Il-chul sale a paso ligero, seguro, y estrecha la mano con un vigor poco o nada usual entre los tímidos saludos de las mujeres coreanas. Enseguida mira al cielo y da la bienvenida con palabras apremiantes, que denuncian lo triste y feo que está el día. Rezonga, apretando el ceño, porque el otoño no le sienta bien. Y motivos no le faltan: desde hace días una molesta borrasca le gana al sol y hasta ha conseguido quitarle bravura a las montañas que rodean su casa, a las afueras de Seúl.
“Los zapatos fuera”, recuerda, por si acaso y en voz alta, al entrar a una sala circular, donde acostumbra a recibir a las visitas. Se acomoda en el sofá, acaricia su pañuelo rosa y toca, uno a uno, los anillos con piedras de colores que –según contaría– le regaló el mayor de sus hijos. La anfitriona, de casi 88 años, tiene un carácter tan desenvuelto y espontáneo que es capaz de desconcertar al propio traductor coreano. De hecho ella misma inicia la conversación, o retoma la que comenzó hace 16 años cuando llegó a este hogar para rehacer su vida. “Me arrojaron a un camión sin dar explicaciones. Mis hermanos corrieron, intentaron rescatarme, pero no lo consiguieron”, explica con la mirada severa.
“En mi pueblo estaban las mejores manzanas”, rememora haciendo un alto en el relato. En aquel camión del ejército marchó, continúa Il-chul, no sabe por cuánto tiempo ni por dónde. Sí recuerda que hubo otra parada en la que subieron a dos niñas más. “Ninguna hablaba, todas llorábamos.”
Su destino fue China, supo con el paso del tiempo, más precisamente las actuales Sunyang, Chanchung y Mudanjang. En esas localidades, hace más de 70 años, funcionaban tres de las llamadas “estaciones de confort”, como se conoce a los burdeles explotados por el ejército japonés que se expandieron en el Asia controlada a la sazón por el imperio nipón. En esos burdeles, durante dos años, día y noche, una jovencísima Il-chul fue forzada a mantener sexo con soldados y con oficiales, diez, veinte hasta treinta veces por día. Cuando fue raptada el sistema de “mujeres de confort” estaba en pleno apogeo. Era el año 1943.
Se estima que alrededor de 200 mil niñas y adolescentes, la mayoría de origen coreano, corrieron la misma suerte que esta superviviente, en los años previos y durante la Segunda Guerra Mundial. Casi sin excepción las elegidas eran campesinas pobres o muy pobres, todas vírgenes, capturadas a la fuerza o mediante un ardid, generalmente la promesa de una vida mejor. “Ofrecían trabajos en fábricas”, cuenta Il-chul. El circuito de burdeles abarcó los territorios asiáticos ocupados, desde Corea a China, de Indonesia a Filipinas, donde se implantó este régimen de esclavitud sexual minuciosamente estipulado, del que sólo pudieron librarse aquellas que cayeron enfermas.
En medio del relato Il-chul abandona el sofá con el mismo ímpetu con que habla, y sale al patio de la Casa del Acompañamiento, como se llama el hogar donde vive desde el año 2000 y que fuera habilitado por una congregación budista para dar abrigo a diez halmoni (abuela, en coreano), víctimas de aquel sistema. Camina deprisa lanzando más rezongos al cielo, y burlando la llovizna, se detiene en el centro del lugar. Allí, solemnemente, fueron colocados los bustos de bronce que recuerdan a sus compañeras ya fallecidas. Las contempla durante unos segundos y pide una foto junto a la imagen de Hak-soon Kim, la más admirada de todo el grupo. “Se murió sin el pedido de perdón de Japón, y así nos moriremos todas”, dice.
Esa mujer, Hak-soon Kim, cambió el curso de esta historia cuando rompió el silencio y dio cuenta de lo que le había ocurrido a ella y a cientos de miles de mujeres esclavas sexuales. Habló en 1991. Por sus palabras se conocieron las violaciones sistemáticas, las torturas físicas y psicológicas y el calvario de las enfermedades venéreas. Contra todo pronóstico, en público y con 66 años, lo explicó con una determinación hasta entonces desconocida y repelida en una sociedad patriarcal y conservadora como la coreana. De hecho, el obligado y naturalizado mutismo había conseguido que muchas de las víctimas murieran lejos de su tierra, con nuevas familias o sin ellas, intentando probablemente el olvido imposible.
