En el libro Improvisation, del difunto guitarrista Derek Bailey, encontramos la siguiente frase: «Obsesionado con sus genios y sus obras maestras atemporales, rehuyendo lo accidental y lo inesperado: el mundo de la música clásica ofrece un escenario improbable para la improvisación». Pero si entendemos la academia no solo como una institución, sino como una lógica que reproduce algo sistémico, podríamos decir que es el mundo en el que vivimos el que no ofrece espacio alguno para la improvisación: un mundo calculable, predecible, en el que se estimula la búsqueda de una seguridad claustrofóbica.
La palabra improvisación tiene dos acepciones supuestamente antagónicas. Por un lado, la que refiere a lo aleatorio, la experimentación, lo no terminado, lo impreciso, lo poco trabajado y que tiene poco valor; es decir, lo contrario a lo planificado, lo ya compuesto. Por otro lado, remite a la libertad en su sentido más positivo, esa que supone haber dejado atrás todo aquello que nos oprime y que, si la alcanzamos, nos convierte en una especie de espíritus flotantes que gritan: «¡Me he desecho de las cadenas de este mundo!». Ambas acepciones están erradas, porque la improvisación no refiere tanto a una cosa o la otra, sino a la línea que las divide. Es una forma de componer, de pensar, incluso de intentar vivir la vida cuestionando lo que se nos cruza, sobre todo en el espejo.
Cada tanto, aparecen en la música ejemplos que problematizan y llevan hasta el extremo los alcances del concepto. Es el caso de dos nuevos discos editados por el sello Relative Pitch Records: LOVE SONGS, de le violiniste estadounidense Gabby Fluke-Mogul (utilizo este pronombre porque se trata de una persona no binarie), y Trasluz, de la guitarrista andaluza Amidea Clotet. Se trata de trabajos en los que la improvisación es el núcleo de la música, pero ramifica sus propuestas hacia varias dimensiones.
LOVE SONGS contiene 17 pistas que rondan entre uno y cuatro minutos, cada una titulada como el disco mismo, agregando un I según la pista. Así, por ejemplo, la pista 7 se titula «LOVE SONG IIIIIII». Aunque fue grabado en estudio, tiene un sonido muy áspero y seco, algo que remite a aquellos viejos discos de músicas tradicionales y folclóricas que circulaban cuando el mundo aún no era tan global. En inglés, en lugar de violin, podríamos usar el término fiddle, nombre que se le da al instrumento en la música folclórica. La relación entre la estética de la improvisación y esa atmósfera folclórica no solo se desarrolla en el timbre, las melodías, la gestualidad y el fraseo: hay una tensión entre la estructura canción y otras formas menos habituales que genera un resultado bastante impredecible. Aunque se trate de improvisación porque la composición transita lo inesperado, siempre hay una noción de arco general: son varias canciones y a la vez una sola, desplegada en varias partes. Y si volvemos a los títulos, a medida que uno avanza pierde la posibilidad de distinguir visualmente entre las piezas: lo único que se lee es LOVE SONG, como si en la repetición se desvelara que, en el fondo, todas las músicas son una y cada I supone, simplemente, una marca del pasaje del tiempo, como cuando se cuentan los días para salir de la cárcel.
Por su parte, el abordaje en guitarra de Amidea Clotet nos remite al trabajo en piano que ha realizado la música experimental en las últimas décadas, principalmente cuando se tocan directamente las cuerdas del instrumento, incluso utilizando objetos. La diferencia es que, en el piano, al utilizar las cuerdas dentro del piano se atraviesa de forma inmediata la barrera de lo que consideramos normal o clásico, mientras que esta guitarrista lidia con algo, en sí, que parece no tener un adentro desde un punto de vista físico. Ella se propone ver a través de las cuerdas. Emplea un arco de violín, juega con los micrófonos del instrumento, usa las dos manos de manera independiente. Si pasamos a un plano mayor notamos que no hay melodías, pero sí existen sonidos cantables. Su discurso musical oscila entre un aire más tradicional –en el sentido de que es bastante directo y no cuenta con múltiples planos, aunque sí los hay a nivel material– y uno más rupturista. Amidea también juega entre líneas.
El sonido rústico y visceral de ambos discos nos brinda la noción de que estamos escuchando algo táctil, presente, vivo. La pregunta no debería ser tanto por qué esto es así, sino por qué no consideramos que el resto debería serlo: más allá de la apreciación subjetiva, cualquier música tradicional es tan material como esta. Tal vez es porque, como objeto sonoro, esta música parece no estar tan cargada de historia; nos llega primero como sonido y luego como concepto. Así, podemos sentir que no es música, que es necesario establecer un corte. Esta acepción continúa existiendo en la mayoría de la población por más que, de un tiempo a esta parte, circulen entre nosotros miles de piezas experimentales. De la misma manera que estos compositores develan la materialidad de la historia de la música, también muestran que, en términos sonoros, ya no existe ningún material virgen.
Tanto en la propuesta de Amidea como en la de Gabby parece haber una problematización de esas líneas divisorias, y claramente no tienen la intención de negar la historia que les precede, sino de buscar qué se esconde en aquello que damos por hecho. Son reinterpretaciones e intentos de ruptura, incluso de su historia más reciente, de sus rasgos personales. Ambos parecen encontrar un agujero que no es, estrictamente, una novedad: se arriesgan a desarmar la música, exploran la barrera entre lo longevo y lo contemporáneo, nos sitúan en un lugar indefinido que nos desestabiliza. Parecen decirnos que no hay nada, por raro que sea, que pueda escaparse de la cultura que lo precede: si la novedad fuera lo único esperable y deseable en este mundo, entonces no habría improvisación.
En una entrevista a Gabby, ele dice: «Soy queer, mi violín es queer, mi cuerpo es queer, la forma en la que toco siempre ha sido queer». Al charlar con Amidea, me contaba que ella es andaluza y que asume esa identidad, sobre todo por «la cosa cultural que se tiene aquí en España en contra de Andalucía». Son artistas que no dan por sentadas las definiciones que les asignaron al nacer, sino que eligen reivindicar tanto política como emocionalmente aquellas que les representan porque las han elegido a conciencia.
Si une músique queer es violiniste, ¿por qué su violinismo no sería queer? Si la identidad andaluza de una guitarrista está atravesada por la discriminación, ¿por qué su música no lo estaría? ¿Tiene sentido creer que existe una separación entre la vida y aquello que le da sentido? En el caso de estos discos, se trata de músicas que hablan de las vidas de Gabby y Amidea porque sus vidas hablan de sus músicas. Con estos discos, proponen una nueva forma de amar que se pueda ver a trasluz. Nos incitan a pensar en algo sumamente necesario en este momento histórico: un giro emocional radical en el que entendamos que poner el corazón no se trata de buscar una libertad simple, positiva, y mucho menos de ofrecer un trabajo poco riguroso y superficial. Lo que hacen es complejo y profundo, doloroso e interpelante. Se trata de romper con toda una lógica, de empezar a mostrar nuestra vulnerabilidad, de animarnos definitivamente a improvisar para poder decirnos: «No tengo ni idea de qué pasará… y eso es bueno».