España y Portugal han trasladado a América sus rivalidades y desconfianzas, alimentadas en su beneficio por Gran Bretaña y Estados Unidos. Por eso para comprender al vecino es preciso hurgar en los principales rasgos de su historia.
El “descubrimiento”, a fines del siglo XV, tiene como telón de fondo el hambre de metales preciosos, una deflación obstructora del comercio. Pero mientras España conquista imperios civilizados, abundantes en oro y mano de obra indígena extractora, Portugal ocupa inicialmente regiones costeras carentes de ese metal y habitadas por etnias cuyo grado de desarrollo las vuelve inutilizables como mano de obra. Tras décadas de exclusiva extracción del palo brasil, la colonización efectiva comienza con la explotación del azúcar, entre mediados de los siglos XVI y XVII. Y para el cultivo y la industrialización se importan esclavos africanos, civilizados o no. La explotación es brutal, y en la producción apenas viven de cinco a diez años. El odio, la violencia, el racismo son los resultados. Antes de la insurrección de Túpac Amaru (1780) y de la revolución de los esclavos haitianos (1791-1804), Brasil es sacudido por los “quilombos”, origen de la “República de Palmares”, ahogada a sangre y fuego (1695) después de que los esclavos refugiados en las selvas derrotaran a 40 expediciones represoras a lo largo del siglo XVII. El negro y el mulato son desde entonces despreciados y temidos. Es en ese sentido que una presidenta mulata es una “afrenta” a las clases dominantes.
Entre 1700 y 1760 se descubren ricos yacimientos auríferos en el interior, y diamantes. La mano de obra también es de esclavos negros. Mas la economía minera depende de los abastecimientos, traídos principalmente desde Bahía, Rio de Janeiro y San Pablo, para quienes trabajan en las minas. La minería ayuda a la integración, a conformar la nación, a ampliar el mercado interno, un proceso diferente al de las colonias y repúblicas hispanoamericanas basadas en producciones competitivas, sin necesidad de vínculos entre sí. Brasil –separado en capitanías generales– se unifica, traslada su capital de Bahía (1549) a Rio de Janeiro (1720) y se convierte en virreinato.
Portugal es aliado de Inglaterra (y de Gran Bretaña desde su creación en 1707) para enfrentar al imperio holandés, ocupante de un tercio del Brasil colonizado (1630-1654) en el nordeste, hasta su expulsión. Pero acaba subordinado a su aliada. Y en la guerra entre Gran Bretaña y Francia, bajo Napoleón, su corte es trasladada por navíos británicos a Rio de Janeiro, convertida en capital del reino hasta que –sin el pueblo–, fruto de los movimientos cortesanos, Brasil se independiza (1822) y se crea el imperio.
La mentalidad expansionista portuguesa la hereda su colonia sudamericana. El Tratado de Tordesillas (1494) dejaba a Portugal un tercio del actual Brasil. En la colonia se suceden guerras, con victorias españolas en los campos de batalla y portuguesas en las mesas de negociaciones. Y el Brasil independiente, “sin disparar un solo tiro”, como se jacta el canciller barón de Rio Branco (1909-1912), se anexa 900 mil quilómetros cuadrados. Entre otros, de Uruguay, el Rincón de Artigas, el de Santa Victoria, la Isla Brasileña, y el Trapecio de Bagé.
En el siglo XX es imprescindible valorar dos fenómenos. Desde la Primera Guerra Mundial y la posguerra Brasil crece industrialmente. San Pablo concentra un tercio de las industrias, seguido por Río Grande del Sur. El proletariado se multiplica. Años después, el proceso de acumulación capitalista de los sesenta, a través de masivas inversiones de empresas trasnacionales (Etn), exacerba la lucha de clases y también la lucha de sectores burgueses reticentes a la subordinación. Con las fuerzas armadas oficiando como el partido de las Etn y la doctrina de la seguridad nacional, los golpistas son la avanzada expoliadora de Estados Unidos e inician los procesos de fascistización en el Cono Sur.
En suma, son características del Brasil guiado por sus clases dominantes con su pensamiento reaccionario, racista, misógino, descalificador de sus vecinos, en pos de grandeza “imperial” y listo a aliarse con Estados Unidos.
La política exterior. Durante el siglo XIX Brasil ocupa y amplía sus territorios, es victimario de la guerra contra Paraguay (1865-1870), no asiste al Congreso de Panamá convocado por Bolívar (1826) pero sí a la Primera Conferencia Panamericana de Washington (1889), y adhiere a la llamada doctrina Monroe. Si durante el imperio (1822-1889) privilegia a los británicos, desde la república privilegia su relación con Estados Unidos, principal importador de sus productos. Y busca un condominio con él, por el cual controlaría América del Sur.
Esa orientación sirve a Washington. Nicholas Spykman (Estados Unidos frente al mundo, 1942), teórico de su país, estima crucial para su hegemonía mantener divididos a Brasil y a Argentina. Los intentos nacionalistas por gestar un núcleo regional, el Abc (Argentina, Brasil, Chile), se frustran tras la caída de Perón y el suicidio de Getúlio Vargas.
Sin embargo, las relaciones Brasil-Argentina se modifican en los ochenta, debido a redefiniciones estratégicas impulsadas por el Fmi y el Banco Mundial, una vez terminada la Guerra Fría. De allí nacen el Mercosur y sus tratados, incorporando a Paraguay y Uruguay. Pero con los gobiernos de Lula y Néstor Kirchner hay un giro, evidente en el “Consenso de Buenos Aires” (2003), catalogado de “populismo radical” por el comandante James Hill, jefe del Comando Sur estadounidense, ya que prioriza “los intereses de los países pobres frente a las obligaciones económicas y democráticas internacionales de esos estados.”
El “progresismo” de Brasil posee luces y sombras. Lo positivo es una actitud respetuosa hacia sus vecinos y firme con Estados Unidos. Lo negativo es la búsqueda de un “capitalismo sano”, una entente entre las clases y sectores populares con sectores de la burguesía (como otros progresismos), lo que impide un proceso revolucionario y facilita la restauración conservadora. Tampoco acepta la ciudadanía sudamericana, la supranacionalidad, como propuso el venezolano Hugo Chávez. En última instancia, ha evitado afectar su autonomía de acción, considerando a América del Sur como “su patio”.
De allí el juego pendular. Participa del Consejo de Defensa Sudamericano de la Unasur, es digna su actitud ante los derrocamientos de Manuel Zelaya, en Honduras, y de Fernando Lugo, en Paraguay, lo que le ha valido –según el antiguo analista de inteligencia estadounidense hoy refugiado en Rusia Edward Snowden– ser el país más espiado. Pero también en 2004 asume la jefatura de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (Minustah), contribuyendo a la represión de su pueblo. Y apuntala la acción de sus Etn, parte del fenómeno novedoso de la presencia explotadora de trasnacionales en los países emergentes. De las 60 mayores “traslatinas”, 25 son brasileñas.1
Cuando ahora la Federación de Industrias del estado de San Pablo apoya el golpe del Congreso de las tres B (Biblia, bala y buey) contra Dilma Rousseff, no sorprende que el canciller José Serra esté contra el Mercosur y busque todo tipo de tratados de libre comercio. Sepamos que el poder reaccionario es proimperialista. Y nosotros dejemos de tener una política exterior errática e ignorante de la historia y de la geopolítica.
- Leonardo Mejía, Geopolítica de la integración regional. El rol de Brasil, 2009.