Esos atropellos, ese silencio - Brecha digital
Con Ana Cofiño, sobre la situación en Guatemala

Esos atropellos, ese silencio

Rodeado de acusaciones de corrupción y vínculos con el narcotráfico, el gobierno refuerza su asfixia del aparato judicial y la represión de las organizaciones sociales. Además, quiere sancionar a quienes se atrevan a investigar el genocidio perpetrado por los militares.

«En Guatemala estamos en un momento en el que los tres poderes del Estado están siendo cooptados de una manera descarada por una extensa red de funcionarios y exfuncionarios corruptos, vinculados al tráfico de armas, de drogas, de personas, a las violaciones a los derechos humanos», dice Ana Cofiño, antropóloga, historiadora, fundadora de la revista feminista La Cuerda. Lo de «momento» hay que tomarlo en sentido relativo. Hace ya mucho que dura ese estado de situación. La propia Cofiño lo denunciaba en una entrevista anterior (véase «La ira en las entrañas del odio», Brecha, 11-XII-20). Y dura hace bastantes años. «Lo que pasa es que se va profundizando.» De gobierno en gobierno se va profundizando. «El copamiento del Estado por las elites no es precisamente nuevo en Guatemala. Es una estrategia de toma». Y, en tanto estrategia, es de largo aliento, progresiva. Cofiño dice que lo llamativo de ahora es el descaro, que cada vez hay más impunidad para cometer todo tipo de delitos y cada vez menos instituciones independientes y menos instancias de control. Los asesinatos «selectivos» de dirigentes sociales (campesinos, ambientalistas, sindicalistas) continúan años tras año, sin que nadie parezca inquietarse. El silencio de la comunidad internacional o de las instituciones regionales ante lo que sucede en Guatemala a Cofiño no la sorprende.

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En 2019 Guatemala fue el sexto país en el mundo con mayor número de homicidios de militantes ambientalistas. Colombia fue el primero. El mes pasado, 25 organizaciones sociales de los dos países presentaron ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos una solicitud de audiencia para denunciar el «continuum de violencia» de que son objeto «las personas defensoras de derechos al territorio, la tierra y el medioambiente». Dicen que los procesos de paz respectivos (lejano, el guatemalteco, reciente, el colombiano) no alteraron la situación, porque lejos estuvieron de alterar eso que comúnmente se llama el modelo de desarrollo, y que ese modelo, marcado por «la expansión sin precedentes de las actividades extractivas como la minería, la extracción de hidrocarburos, la agricultura a gran escala, los monocultivos y la deforestación», se impone muy a menudo por la coerción.

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La semana pasada Juan Francisco Sandoval, fiscal especial adscrito a la Fiscalía Especial contra la Impunidad fue destituido por la fiscal general, Consuelo Porras. Fue uno de los últimos episodios de la ofensiva contra quienes intentan poner diques de contención al «aparato de corruptos que es este Estado prebendario», dice Cofiño. En la madrugada del sábado 24, el hombre se fue de Guatemala. «Temía por mi vida», dijo. Sandoval fue respaldado por Jordán Rodas, procurador de derechos humanos. Rodas ha quedado como una de las pocas autoridades estatales independientes. La única plenamente confiable, insiste Cofiño.

A principios de junio la Fiscalía de Derechos Humanos imputó a 12 militares y policías retirados por un caso conocido como «Diario militar»: el secuestro y la desaparición de al menos 183 opositores entre 1983 y 1985, en el contexto de una guerra sucia que duró 36 años (de 1960 a 1996) y que, entre asesinatos y desapariciones, causó unas 245 mil muertes, más del 90 por ciento de ellas atribuidas por una comisión independiente a las Fuerzas Armadas y a los grupos paramilitares. Los 12 acusados (seis comparecerán ante los tribunales y el resto están internados en hospitales) eran parte de departamentos de inteligencia o contrainsurgencia del Estado.