El testimonio de Hak-soon alteró para siempre aquellos esquemas atávicos, dio coraje a otras víctimas, y también provocó un tembladeral diplomático entre Corea del Sur y Japón. Ese primer testimonio significó además un envión para la labor del recién creado Consejo Coreano, una agrupación de 37 organizaciones sociales que exigía a Japón la asunción de su responsabilidad por el caso de las esclavas sexuales. “Se trató de un negocio en manos privadas”, había dicho en ese mismo año Tsutao Shimizu, funcionario del gobierno japonés, cuando Shoji Motoka, miembro del partido socialista nipón, pidió la formación de una comisión para investigar los hechos.
En 1991, ese año clave, Il-chul vivía en Jilin (China), adonde había llegado enferma de fiebre amarilla tras la derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial. Allí se curó y aprendió el oficio de enfermera. Años más tarde se casó, tuvo tres hijos. Nunca supo de su familia, de sus padres o hermanos, y anduvo con el miedo y el silencio a cuestas hasta los albores de este siglo, cuando sumó su testimonio al de otras 238 mujeres identificadas. “Me gustaría no tener que hablar de esto, sigo sintiendo mucha vergüenza”, dice. “Lo hago por las próximas generaciones, para que conozcan la verdad. Porque lo que pasó fue atroz y no se puede volver a repetir en ninguna parte.”
Cuenta que comparte el recuerdo del horror de aquellos años con estudiantes coreanos y con los grupos de japoneses que la visitan, los que tras escucharla se arrodillan, lloran y le piden perdón. Asimismo la presencia de Il-chul ha sido una constante en las manifestaciones frente a la embajada de Japón en Seúl junto al resto de halmonis que desde 1992 se plantan allí para reclamar justicia. En esa explanada, cada miércoles, combaten con proclamas y discursos la idea aún extendida y persistente –aseguran– de que el abuso sexual es una consecuencia inevitable de la guerra.
Precisamente fue en ese primer año de protestas multitudinarias que el gobierno japonés reconoció la organización de esta amplia red de prostitución, pero negó el empleo de la fuerza. Lo negó pese a las evidencias aportadas por los testimonios de las víctimas, los documentos fotográficos y escritos, siguiendo la estela de impunidad que ha planeado sobre estos crímenes desde que el Tribunal Militar Internacional para el Lejano Oriente (Tokio, 1946-1948) decidiera no tenerlos en cuenta al juzgar a los oficiales japoneses. “Esperaban que nos muriéramos todas”, dice Il-chul. Pero morir no parece estar entre los planes de esta mujer. Tampoco encerrarse ni callarse.
Micrófono en mano, en Tokio, frente a una audiencia expectante y la desmesura de los flashes, Il-chul manifestó recientemente su rechazo al acuerdo alcanzado entre Japón y Corea del Sur, el 28 de diciembre de 2015, para zanjar el caso de las “mujeres de confort”, con las disculpas indirectas del premier japonés, Shinzo Abe, y el pago de una compensación a las víctimas surcoreanas. El acuerdo indignó a las 46 supervivientes identificadas, porque ninguna de ellas fue consultada durante el proceso de negociación ni recibió explicación alguna sobre lo que se acordaría. De ahí el repudio trasmitido por Il-chul en Japón. “¿Cómo pueden llegar a un acuerdo empujándonos a un lado? Estoy furiosa”, dijo.
Para el grupo de supervivientes surcoreanas, Japón ha eludido en esta ocasión –así como en el pasado– asumir su responsabilidad legal sobre los crímenes cometidos, por lo que en este documento no hay nada de “final e irreversible”, como pretende el gobierno de Corea del Sur. Aseguran que trabajarán para revocar este acuerdo de “diplomacia humillante” y para encontrar una resolución justa que tenga en cuenta a todas las víctimas del régimen de esclavitud sexual orquestado por Japón en la primera mitad del siglo XX.
Il-chul regresó a su casa sin haber concretado el cara a cara que buscaba con el primer ministro nipón, pero volvió con la certeza de que su presencia sigue levantando un vendaval por donde pasa. Con su testimonio cuestionó el precipitado optimismo con que la noticia del acuerdo dio la vuelta al mundo y volvió a recordar que no hay solución posible sin la participación de las víctimas. Il-chul está enojada porque el tiempo pasa y la vida se acorta irremediablemente. Por eso antes de decir adiós, avisa: “Para que no se vuelva a repetir, hay que seguir hablando”.