Esa señora chiquita, fácil de dibujar - Brecha digital

Esa señora chiquita, fácil de dibujar

Centenario de Luisa Cuesta.

Luisa Cuesta con Mercedes Filippini, en Maastricht, Holanda, 1985 / Foto: Luis Delgado

Cuando el voto verde no logró derogar la ley de caducidad, el impacto en Madres y Familiares fue profundo: un golpe directo al alma. Desde fines de 1986 hasta abril de 1989, las energías de la organización habían estado puestas en ese objetivo, que llevó a sus integrantes a atravesar un camino tan cargado de esperanza como de obstáculos. Los apoyos políticos a la causa fueron irregulares y controversiales –incluso dentro del Frente Amplio–; las madres, que golpearon puertas en cada ciudad y localidad del país, recibieron muchas veces respuestas condenatorias, porque sus hijos “algo habrían hecho” que motivara su desaparición; la Corte Electoral demoró un año en validar las firmas recolectadas; desde la campaña amarilla se instaló el miedo; el gobierno y los grandes medios censuraron el famoso spot de Sara Méndez; etcétera. El dolor por la derrota, el cansancio y la pregunta “¿qué más podemos hacer?” pusieron en duda la continuidad de Madres y Familiares como núcleo de lucha por la verdad y la justicia. En aquel otoño, muchos integrantes se fueron para no volver, otros necesitaron alejarse un tiempo para recomponerse, y algunas pocas madres se quedaron sin dudarlo. Si bien eran cuatro, se autodenominaban “las tres mosqueteras”.

En el libro Vivos los llevaron…,1 Hortensia Pereira –una de esas “mosqueteras”– recuerda que Luisa Cuesta fue quien encabezó la oposición más vehemente a la posibilidad de disolver el grupo tras el comprensible agotamiento: “Luisa fue la primera que saltó como un resorte, que salió y dijo que no, que ¡qué esperanza!”. Sostenía que la lucha debía continuar, sin bajar los brazos, aunque desde innumerables ámbitos de la sociedad se diera la causa por muerta, y se preguntaba “¿qué hacemos con el tema?, ¿cómo luchamos por los desaparecidos si cerramos la puerta?” si en definitiva eran ellas quienes encabezaban la búsqueda de sus familiares desaparecidos. “Y bueno, muchas compañeras quedamos. Y seguimos yendo, ahí al sótano”, recordaba Luisa en referencia al subsuelo de Serpaj, en Requena y Colonia, donde Madres y Familiares tenía su lugar de encuentro.

Otra de las “mosqueteras” fue Amalia González. Se conocieron con Luisa en 1984, en Buenos Aires, durante un congreso de la Federación Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de Detenidos-Desaparecidos, cuando Amalia integraba el grupo de Familiares de Desaparecidos en Uruguay y Luisa, la Asociación de Familiares de Uruguayos Desaparecidos. Alguien las presentó, y, en una circunstancia que se repetiría decenas de veces entre los familiares de desaparecidos en América Latina, se dieron cuenta de que si bien entre ellas no se conocían, cada una había conocido al hijo de la otra en sus casas, ya que los jóvenes habían sido amigos y compañeros de militancia. Para Luisa, el abrazo con Amalia representó “la única vez que se me rompió la coraza de no llorar”. Se ha dicho y escrito ya: las madres se habían prometido nunca llorar, para no mostrar debilidad ante la burla e insensibilidad de quienes podían tener información sobre sus hijos ausentes.

