Guardiana de la esperanza - Brecha digital
Con Chabela Ramírez

Guardiana de la esperanza

Cantante desde que era adolescente, compositora, poeta, activista y militante, presidenta de la Casa de la Cultura Afrouruguaya: Chabela  es una de las mujeres que guardan la memoria más significativa de nuestro pueblo. Este domingo 17, en la Sala del Museo presenta, junto a Eduardo da Luz, el espectáculo de candombe Entre amigos.

—¿Cómo empezó tu recorrido musical?

—Me llamo Isabel Ramírez, me dicen Chabela, nací en el año 58 en este barrio, Palermo. Tocaba el piano [el de teclas, no el tambor] de gurisa, y empecé a acompañarme así, de bobera, y al final terminé cantando, aunque no estaba dentro de mis planes.

—¿Cuál es tu vínculo con Eduardo da Luz?

—Nos conocimos… fah, ya no me acuerdo ni en qué año. Yo activaba en ACSUN, que es la Asociación Cultural y Social Uruguay Negro, y Eduardo fue a actuar un día en plena dictadura. Ahí lo vimos actuar más de cerca, porque Eduardo actuaba desde que era niño. Después, cuando empecé a participar en el grupo Bantú, con Tomás Olivera Chirimini, ya arrancamos para acá y para allá como si nos hubiésemos conocido de toda la vida. Hemos creado, con el pasar del tiempo y de la vida, una hermandad. Aunque a veces peleamos y nos ataca el viejazo, eso tiene que ver con que hemos ido por caminos que no han sido fáciles. Nunca dejamos de ser amigos.

—¿Hace cuánto que no actuaban juntos?

—Hace muchos años. Hubo una época en la que hacíamos Carnaval juntos. Eduardo es una persona que siempre te dice «hice tal cosa, ¿qué te parece esto?, ¿qué te parece lo otro?». Y yo soy bastante crítica, soy de escorpio. Siempre conversamos de la música que tocábamos, de los temas a tratar, de los espectáculos y, bueno, con estos tiempos tan terribles que hemos estado viviendo, creí que era una buena oportunidad para actuar juntos.

—Eduardo es un referente del candombe.

—Mirá, referente es un término que está muy de moda en estos últimos años, pero hay algo en esa palabra que no me gusta. No sé bien explicar por qué.

—Capaz porque destaca la individualidad, en lugar de lo colectivo.

—Va por ahí. Yo soy muy colectiva, vivo en un bosque, no en un lugar lleno de árboles.

—¿Qué significa para vos tocar con él?

—Tenemos una comunicación especial, no precisamos mucho ensayo. Sí definimos tal tono y tal otro, pero a la hora de cantar y tocar hay algo implícito, tácito. Sabemos dónde está eso a lo que queremos llegar. Y sentimos esa emoción, porque nosotros todos, no solamente los amigos, sino todas las personas, somos un cúmulo de emociones, y por ahí vos volás, te lleva la música a diferentes lugares. Venimos de un proceso de andar con una guitarra para todos lados, hasta llegar a lo que pasa ahora, que las bandas son de 13, 14 personas. La llegada de otros músicos enriquece mucho, pero la esencia esa de voz, guitarra y tambor, eso no se rompe, siempre está ahí.

—¿Cómo evaluás lo sucedido alrededor de la pandemia en torno a la cultura afro?

—Ha mermado la posibilidad de crear. Porque estás angustiada, preocupada por otras cosas, por tu familia, por tus amigos, por la gente que está durmiendo en la calle o que está enferma. La vida de una deja de pasar por la música y pasa más por habitar la tristeza colectiva. Los negros –a los afrodescendientes visibles, me refiero– somos seres en los cuales la sociedad no confía, y las medidas sanitarias acentuaron eso. El otro día subí a un ómnibus, me puse el tapabocas y me vino tos por la alergia a las cositas esas de los árboles. Los que estaban al lado mío me querían matar, me miraban como a una asesina. Al final me bajé, porque no podía soportar la presión.

Los negros estamos en una situación continua de vulnerabilidad sociocultural, económica y política, entonces los resultados de la plandemia han sido terribles para nosotros. Hay mucha más gente negra en situación de violencia y en cárceles, y mucha más gente negra perseguida. No ha sido fácil. Pero también nos hemos fortalecido, porque frente a algunas cosas logramos mantenernos unidos. El colectivo es muy consciente de su situación, necesita sobrevivir. La unidad es fundamental.

—¿Qué papel cumple el candombe en la consolidación de esa unidad?

—Es la mejor herramienta, te lo puedo asegurar. Yo lo utilizo hace muchos años, imaginate, empecé a los 14, estuve en varios grupos. Afrogama, mi grupo de pertenencia, se creó en Mundo Afro, porque las mujeres en aquella época no teníamos la voz que tenemos ahora. Fue necesario cantar para ser escuchadas. Por eso yo no canto para agradar a nadie. Capaz que puede resultar antipático, pero no estoy buscando el aplauso. Y cuando era joven tampoco, aprovechaba para cantar lo que me parecía que había que cantar. Y así siempre, por eso nunca tuve ni premios, ni nada, ni me importan tampoco. Una tiene que hacer lo que tiene que hacer.

