La batalla fiscal - Brecha digital
España, Francia e Inglaterra y los impuestos a los ricos

La batalla fiscal

En una Europa azotada por la crisis energética y la inflación, las propuestas de tasar a las mayores fortunas para financiar renovadas políticas sociales están comenzando a ocupar el centro del debate.

Fachada de la boutique Louis Vuitton en París. AFP, DAMIEN MEYER

En Francia, todas las revueltas, todas las revoluciones provienen siempre de impuestos excesivos», dijo unas semanas antes del estallido de la actual ola de protestas sociales en el país el ministro de Economía del gobierno de Emmanuel Macron, Bruno Le Maire. «Se equivoca, señor ministro. Las revueltas provienen, en realidad, de las injusticias respecto a la manera en que se recaudan los impuestos: que a unos, por lo general los más pobres, se los tase mucho, y a otros, por lo general los más ricos, se les quiten impuestos, se los perdone, se los subsidie. Por eso, si no se determina un impuesto a las superganancias, habrá enormes movilizaciones sociales en el país», le respondió el senador ecologista Thomas Dossus.

La polémica entre el ministro y el legislador de la Nueva Unión Popular Ecológica y Social (NUPES), la coalición de oposición de izquierda, resumía las posturas de las dos partes en torno a uno de los debates centrales que se está dando actualmente en Europa: el de la justicia fiscal en general y el de la fijación de impuestos a las superganancias que están obteniendo, en especial con la guerra de Ucrania, empresas del sector energético y otras. El debate y las movilizaciones callejeras no se están dando solo en Francia, también en Gran Bretaña, Alemania e Italia y en algunos países del este de Europa; en España, el gobierno de coalición entre el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y Unidas Podemos acaba de adoptar un impuesto a las grandes fortunas que alcanzará a superricos y servirá para financiar políticas sociales en favor de los cientos de miles de personas que están siendo afectadas por una crisis en parte provocada por la participación de Europa en la guerra.

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En Francia existía un impuesto a las grandes fortunas, hasta que, en 2017, desembarcó Macron y, fiel a su teoría de que los malla oro son los llamados a tirar del carro para beneficio de todos, lo suprimió y compensó el hueco creado en las finanzas públicas reduciendo las subvenciones a los desempleados y a la vivienda de los más pobres. De la mano de la ascendente NUPES, segunda fuerza política en el parlamento si se la considera globalmente, la idea de tasar las descomunales ganancias de empresas como la petrolera Total, la automovilística Stellantis, la energética Engie y el grupo de artículos de lujo Louis Vuitton (LVMH) volvió al tapete. A fines de julio se conoció que, en el primer semestre del año, la primera había ganado 18.500 millones de euros, la segunda 8.000 millones, la tercera 5.000 millones… Poco después se supo que, paralelamente, el poder de compra de los salarios se había reducido en el mismo período 3 por ciento, la mayor caída semestral en 40 años, dejando de lado la registrada tras el primer confinamiento por la pandemia de coronavirus, de acuerdo con datos del Observatorio Francés de Coyunturas Económicas (OFCE). «El hecho central que distingue esta fase coyuntural de las precedentes es el resurgimiento de la inflación a niveles desconocidos en los últimos 30 años», una inflación tironeada fundamentalmente por los precios de los combustibles y de los alimentos, según el OFCE (L’Humanité, 18-X-22). Y nada hace pensar en un cambio de tendencia para los próximos meses. Más bien todo lo contrario.

La que tampoco cambió ni cambiará es la postura del gobierno de Macron: propuestas de la NUPES para instaurar una tasa a las superganancias, que hubieran podido recaudar unos 18.000 millones de euros, fueron rechazadas. No solo eso: para dejar bien claro para quién gobierna, el Ejecutivo suprimió una ayuda excepcional de 100 euros que iba a beneficiar a las familias más pobres. «Instó», eso sí, a las grandes empresas que más dinero habían ganado a que fueran generosas y aumentaran los salarios de sus empleados. Si pueden, por supuesto. A los primeros de la clase no se les puede obligar, solo «instar», dijo un alto funcionario del Ministerio de Economía. Pero, aparte de algunas dádivas, las empresas en cuestión prefirieron repartir el grueso de sus dividendos entre sus accionistas. No les sobró nada para el «derrame» hacia la sociedad. O al menos hacia sus trabajadores. Vaya sorpresa.

La propuesta de un impuesto a las grandes fortunas o a las ganancias extraordinarias de las empresas no es precisamente patrimonio de la izquierda. Lo prevén incluso –por un período extraordinario, para combatir los efectos de la inflación sobre los ingresos de la población– gobiernos como el de Estados Unidos u organismos multilaterales como el FMI (Fondo Monetario Internacional) o la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos). Así se lo hizo notar en agosto, durante el debate parlamentario sobre el presupuesto, la diputada de Francia Insumisa –el partido liderado por Jean-Luc Mélenchon y columna vertebral de la NUPES– Alma Dufour al legislador oficialista Pierre Cordier. Pero este respondió que impuestos como esos, «que penalizan a los empresarios», solo tienen espacio en Venezuela.

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A pesar de la crisis, Francia tiene uno de los niveles de inflación más bajos de Europa y uno de los salarios mínimos más altos. Sin embargo, es el país donde las movilizaciones sociales son más fuertes. Mucho mayores que en países con problemas económicos y sociales bastante más graves. El domingo 16 la NUPES organizó una gigantesca movilización de más de 100 mil personas en las calles parisinas. Por justicia fiscal, energética y climática, contra la carestía, contra los subsidios a los ricos. Codo a codo con Mélenchon manifestó Annie Ernaux, la reciente premio nobel de literatura. «Más Ernaux, menos Arnault», decía una pancarta (Bernard Arnault es el director ejecutivo de LVMH). «Canícula social: el pueblo tiene sed de justicia», decía otra.