Pero ¿de dónde emergía la fortaleza para la búsqueda?, o ¿dónde encontrarla cuando los esfuerzos eran en vano y hasta humillantes? En el libro, Luisa recordaba un par de encuentros, ya exiliada en Argentina, con finales fallidos: el primero fue con Zelmar Michelini, quien tenía el contacto de un militar dispuesto a dar información a cambio de un pago. Tras juntar el dinero y reencontrarse con Zelmar, la noticia fue que el militar se había arrepentido y no abriría la boca. El segundo fue un encuentro con un capellán que ejercía en alguna dependencia de las Fuerzas Armadas Argentinas y que, en teoría, conocía el destino de los detenidos políticos en Buenos Aires. Luisa le contó que su hijo había desaparecido hacía ocho meses. “Eso no pasa en mi país, vaya a buscarlo al suyo…”, fue la respuesta. Nebio, el hijo de Luisa, fue detenido junto con su amigo de la infancia Winston, en febrero de 1976, mientras tomaban una cerveza en el bar Tala, cerca de la estación Belgrano C, en Capital Federal. Algunos testimonios no verificados han sugerido que hasta el año siguiente estuvo en Campo de Mayo. Desde entonces, la cantidad de información se ha acercado a nada. Luisa nunca bajó los brazos, hasta su muerte arrastró la idea de que Nebio podía aparecer, pero una situación le enseñó que, por pertenecer a un colectivo de tal horizontalidad en causa y estructura, debía abrazar la búsqueda del resto de los familiares como si fueran propios. En las manifestaciones, al principio era habitual que cada cual tomara el cartel con la foto de su familiar. Un día, Luisa no encontró el de Nebio, así que tomó otro. Alguien le avisó que una muchacha, bastante más joven que ella, tenía el de su hijo. Se le acercó, le preguntó si se lo podía cambiar, ya que era la madre. La muchacha se lo dio, claro, pero le dijo: “Nebio era mi amigo”. Luisa quedó helada, le dio pudor devolvérselo, pero fue el día que más le incomodó llevarlo en mano. Su conclusión fue que, si bien ella era la madre, había más gente que lo conocía y lo quería. Desde entonces, agarró cualquier cartel y, como recuerda Oscar Urtasun, quedaba contenta cuando veía a alguien sostener el de su hijo.

Luisa lamentó no haber conocido nunca el nombre de aquella muchacha, pero sí guardó para siempre los vínculos con otras amistades de Nebio de la década del 70, en su Mercedes natal. Algunos integran hoy la Comisión por Verdad y Justicia en Soriano, una de las más activas del país, y recuerdan a una Luisa obrera, empleada de un taller de chapa y pintura, sindicalizada y militante de la Asociación de Empleados y Obreros de Mercedes y del Plenario Intersindical; comprometida, de casa abierta para recibir hondas discusiones políticas. Más que “vamos a lo de Nebio”, los compañeros de militancia estudiantil de su hijo decían “vamos a lo de Luisa”. Y entre ellos, madre e hijo solos, discutían fuerte, “se tiraban varillazos”, pero con un respeto tal que solían llamarse “compañera Luisa” y “compañero Nebio”. A los jóvenes les recomendaba libros que les dieran herramientas para “salir al pueblo”, desde textos sobre sexualidad durante la China maoísta hasta otros sobre la lucha de la mujer frente al zarismo. En esa casa abierta confluyeron las discusiones juveniles con las de militantes sindicales de Utaa, asalariados agrícolas que durante las marchas cañeras encontraban en lo de Luisa un lugar de evaluación y descanso.

En la madrugada del 28 de junio de 1973, Luisa fue detenida. En percepción de los mercedarios, los arrestos operaron como “preparación sensitiva”. A sabiendas de la reacción que iba a tener el movimiento obrero, mucha gente fue detenida en el litoral en los días previos y una vez efectuado el golpe de Estado. En el caso de Luisa, además, había corrido el rumor de que se hacían reuniones políticas en su casa. Para corroborarlo, una vez en el Batallón número 5 de Infantería, la enfrentaron a un careo con alguien que aseguraba haber estado en su casa durante alguno de esos encuentros. Ella pidió que le quitaran la venda, ya que no podía ver a quien afirmaba tal cosa, y luego contó que, si aquellas reuniones realmente se habían hecho, ella nunca había participado. El acusador terminó aceptando que Luisa nunca había estado allí, por lo tanto podía no haber estado enterada. Desde entonces, algunos militares se convencieron de que Luisa tenía poder de hipnosis sobre los jóvenes detenidos. Tal vez por eso, aquella frase de un militar: “Usted es mucho más peligrosa de lo que cree”, algo que ella nunca terminó de entender.

El vínculo con la juventud fue su bandera, desde esas arduas discusiones con Nebio y sus compañeros hasta su profunda convicción sobre el pase de testimonio en las causas que rodean la memoria transformadora. Dentro de Madres y Familiares hubo niños que creyeron ser nietos de Luisa y no entendieron mucho cuando les explicaron que no lo eran. Hubo un tiempo, el más difícil de la organización, en que quienes más se acercaban eran jóvenes estudiantes que querían empaparse del tema. Es probable que esa señora chiquita, fácil de dibujar, fuese un llamador. Luisa Cuesta, esa mujer política de indomable voluntad.


1.   Vivos los llevaron… Historia de la lucha de Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos (1976-2005). Varios autores. Trilce, 2005.

Artículos relacionados