—¿Cómo ves hoy el papel de la mujer en el candombe?

—Somos granos de arena. Parte de una cadena de personas que necesitan decir. Y eso te lleva a asumir un compromiso. Hay una canción de cuando nosotras éramos muy jóvenes, que cantaba Alba Morena, una cantante que yo admiro y quiero profundamente, que decía: «Vivir la vida/ en su momento/ vivir el instante/ es mi ilusión/ estar de acuerdo/ con este mi mundo». Y yo escuchaba eso y me molestaba mucho. Yo, como tantas mujeres de mi edad, no estábamos de acuerdo con muchas cosas. Mi viejo nos decía, a mis hermanos y a mí, que no había que robar ni ser alcahuete. Y para mí decir que estaba de acuerdo con este mundo era ser alcahueta.

Mientras vas creciendo recibís informaciones que te conmocionan, porque, por un lado, te llega que tenés que ser como fulana, como mengana, tenés que ser como todas, menos como vos. Y, por otra parte, sos víctima de racismo permanente. En la escuela nos decían: «nuestra madre patria, España». Yo me miraba negra y pensaba: «Esa no es mi madre patria». Hablaba con mi mamá y ella me decía lo que podía. La maestra afirmaba: «Somos todos iguales», y no éramos todos iguales. También te mostraban a los niños africanos –te hablo de la década del 60–, muertos de hambre. Te decían que los negros eran todos salvajes y que Tarzán los salvaba. Y hablar de los indios era lo mismo que hablar de los negros: los salvajes más oscuros y los más claros. Se decía que los indios y los negros eran delincuentes, llegaba un momento en que tenías una mescolanza tan grande… Pero tuvimos que armarnos y superar el odio. Porque eso es muy importante. Si no superás el odio, no crecés.

—De las pocas artistas mujeres de Carnaval que fueron muy masivas y visibles –entre una inmensa mayoría de varones, en todas las categorías–, casi todas salieron del candombe: Martha Gularte, Rosa Luna, Lágrima Ríos.

—Con Lágrima yo tuve un vínculo muy lindo. Ella les daba muy para adelante a todas las mujeres cantantes. Cuando cumplió 80, fuimos a hacerle una serenata con las compañeras a la puerta de la casa. Para la sociedad era la dama del candombe y fue una figura que consiguió su popularidad con mucha dignidad, con mucho laburo, no solamente el de su voz, sino también el laburo social.

—Hay posiciones dentro del feminismo que evalúan el arte de las vedetes, del desnudo, como una cosificación del cuerpo, y otras lo pensamos como una forma de liberación. ¿Cuál es tu opinión?

—Nunca me habían hecho esa pregunta y me parece buenísima. En la época en la que Martha Gularte se hizo vedete, se trataba de defender lo afroamericano contra lo europeo, porque había venido una vedete francesa para recibir una condecoración o algo así, y aparece Martha Gularte con una ropa que ella misma se había hecho, con sus tambores, haciendo una danza afro, y la hizo a un costado a la francesa, y quedó ella siendo la representante de lo que era una vedete uruguaya. Fue innegable, nadie pudo sustraerse a esa nueva imagen. Antes se usaba mucho la languidez, la tez blanca, la flacura como formas de entender la belleza. Una imagen de belleza frágil, la mujer a la cual no se podían acercar porque la soplabas y se caía. Y Martha Gularte tenía una polenta bárbara, era muy «soy yo». Una mujer que había sufrido muchísimo, que había pasado cosas terribles.

Después, lo de Rosa fue increíble por su fuerza interior. Tenía una ternura tan grande… Vos veías aquel cuerpo grandísimo, y ella era una mujer tan simple y tan maravillosa. En el año 82 salí en Morenada, la comparsa del Barrio Sur. Era como meterme en la boca del lobo. Por ser de Palermo, las bailarinas no me prestaban sus cosméticos. Entonces Rosa Luna me dijo: «No te hagás problema, Chabela», y me daba sus pinturas. Ella pasaba de esas cosas, de la minucia, de la competencia. La veías sobre un escenario y era una bomba de temperamento, y en la vida cotidiana era una mujer de lo más tranquila. Cuando estábamos peleando, militando por algo, era la primera en aparecer. Una mujer con una coherencia, con un sentido de clase… Hay gente que se compra un auto y se cree que ya es clase media. Ella nunca olvidó de dónde venía.

—¿Y esa coherencia se ha perdido un poco?

