A Franco lo conocí una tardecita cuando venía caminando con su tío Manuel y ambos se acercaron a saludarme. Chocamos los puños, como lo indica el protocolo, y el tío le dijo: «Decile: “Mucho gusto”». Después me dijo a mí: «Mirá los ojos que tiene». Y el niño me miró para que se los viera. Su estatura me parece un poco baja para sus ocho años, su cara es consistente con la descripción de «pequeño demonio» que su tío hizo un día que me habló de él y sus ojos, obviamente, son claros, de ahí que ya conozca el ritual de exhibirlos frente a los adultos para que se los elogien y, por eso mismo, sepa que tiene un capital ahí.
Franco volvió al barrio hace poco. Sus padres se separaron, por lo que alterna algunas noches con el padre y el tío, y otras con la madre. Una tarde lo vi desafiando el calor junto con dos amigos. Iban y venían. Después me enteré de que andaban con unas uvas que un comerciante de la zona les había regalado. Los tres estaban con camisetas de fútbol. Uno de ellos tenía un par de brillantes en las orejas, un corte de pelo (corto adelante y larguito atrás) y, sobre todo, una postura corporal que lo hacían una versión en pequeña escala de pibes más grandes que se ven por el barrio.
Semanas después Franco se estaba agarrando a golpes de puño con uno de sus amigos, pero no era un juego de manos de los que suelen hacer: se pegaban fuerte y se insultaban. Se habían formado dos bandos de niños, pero la pelea era entre Franco y Matías. Otros niños más grandes incentivaban a los combatientes. Un vecino los separó y ellos se quedaron insultándose mutuamente. Cuando el tío lo vino a buscar, Franco lloraba de bronca, estaba fuera de sí. Manuel le dijo que le pidiera disculpas al amigo, pero la respuesta fue: «A ese puto no le pido nada disculpas».
Luego lo llevó a la casa y el padre lo puso en penitencia. Franco seguía llorando. Más tarde el padre y el tío le hablaron, le dijeron que no se pueden pegar así entre amigos, que los otros pibes involucrados en la pelea ya estaban amigados y él seguía enojado, y que tampoco podía decir las cosas que le dijo al otro pibe. «Tu madre es una pastosa. Tu madre es una puta», le gritó a su contendiente una vez que los separaron. Para Manuel ese insulto es inaceptable. Además, la madre de Franco también consume pasta base y este lo sabe.
Tras un par de semanas de paz, una tarde volvieron las escaramuzas entre Franco y sus amigos. Iba caminando con Manuel y pasaron los amigos por la acera de enfrente. No hubo saludos. En cambio, Franco los miró de forma amenazante y les sostuvo la mirada. Luego Manuel me dijo que Franco heredó algo de él, porque a él también hay cosas que lo sacan. Cuando eso sucede, se transforma y pone cara de loco: «Como que pierdo la noción de todo y me doy contra lo que sea». En algunas actitudes de Franco, en su mirada, en su rostro, en su postura corporal había visto lo mismo.
En el momento Manuel lo disuadió de que hiciera eso y después de que los amigos se fueron le dijo que no podía andar por la calle desafiando y mirando a la gente de pesado. Ese mismo día, más tarde, estaban viendo el informativo y pasaron una noticia de maltratos en un hogar del INAU. Manuel aprovechó para decirle a Franco que si persistía en esa actitud de peleador, iba a terminar en un lugar así: «Si a tu edad hacés eso, de grande vas a matar a uno».
Tanto el padre como el tío saben bien que para estar en el barrio hay que hacerse respetar, y hacerse respetar requiere sostener la mirada, decir lo que hay que decir en el momento justo –incluso si es un insulto– y, por supuesto, pelear si es necesario. Pero todo eso debe ser dosificado: es bueno tener la capacidad de desplegarlo, pero hay que saber cuándo y cómo hacerlo; de lo contrario, todo ese capital se vuelve en contra. Ellos conocen varios casos así. La preocupación de ambos no es que el niño no tenga las agallas suficientes para hacerse respetar –eso también sería un grave problema y un motivo de preocupación–, sino que se pase de rosca, que ande por la calle desafiando a los demás y dispuesto a medirse con quien acepte el desafío.
En los últimos días me los he cruzado varias veces por el barrio, salvo cuando es muy tarde en la noche: el niño y su tío andan todo el día juntos. Manuel hace changas: hace mandados, corta el pasto, tira la basura; lo que sea. Una vez, cuando volvían de una changa por la que habían recibido un buen pago y les habían obsequiado comida y algunas cosas que estaban para tirar, Manuel le dijo a Franco: «Vos tenés que ser así, como yo». Se refería a que los vecinos lo saludan, conversan con él, le ofrecen trabajo, le regalan cosas. Desde su óptica, el niño tiene todo para que le vaya bien: es simpático y lindo, y la gente enseguida queda cautivada y le regala cosas.
El niño escucha, pero tengo la impresión de que su entorno familiar y algunas dinámicas del barrio le hacen contrapeso. Por eso Manuel lo observa todo el tiempo; incluso, lo mira desde lejos cuando anda con sus amigos. Tiene miedo no solo de que termine fumando pasta, sino también de que acabe preso por lastimar a alguien o de que lo lastimen a él. Entonces, intenta mostrarle una forma de ser que, además de sus ventajas, se disfruta: está bueno llevarse bien con los demás, ganarse el respeto y la confianza de la gente. Él ya tuvo su etapa de andar jugado. Sabe que no se termina bien, aunque sobrevivió para contarlo. Se ganó el respeto, y las heridas de su cuerpo son testigos de que está dispuesto a «darse contra lo que sea», pero aprendió que para ser respetado primero hay que respetar.
Una tarde me contó que habían ido a desayunar con el dinero de una changa: «El hijo de puta me pidió una coca y paleta. Le encanta la paleta». Me contó varias cosas que hicieron ese día y cómo Franco disfrutó. Con ejemplos me estaba diciendo que es un pibe encantador, que a la gente le cae bien y que si se mantiene así, va a poder salir del lugar en el que está creciendo. Luego me dijo: «Ojalá que no cambie».