo lo contrario de su antecesor, José Dirceu, que acabó entre rejas. Esa tarea era la que mejor sabía hacer y la cumplió a la perfección. Los encuentros entre Dilminha y “el presidente” –como ella sigue llamando a Lula– eran diarios. Poco a poco ella pasó de ser su mano derecha a su sucesora presidencial. El líder del PT no dio otras opciones, la lanzó como candidata sin hacer preguntas: Rousseff sería su sustituta.
La noticia no cayó especialmente bien en filas petistas. Dilma se había afiliado tarde al partido, recién en 2002. Venía del Partido Democrático de los Trabajadores (Pdt), más a la izquierda que el PT, y más intelectual. Era una intrusa que había llegado muy alto casi sin darse cuenta, una “traga” a la que no querían en clase, esa alumna que nunca se deja copiar en el examen y que siempre saca un diez. A ella nunca le importaron los corrillos y a Lula mucho menos: era su apuesta personal. Hoy, según algunos, ha sido su mayor error político.
ENTRE LA MACROECONOMÍA Y EL “ESTILO”. Dilma ganó sus primeras elecciones en 2010, cuando su antecesor dejó el poder con el mayor índice de popularidad de la historia: 88 por ciento de los brasileños adoraban a Lula da Silva. El 1 de enero de 2011 Rousseff se convirtió en jefa del Ejecutivo con un 70 por ciento de popularidad. Llegaba con la fama de ser una técnica, responsable del Programa de Aceleración al Crecimiento (Pac), presentado como uno de los mayores logros petistas, al que daría continuidad en su nuevo mandato. Protección de la industria y del empleo, inversión en infraestructuras e incentivos al consumo eran la fórmula perfecta para mantener las políticas de inclusión social que dieron fama a la era Lula.
Como primera mujer presidente en la historia del país, dio varios puestos de poder a sus compañeras, y Lula le impuso el nombre de la mitad de sus ministros. Ella los aceptó sin rechistar. Pero a los seis meses despidió a cuatro de los hombres de Lula. No permitió que en su equipo hubiera alguien acusado de corrupción. Ese despido masivo dio confianza a los brasileños. Las elites del país estaban contentas: tenía estudios –no como Lula, tildado de analfabeto por las clases más altas– y parecía seria. Pero en la cúpula del PT esos despidos fueron una primera señal de alarma. Después vendrían otras.
El año 2011 se cerró con 2 millones de empleos más, el país se colocó en el puesto seis de las economías más ricas, por delante de Inglaterra, y la aprobación del gobierno alcanzó al 64 por ciento, un récord. Pero la aceptación en las calles poco tenía que ver con lo que sucedía en Brasilia. En el Palacio de Planalto, Rousseff sólo quería trabajar por el ansiado crecimiento económico. La relación con sus ministros era mínima. Daba órdenes, exigía resultados y no aceptaba ni un solo fallo. No quería negociar, sino trabajar. No quería hacer favores a nadie, sino resolver problemas y aplicar medidas. En definitiva no quería hacer política, al menos al estilo de como se hace en Brasilia, y sobre todo al estilo de como la hacía Lula da Silva.
Mientras la economía y el empleo crecían, la falta de cintura y los constantes relatos sobre cómo humillaba a sus subordinados quedaron en simples anécdotas: “Soy una mujer dura rodeada de hombres dulces”, repetía irónicamente cuando se la cuestionaba por su carácter. Después le pasarían factura.
Sus éxitos continuaron en 2012 y la envalentonaron a expandir el gasto público y preocuparse menos por la inflación. Bajó la tasa de interés de los bancos estatales para fomentar el crédito y obligó a los privados a hacer lo mismo. Comenzó a controlar el lucro de las concesiones privadas que promovía y forzó la baja del precio de la electricidad, lo que generó grandes pérdidas para las empresas del sector. Rápidamente saltó la alarma de los empresarios, y los grandes medios le colgaron la etiqueta de “gastadora”. Rousseff estaba encerrada en el Planalto, cada vez más aislada: “Uno de sus grandes errores fue creerse que podía gobernar sola, ella representaba un proyecto político y no a ella misma”, diría uno de sus ex ministros en la revista Piauí hace un par de años.