—Si una tiene las cosas claras, estar desnuda no te complica. El problema no es tuyo, es de quien te ve, y si mostrás tu cuerpo porque te sentís fuerte, más allá de la belleza física, y estás dispuesta a que vean de vos lo que sos, está perfecto. Pero también hay un tema de roles. Las bailarinas, las tamborileras, las mamas viejas: todo corresponde a diferentes edades y fomenta algunas visiones que tiene la sociedad sobre las mujeres. Si sos tamborilera, enseguida te dicen machona, lesbiana, de todo, porque el tambor es un instrumento que, en América, fue una herramienta masculina. Mirá que yo soy pésima tocando el tambor, toco porque me gusta y porque en mi familia, como éramos la mayoría mujeres, mi tía Carmen cantaba y había que acompañarla, entonces tocábamos arriba de la mesa. Después, cuando tuve oportunidad de tener tambor –que no era mío, era de mi hermano varón–, nos acompañábamos cantando y tocando. Pero al tener en este patriarcado un lugar secundario, siempre lo que vas a hacer va a estar mal. Entonces, ¿vas a dejar de hacerlo porque para los demás esté mal?

Héctor Piastri

—Lo que importa es cómo te plantás, fortalecer ese lugar identitario y de autoestima.

—Lo malo es que las mujeres más jóvenes que van a hacer de vedetes, a cumplir con esa función, van desde el cuerpo. Se ponen tetas, colágeno y no sé cuánto más. Pero el envase no es el tema, no alcanza, nunca alcanza. La cosa es el alma. Rosa o Martha eran personas a las que la exposición no les quitaba ni les ponía. A mí me gusta que una vedete sea cantante, sea buena bailarina, pero, sobre todo, que sepa sobre su etnia. Así sea una comparsa hecha por todas personas que no son afro, todas eurocéntricas, hay que saber sobre la cultura afro. Ese es el grave problema que estamos teniendo desde hace mucho tiempo, y es que todo se trata del Carnaval, como si no hubiera nada más. La gente relaciona el candombe con el Carnaval, como si fuera el único espacio que el candombe tiene. Y no es así, para nada.

—Es al revés.

—Claro, el Carnaval es una vidriera que tuvo la colectividad negra para poder existir social y culturalmente, y tener un lugar de fortaleza. ¿Que se mantuvo, que fue cambiado, que fue distorsionado? Sí, también pasó. Y ahora no estamos en una situación de fortaleza como para poder decir «esto sí, esto no».

—Eso hay que construirlo entre todos, no es un problema solo de la colectividad negra.

—Es que el candombe uruguayo no debería olvidar que la comunidad negra lo creó como forma de liberación frente a la esclavitud. El candombe era ritual y es una herramienta que siempre ha servido. A veces la gente piensa que el candombe es «me siento a tomar algo, a juntarme con mis amigos y pasarla bien». Puede fortalecer tu amistad, pero no es que se trate de sentarse a tomar algo. Eso es fundamental y hay que transmitirlo.

—Volviendo al espectáculo con Eduardo, ¿cómo va a ser la formación?

—Se hizo una banda única, pero las cuerdas de tambores se mantuvieron las dos. La de Eduardo, que son Fernando Hurón Silva, Gabriel Ferreira y Maxi Petrone, y la cuerda de mi banda, que son Diego Paredes, mi hijo mayor, Leroy Pérez y Juancito Álvarez. Se juntan dos generaciones, es bien interesante, porque los míos son mucho más jóvenes. Y luego los músicos. Está Aníbal González, que es el director de esta formación que se hizo para este espectáculo.

—¿Y el repertorio?

—Vamos a estar con la guitarra recordando cosas, conversando. El otro día me encontré con una conocida en la calle y me dice: «Chabela, mirá que voy el domingo, ¿van a cantar “Las calles”, no?». Y le digo: «No, no la teníamos pensada, pero vamos a tener que incluirla». ¿De qué habla «Las calles»? La canción empieza: «Las calles de mi barrio Ansina/ las recorro yo…». Fue una cosa que yo hice con Concierto Lubolo en 1986, hacía poquito que habían tirado todo esto abajo [se refiere al Conventillo Ansina, en Palermo]. Yo no entendía por qué a las personas les gustaba tanto que cantara esa canción, pero, claro, lo mismo que yo expresaba con mi rabia y mi impotencia era lo que sentían otros que se habían tenido que ir del barrio.

Así que vamos a cantar algunas canciones que hicimos con Eduardo hace muchos años, algunos temas nuevos que él tiene y que yo tengo, y la idea es que se mezcle el sentimiento de pertenencia con la alegría y la satisfacción de bailar una música muy linda, con unos tambores que tocan fenómeno y con la energía que nos viene quedando a los que estamos más grandes de edad. Yo no niego la vejez, porque ya todos somos abuelos, y es otra etapa de la vida. Pero también tenemos que poder dar un canto de esperanza.

—Ay, sí, por favor. Eso también es el candombe.

—Claro, hoy más que nunca. Es un canto de esperanza y liberación.

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