Aunque resulten condenados, es muy poco probable que vayan a la cárcel. Está el antecedente del general Efraín Ríos Montt, bajo cuya dictadura, de 1982 a 1983, fueron asesinadas decenas de miles de personas y al menos 400 aldeas indígenas fueron totalmente arrasadas. En mayo de 2013 Ríos Montt fue condenado a 80 años de prisión por genocidio y otros delitos de lesa humanidad, pero la Corte Suprema anuló el proceso por un tecnicismo absurdo. En los tribunales, los sobrevivientes de las masacres ordenadas por el general evangelista habían relatado horrores de todo tipo.

Ríos Montt murió en 2018, a los 91 años, habiendo pasado apenas un tiempito en prisión domiciliaria (véase «Acabar hasta con la semilla», Brecha, 6-IV-18). El gobierno y los partidos que lo apoyan están promoviendo una ley de amnistía para los militares acusados de delitos de lesa humanidad. Pero no solo eso: el proyecto prevé incluso sanciones contra los jueces que abran causas por esos y otros delitos graves. «Cada vez hay en este país más impunidad para cometer cualquier clase de atropellos, desde el genocidio hasta los tráficos de drogas o de personas, los desfalcos, lo que sea», cuenta Cofiño. El presidente, Alejandro Giammattei, «se siente con las manos libres porque todo el aparato de Estado está cooptado por el crimen organizado. Y se da, por ejemplo, el lujo de condecorar a corruptos que están siendo investigados en otros países. Continuamente está provocando, y sabe que no corre riesgos».

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La pandemia ha dado para cualquier cosa. Y ha sido reveladora de la «enorme brecha social que existe en este país». Guatemala es uno de los países americanos con menor porcentaje de gente vacunada contra el covid-19: menos de 9 por ciento con dos dosis, según datos de fines de junio. Al ritmo actual, se tardaría nueve o diez años en vacunar a la población objetivo. Y el perfil de los vacunados es límpido: apenas el 16 por ciento son indígenas en un país en que más del 43 por ciento de sus casi 15 millones de habitantes se reconocen como tales.

«El plan de vacunación del gobierno es excluyente y discriminatorio», dijo en el Congreso la diputada y médica Lucrecia Hernández Mack, hija de Mirna Mack, una antropóloga asesinada en 1990 por un comando paramilitar. La diputada denunció, entre otras cosas, que la población debe agendarse en una plataforma digital cuando menos del 30 por ciento de los guatemaltecos accede a Internet, que los vacunatorios en el medio rural brillan por su ausencia, que las vacunas han llegado con cuentagotas y han sido distribuidas según criterios muy poco claros. Hay quienes viajan al exterior (a la frontera con México, a Estados Unidos) para vacunarse. Miami es más seguro que Chiapas. Menos riesgoso el viaje, más fácil vacunarse. También más caro bancarse la estadía hasta recibir el pinchazo. «Ahí también se ven las diferencias entre quienes se quedan y quienes pueden viajar, y entre quienes se van al exterior. Es un poco absurdo, de todas maneras, que se vacunen afuera, porque luego regresan y se encuentran con que acá el virus circula casi libremente. De las medidas de contención del gobierno mejor ni hablar», dice Cofiño.

Rodas pidió la renuncia de las autoridades de salud del país, comenzando por la ministra Amelia Flores, por el manejo global de la pandemia. A comienzos de julio Flores fue denunciada, además, por «peculado por sustracción» por un contrato leonino de compra de 16 millones de dosis de Sputnik V a un oscuro empresario ruso que apenas entregó unos pocos cientos de miles. La ministra habría «mordido» una coima, como otra coima habrían mordido las autoridades que toleraban el funcionamiento en el aeropuerto de Ciudad de Guatemala de un laboratorio ilegal que hacía pruebas truchas de detección del coronavirus a los viajeros llegados del exterior.