Dos días después, hubo paros y movilizaciones sindicales en todo el país, convocados por las principales centrales obreras y apoyados por algunos de los referentes más notorios del movimiento de los chalecos amarillos. Las consignas eran más o menos las mismas que las de la NUPES, pero los sindicatos prefirieron marchar por separado. «Hay todavía desconfianza entre gente que debería estar junta, temor en los movimientos sociales a que los partidos políticos los “recuperen” o los copen», reconoció un dirigente de Europa Ecología-Los Verdes, un partido integrado a la NUPES.

Las manifestaciones no fueron tan masivas como se esperaba, pero tampoco nada despreciables en el contexto actual, de desmovilización social general en Europa. Donde más se sintieron los paros fue en los sectores de energía (los trabajadores de las refinerías se vienen movilizando desde fines de setiembre y en algunas ciudades el combustible escasea) y en el transporte, sobre todo en el sector ferroviario. La represión, como es habitual en Francia, fue bastante brutal. «Hay una relación entre la brutalización social del país y su brutalización institucional y democrática», comentó Mélenchon, refiriéndose tanto a la actitud de la Policía como a la del gobierno, que tiene en su gestión reflejos cada vez más autoritarios. Dijo también que, a pesar de las divisiones, por primera vez en muchos años está en gestación un «frente popular» que a mediano plazo está «llamado a gobernar Francia en un sentido de ruptura con el actual estado de cosas y con la tendencia claramente dominante en Europa».

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En España no hay un gobierno de ruptura. Hay sí un gobierno de coalición progresista, en el que es claramente hegemónico su sector más moderado, encarnado por el PSOE. Pero, de tanto en tanto, Unidas Podemos logra colar alguna medida que en, en cierta manera, lo vuelca algo más a la izquierda. Fue el caso, bien reciente, al aprobarse un impuesto a las grandes fortunas (en la península se lo llamó «de solidaridad») que estaba previsto –en general, sin determinar montos– en los acuerdos de coalición, pero al que el PSOE se resistía hasta ahora con uñas y dientes (como se sigue resistiendo todavía a otras medidas acordadas, entre ellas, la regulación del mercado de alquileres y la eliminación de una ley de censura conocida como «ley mordaza»).

La intención de Unidas Podemos era que el impuesto se aplicara de manera progresiva a quienes ganaran más de 1 millón de euros al año. La idea era ir «hacia una salida de crisis opuesta a la que prevaleció tras la crisis financiera de 2008, utilizando los resortes del Estado para proteger a los trabajadores» y «apostando por reforzar de cara al futuro los servicios públicos, el único cordón de seguridad para los más débiles». El impuesto de solidaridad adoptado abarcará finalmente a quienes ganen más de 3 millones de euros anuales y estará vigente solo en 2023 y 2024. Tendrá tres tramos: «Tributarán al 1,7 por ciento los patrimonios de entre 3 y 5 millones de euros; al 2 por ciento quienes tengan entre 5 y 10 millones, y para patrimonios de más de 10 millones será un 3,5 por ciento» (Público, 29-IX-22). Deberían pagarlo en total unas 23 mil personas y permitiría recaudar unos 1.500 millones de euros al año.

Por otro lado, la tributación de las rentas del capital de entre 200 mil y 300 mil euros pasa de 27 a 28 por ciento, captando unos 200 millones de euros suplementarios. En la punta contraria, quienes ganen menos de 18 mil euros al año se ahorrarán unos 800 euros por concepto de IRPF (impuesto a las rentas de las personas físicas), que comenzará a pagarse recién cuando se gane un mínimo de 15 mil euros anuales. El diseño del sistema impide, además, que comunidades autónomas, como la de Madrid, gobernada de manera ortodoxamente neoliberal por el Partido Popular, logren que los superricos locales paguen globalmente menos impuestos. Unidas Podemos no renuncia a una «reforma fiscal estructural que equilibre definitivamente la balanza fiscal para que los ricos paguen lo que les corresponde», según dijo la secretaria general de Podemos, Ione Belarra. Pero la correlación de fuerzas en el gobierno no la favorece.

Exit

Duró apenas 45 días, un récord. «No puedo cumplir con el mandato para el que fui elegida por el Partido Conservador», dijo la primera ministra británica Liz Truss ayer, jueves, al anunciar su renuncia. Un día antes había afirmado que era «una luchadora» y que no abandonaría el barco. Pero sus ministros la fueron dejando.

Cuando sucedió a Boris Johnson al frente del Ejecutivo británico, Truss desembarcó con un programa económico calcado del que aplicó décadas atrás su admirada Margaret Thatcher. Uno de sus puntos era la disminución de los impuestos a los más ricos y a las grandes corporaciones, en el entendido de siempre: que son ellos los que tiran del carro de la economía. No se quedaba en chiquitas Truss: sus medidas suponían una renuncia fiscal de cerca de 70 mil millones de libras esterlinas. Pero en tiempos como los actuales en Europa, en los que los Estados no pueden no destinar dinero a compensar, aunque sea en parte, a quienes más están pagando por la crisis energética si quieren evitar una sublevación social, programas tan descarnadamente neoliberales son inviables. Y su programa también incluía un aumento igualmente monumental del gasto, que solo podía cubrir con un crecimiento astronómico de la deuda. A Truss las críticas le llovieron desde todos lados, incluso desde su Partido Conservador. Debió desandar rápidamente lo que ya había puesto a andar. Pero no bastó. Ahora los laboristas, que le llevan 30 puntos de ventaja a los conservadores en las encuestas, reclaman elecciones anticipadas, que los tories no están dispuestos a convocar.

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