Las manifestaciones de junio de 2013, que empezaron como una protesta contra el alza del precio del boleto de autobús, derivaron en la indignación de la ciudadanía por los gastos millonarios de la Copa del Mundo y la escasa inversión en servicios públicos. La rabia se centró en Brasilia y la popularidad de Dilma cayó en picada. Dicen que la única vez que cambió de idea fue después de esas manifestaciones: empezó a reunirse con líderes sindicales, políticos, empresarios, con todos los que hasta entonces había ignorado. Pero en cuanto aumentó su popularidad volvió a encerrarse en Planalto y siguió con su modus operandi: ejecutar sin negociar ni preguntar, y mucho menos hacer favores a nadie. Su actitud acabó pesando en el Congreso. En 2014 los diputados dejaron de apoyar sus propuestas de ley, nunca había votos suficientes para aplicar sus medidas. Así se inició la crisis de gobernabilidad que continuó en su segundo mandato: “Su caída no ha sido por la macroeconomía, sino por su arrogancia, por su estilo de tratar a la gente”, decían personas de su partido a la periodista Daniela Pinheiro.
LA AMENAZA CUMPLIDA. Rousseff llegó a las elecciones de 2014 con el desprestigio del Congreso y la desconfianza de su partido. Las previsiones electorales eran negativas para el PT, y Lula a último momento decidió tomar las riendas de la campaña y dar vuelta los resultados. Ganó por poco, por un 1,6 por ciento de los votos. En el PT recuerdan que ganó por ellos, por prometer a sus bases que el gobierno enfrentaría la crisis con políticas de izquierda, y no con los recortes que exigía el Congreso.
Rousseff empezó su segundo mandato con una oposición (Psdb) enfurecida por haber perdido una vez más con el PT. Aécio Neves no esperó ni una semana para comenzar con las amenazas de impeachment. Dilma –en un intento de contentar al Congreso y al empresariado– anunció recortes fiscales. Pero el presidente del Congreso, Eduardo Cunha, enemigo acérrimo del PT, se encargó de que no consiguiera apoyos. Los escándalos de corrupción de Petrobras salpicaban a diversos aliados del gobierno y al propio PT. Los medios atacaron sin piedad con dos consignas: el PT era el partido de la corrupción y Dilma la responsable de la crisis económica.
Durante meses diversos juristas contratados por la oposición estudiaron medidas para intentar hacer un impeachment. Lo que encontraron fueron tres decretos presupuestarios que Rousseff firmó sin permiso del Congreso para conseguir dinero por adelantado cuando todavía no había devuelto los préstamos anteriores. Mientras, el principal partido aliado de Rousseff (el Pmdb) y su vicepresidente, Michel Temer, como mayor representante de la sigla, le daban señales de que abandonaban el barco.
A finales de 2015 Dilma estaba sola en el Congreso y en el Ejecutivo. Sola en las calles, con los ciudadanos más preocupados por el aumento del desempleo y el precio de los alimentos. Sola dentro de su partido. Y sola ante el resto de la izquierda, que dejó de ver diferencias entre sus políticas y las del programa de la oposición. Así se creó un contexto perfecto para montar un juicio político donde lo legal nunca fue lo más importante. Los senadores ya habían decidido, y ayer celebraban su victoria. Ahora, con la salida de Dilminha, la política vuelve a Brasilia, con los favores de siempre, las alianzas imposibles y los guiños en los pasillos.
[notice]Canallas
Eric Nepomuceno
Desde Rio de Janeiro
El jueves 2 de abril de 1964 otro golpe de Estado, un golpe cívico-militar, se consumaba, liquidando un gobierno elegido por el voto popular y soberano. En aquella ocasión, las mismas fuerzas que el miércoles triunfaron recurrieron a los cuarteles. Ahora, las tropas son dispensables. Hace 52 años, presidiendo una sesión extraordinaria del Congreso que reunía a diputados y senadores, el conspirador derechista Auro de Moura Andrade decretó vacante la presidencia, afirmando que el presidente constitucional, João Goulart, había abandonado el país.