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Las organizaciones de la sociedad civil se sienten acorraladas. Una ley de oenegés autoriza al presidente a prohibir cualquier asociación de la que sospeche de «alterar el orden público» y prevé dispositivos para ahogarlas financieramente. Todos los recursos de amparo presentados contra esa norma fracasaron. A mediados de junio la Corte de Constitucionalidad falló que la ley de oenegés no violaba ningún derecho y le dio luz verde. «Era previsible. Hay muy pocos funcionarios en todo el Poder Judicial con voluntad de resistencia. A los jueces los contás con los dedos de una mano. Cuatro de ellos han tenido que recurrir a la fiscalía para protegerse, porque se les quiere quitar la inmunidad. Estamos ante un callejón sin salida, bajo ataque por todos los flancos. Los medios de comunicación independientes tampoco tienen margen, el acoso al que los someten desde arriba es tremendo», apunta Cofiño.

Ante la embestida contra las organizaciones sociales ha habido manifestaciones de protesta, señala, «pero no existe una opción de oposición clara». «El descontento es muy perceptible, pero no se pasa de allí. Es difícil explicar por qué se vota por esta gente, y domina en la sociedad el “sálvese quien pueda”. Una continúa sin embargo apostando a que resurjan las reservas de lucha, y la historia muestra que cuando los pueblos se hartan…»

El juicio a los represores guatemaltecos

Los crímenes del Diario Militar

Álvaro René Sosa Ramos ha vivido exiliado en Canadá desde 1984, año en el que logró escapar de sus torturadores. Hace 37 años este hombre fue detenido mientras caminaba por los Campos del Roosevelt, en la zona 11 de la capital guatemalteca. Le cubrieron el rostro, lo metieron a una panel (camioneta) blanca, lo llevaron a un sitio que no pudo identificar y durante una semana lo sometieron a interrogatorios acompañados de vejámenes.

Según su testimonio, lo desnudaron, lo colgaron de cabeza y le aplicaron choques eléctricos que iban acompañados de golpes en el rostro y el cuerpo con un palo de madera. En aquella fecha estaba en funcionamiento una elite paralela dentro del Estado Mayor Presidencial (EMP), que dirigía este tipo de violencias en contra de hombres, mujeres y niños a los que asociaba como aliados o miembros de la subversión.

Sosa Ramos declaró a los fiscales de la Unidad de Casos del Conflicto Armado Interno del Ministerio Público (MP) que durante su secuestro pudo ver a por lo menos tres personas en situación similar a la suya, y que después aparecieron asesinados. Uno de ellos fue Amancio Villatoro, un sindicalista cuyo cuerpo apareció entre los exhumados en el destacamento militar de Comalapa, en Chimaltenango. A él le tocó un destino diferente porque fingió que daría información de sus contactos. Era miembro de las Fuerzas Armadas Rebeldes, una de las organizaciones opositoras a los regímenes militares que operaban en aquella época.

Sosa Ramos logró escapar mientras lo trasladaban por la zona 9. En su angustia señaló a dos mujeres que caminaban por la zona. Mientras eran detenidas, él aprovechó para saltar del vehículo y entrar a una vivienda que resultó ser la sede de la embajada de Bélgica. Los segundos que le tomó llegar a la entrada de la casa fueron suficientes para que desde la calle le acertaran tres disparos, uno le perforó el hígado. El embajador lo protegió, lo llevó a un hospital y ayudó a que saliera del país bajo protección internacional.

Su relato encuentra sustento en documentos estatales como los del Archivo Histórico de la Policía Nacional y el Diario Militar. Este último es un documento que fue filtrado hace 22 años y expone las fichas de 183 personas que de 1982 a 1985 fueron vigiladas, detenidas, desaparecidas y asesinadas por integrantes de la estructura de inteligencia militar del EMP.

