El día estaba soleado. Esto no fue una coincidencia favorable: pocos saben de las muchas consultas meteorológicas previas para elegir el día más apropiado, con la más alta probabilidad de sol, para que, finalmente, el rostro de Luis hoy se iluminara bellamente con la luz otoñal mientras esperaba su turno para ser vacunado. También pocos saben que esa espera estuvo programada para que los diez o 15 minutos que durara la escena esta fuera suficientemente probatoria del respeto del presidente del turno que le corresponde esperar como a cualquier otro ciudadano, así como de la paciencia para atender a la prensa, que se amontonaba para hacer la mejor pintura del momento. Incluso, no faltó alguien notoriamente desubicado que le preguntó: «Presidente, ¿usó la aplicación de Whatsapp para agendarse?». A lo que él respondió, con la cancha que lo caracteriza y amagando tomar el celular, sabiendo que el otro no se obstinaría en su desubicación: «¡Claro! ¿Te muestro?». Cuánta envidia causa Luis en muchos de sus oponentes, convencidos de que no supieron «comunicar» tan bien cuando estuvieron en su lugar.
Seguramente, el lector ya conoce el famoso cuadro de Diego Velázquez Las meninas e, incluso, ha tenido acceso a una parte de la ingente crítica que se ha escrito a propósito de la obra. En primer lugar, la de Michel Foucault, en su libro Las palabras y las cosas, que, sin dudas, es la de mayor vuelo filosófico. Pero, para los menos curiosos en arte o filosofía, recordemos brevemente de qué trata la obra: Velázquez retrata a la infanta Margarita rodeada de quienes se ocupan de ella (las meninas), pero también se autorretrata sosteniendo el pincel y mirándonos de frente a nosotros, los espectadores, apenas aceptamos la invitación de entrar en la tridimensionalidad del cuadro. El retrato supone que Velázquez está pintando a Felipe IV. Como prueba de ello, la imagen del monarca aparece difusa junto a la de su esposa, Mariana de Austria, en un espejo al fondo de la extraordinaria perspectiva del palacio y el poder en el siglo XVII. Es así como nosotros, los espectadores, estamos exactamente en el mismo lugar del rey.
Velázquez era pintor de corte, pero en esta oportunidad concibió una obra con otro vuelo (dicho sea de paso, destinada a poner en entredicho la profundidad «conceptual» como atributo del arte del siglo XX). El pintor está en una actitud pensativa enseñándonos el pincel, no para mostrarnos cómo pinta, sino para invitarnos a compartir una reflexión sobre la función que cumple y, por tanto, sobre la parte de poder que comparte con el rey. ¿Qué piensa Velázquez? El pensamiento es hijo de la contradicción. El pintor tiene un lugar en el «reparto», pero quiere ser otra cosa: quiere ser –en primer lugar– pintor de «buena pintura» y acaso de algo más profundo y difícil de comprender por medio de la reproducción mecánica de rostros, pliegues o piedras. Entonces, arma una escena en la que relega al rey y pone al público en su lugar. Su autorretrato es inseparable del pincel –su medio de producción– y de su mirada pensativa sobre la producción. Nos está diciendo que ha sabido ganarse la condecoración que ostenta, y, por lo tanto, la deuda es mutua: los pintores pintan y hacen propaganda política; un rey no es rey sin su retrato de rey.
Hoy Luis levantó la cabeza y la giró despreocupadamente, optando por el retrato que mejor favorece su imagen: el de estadista en el llano; no en el palacio ni en la función, sino en la calle. No pudo evitar el tic adolescente de sacarse el pelo de la cara que tanto le ha criticado su padre. Pero, para ser «uno más», no está mal que la pintura incluya un pequeño defecto.
Han pasado casi cuatro siglos desde Felipe IV y algunas cosas han cambiado, pero no tanto como quiere hacernos creer la apología del progreso y la técnica. Hoy se preparó con esmero el retrato de persona común que –a pesar de su abolengo– planta papas, le gustan los asados de obra y espera, como cualquiera, que le toque vacunarse, lo que confirma, con «hechos espontáneos», que es uno más de nosotros. Las cámaras y los micrófonos corrieron desesperadamente para la mejor pincelada. El tiempo de representación es siempre efímero y la obra puede llegar a su fin sin haber registrado el momento más sublime, aquel en el que Luis sonríe y dice lo que ya todos sabíamos que iba a decir, renovando, una vez más, el amor de sus seguidores, convencidos de que conocen realmente al presidente. A nadie le importa ya qué decretos firmó, cuánto ha depredado en tan poco tiempo los sistemas que lo han ayudado a sacar las castañas del fuego, cuánta investigación científica recortó ni cuánto clientelismo ha permitido en la salud pública. Esos no son los escenarios más adecuados para el retrato de un rey… ni de un presidente. Pero, como siempre, hay bastante más pintores de corte sumisos que reflexiones sobre la sumisión.
El sol se ha ido y en nuestra retina persiste Luis: el presidente refulge aún mientras la sombra de su actividad administrativa en los pasillos del palacio y en sus escritorios se difumina tanto como la imagen de Felipe IV en el espejo. Es que Velázquez, el rey y Luis están de acuerdo: lo verdaderamente importante somos nosotros, la mayoría. Pero también somos nosotros a quienes más nos cuesta creer esa enorme verdad detrás de tanta pompa, tanta imagen fabricada y tanto ocultamiento que realiza el poder sobre su verdadero proceder con las mayorías. Nos cuesta creer, en definitiva, porque, en realidad, aún no hemos logrado hacer eso que intuimos necesario: ocupar el lugar del rey para que ya no haya reyes.
Hoy se vacunó el presidente y las mediciones indican que la aprobación de su gestión sigue bien alta a nivel popular. Sin embargo, muchos seguiremos en el empeño de levantar la vista –como aún lo sigue haciendo Velázquez– preguntándonos sobre lo que hacemos y por qué. Las pruebas de lo necesario no radican sólo en que la injusticia siga tan parecida a sí misma con el paso del tiempo, sino –sobre todo– en la posibilidad de seguirla pensando.
1. Relato imaginado.