Era mentira. Goulart estaba en Porto Alegre, capital de Río Grande del Sur, intentando reunir fuerzas suficientes para resistir al golpe. Moura Andrade lo sabía. Todos lo sabían. El entonces diputado Tancredo Neves, conocido por sus maneras suaves y cordiales, apuntó el dedo al rostro de Moura Andrade y disparó, con insospechada voz de trueno: “¡Canalla! ¡Canalla! ¡Canalla!”.
Pasados los años, hace dos días le tocó al nieto de Tancredo, el senador Aécio Neves – uno de los artífices del golpe contra Dilma Rousseff–, ver cómo su colega Roberto Requião, del mismo Pmdb de Michel Temer, lo miraba a los ojos y disparaba, a él y a su pupilo Antonio Anastasía, las mismas palabras: “¡Canallas! ¡Canallas! ¡Canallas!”.
El miércoles, la palabra quedó estampada, de una vez y para siempre, en la frente de Aécio, Anastasía y otros 59 senadores. Siete más de lo que sería necesario para fulminar un mandato popular. Algunos de los 61 votos que destituyeron a la presidenta fueron emitidos por senadores que hasta hace pocos meses eran ministros del gobierno ahora liquidado. En los largos e intensos debates de los últimos días se ha visto de todo: cinismo, farsa, hipocresía, cobardía, traición.
Canalladas.
No hubo una sola prueba concreta que justificase pasar por arriba de los 54 millones de votos soberanos logrados por Dilma Rousseff en octubre de 2014. Bajo el manto de las formalidades, se consumó la indignidad.
Lejos del pleno del Senado, lo que se ha visto fue la reiteración de los viejos hábitos de la más baja política brasileña: Michel Temer, y sus cómplices, ofreciendo el oro y el moro para asegurar votos suficientes para legitimarlo legalmente en el puesto que usurpó a base de traición. Legalmente: moralmente, imposible.
Sobran ejemplos de ese comercio de intereses. Menciono dos.
A las tres de la mañana del miércoles, frente a un pleno casi vacío y a una audiencia ínfima, uno de los que se declararon “indecisos”, el ex jugador Romário, leyó, con evidente dificultad, el texto escrito por algún asesor justificando su voto favorable a la destitución de Dilma Rousseff. Dijo que se convenció gracias a las razones expuestas por los acusadores de la mandataria. Mentira: se convenció al lograr el nombramiento de algunos de sus apaniguados en el gobierno de Temer.
Idéntica suerte tuvo el también “indeciso” senador Cristovam Buarque, ministro de Educación en el primer gobierno de Lula da Silva: a cambio de su voto se le prometió el luminoso puesto de embajador brasileño ante la Unesco. Cambió una biografía por París. Ese ha sido el precio de su dignidad, suponiendo que Temer cumpla lo pactado. Y suponiendo que esa dignidad alguna vez existió.
¡Canallas! ¡Canallas infames! ¡Un aquelarre de 61 canallas!
¿Por qué? Por haber asumido una farsa. Por imponer a los brasileños un programa político y económico que fue rechazado con vehemencia por las urnas en las cuatro últimas elecciones. Por entregar el país a una pandilla. Por vilipendiar la historia. Por entreguistas. Por condenar el futuro. Por haber permitido que una mujer honesta sea sustituida por un bando de corruptos.
Por defender la traición.
La historia sabrá juzgarlos. Lo que cometieron el 31 de agosto, sin embargo, es irreversible. El precio será pagado por los humildes, como siempre. Empieza ahora un tiempo de incertidumbre. De expoliación de derechos alcanzados en los últimos trece años.
Tiempo de brumas. Tiempo de infamias. Tiempo de vergüenza.
Tiempo de canallas.
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