La ficha de Sosa Ramos incluye una fotografía, datos de su afiliación política y dos anotaciones a mano: el dato de que escapó a la embajada de Bélgica y el código Y-87 que aparece sobre su fotografía. El testimonio se ha sumado a otros, cada uno peor en la narración de hechos atroces, para someter a proceso penal a seis militares retirados que pertenecieron al EMP.

«¿DE QUÉ CONFLICTO ARMADO ESTAMOS HABLANDO?»

El caso se inició el 27 de mayo, con la detención de 11 hombres, todos adultos mayores, mientras uno más se entregó en la Torre de Tribunales. De los 12, solo seis asistieron a la audiencia de primera declaración, los demás tienen padecimientos de salud y se encuentran internados.

El miércoles 9 de junio, el juez Miguel Ángel Gálvez concluyó que la investigación de la fiscalía, con los testimonios, la información documental de los planes de inteligencia de los gobiernos militares, las referencias a instrumentos internacionales sobre derechos humanos y sucesos históricos que ya han sido juzgados (genocidio, Tres Erres, Molina Theissen, entre otros) daban lugar a abrir proceso penal en contra de los seis detenidos.

«Esto es una audiencia de primera declaración… no estoy afirmando (juzgando que hayan cometido los delitos, porque esto corresponde a un tribunal)», aclaró el juez en una argumentación que estuvo colmada de frases de reflexión. Al leer el relato de una niña que a los 9 años fue violada y amenazada para que diera información mientras a su hermano de 1 año le ponían una pistola en la boca, dijo: «¿De qué conflicto armado estamos hablando?».

Al referir el testimonio de una mujer a la que detuvieron ilegalmente para torturarla, violarla, y someterla durante dos años para que sirviera como informante, así como la narración de otros casos de secuestro, tortura y asesinato, el juez se mostraba cada vez más afectado. «Este tipo de esclavitud, hacer este tipo de cosas con una mujer… ¿Cómo no se va a acordar una mujer del rostro de quienes le quitaron la ropa y la violaron?».

Los acusados son Enrique Cifuentes de la Cruz, Edgar Corado Samayoa y Jacobo Esdras Salán Sánchez, por los delitos de desaparición forzada, asesinato y asesinato en grado de tentativa. Rone René Lara, por asesinato en grado de tentativa. José Daniel Monterroso Villagrán y Edgar Virginio de León Sigüenza, por desaparición forzada. Hechos cometidos en contra de 20 personas, Sosa Ramos entre ellos.

UN CASO PARA LA HISTORIA

La audiencia de Gálvez fue como una clase de historia de Guatemala, con un repaso apurado pero abarcador de los orígenes del conflicto hasta la firma de la paz. Para los investigadores del MP, el trabajo de recopilación de la información fue extenso. La fiscal Elena Sut señaló que solo ella destinó seis años de trabajo para desenredar la maraña e identificar cómo pensaba la inteligencia militar.

Después de muchas horas de trabajo, de revisión de información, de recopilación de testimonios, de lecturas, de búsqueda de datos en archivos históricos, armaron un expediente judicial capaz de sustentar que la inteligencia militar usaba un modelo de cascada para identificar a sus objetivos, a su enemigo.

La fiscal Sut dice que los militares no iban tras objetivos individuales, sino que operaban de forma estratégica. Tomaban a una persona, la secuestraban, la torturaban, la intimidaban y muchas veces la dejaban libre, pero bajo constante persecución para obligarla a colaborar. El objetivo era que las personas entregaran información relevante de la organización a la que pertenecían para atacarlos y debilitar su estructura.

Ahora inicia una nueva etapa del proceso para Sut y su equipo de trabajo. Deben aportar todas las pruebas y presentar una acusación formal para que el caso llegue a juicio. Esto con la presión de un grupo de diputados que busca aprobar una ley para que todos estos casos queden impunes.

Elsa Coronado

(Tomado de Plaza Pública. Brecha publica fragmentos.)

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