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El auge de los partidos ecologistas en Europa

Entre la radicalidad y el capitalismo verde

Por segunda vez en la historia y tras 16 años, Los Verdes volverán al gobierno de la primera economía europea, en momentos en que el cambio climático ocupa el centro del escenario político.

Los líderes de Die Grünen Annalena Baerbock y Robert Habek en Berlín, el 26 de setiembre Afp, David Gannon

Con el ingreso de Die Grünen (Los Verdes) al gobierno alemán, confirmado esta semana, los partidos ecologistas forman parte ya de los ejecutivos de cinco países europeos: a Alemania hay que sumarle Austria, Bélgica, Finlandia y Luxemburgo. En varios otros están en crecimiento constante desde hace varios años y parecen apuntar a convertirse, a corto o mediano plazo, en opción de gobierno.

Es el caso de Suiza, Irlanda y también Francia, donde Europa Ecología-Los Verdes (EELV) despunta como la primera formación no situada a la derecha en intención de voto, de cara a las elecciones generales de abril próximo. EELV gestiona, además, varias grandes ciudades francesas, entre ellas Lyon, la tercera del país, Burdeos o Estrasburgo. En las últimas elecciones al Parlamento Europeo, en 2019, los ecologistas fueron la gran sorpresa: rozaron las 70 bancas sobre un total de 705, 14 más que en 2014. Die Grünen fue entonces el partido con mayor respaldo en Alemania (superaron el 20 por ciento, duplicando su votación de 2014), mientras que EELV estuvo entre los más votados en Francia (13,4 por ciento) y la Liga Verde en Finlandia (16 por ciento). En el europarlamento, la gran mayoría de los diputados por partidos ecologistas (66 de los 69) forman parte del grupo Los Verdes-Alianza Libre Europea, pero hay otros tres (todos nórdicos) en el Grupo Confederal de la Izquierda Unitaria Europea, al que pertenecen los partidos de la llamada nueva izquierda. Casi un tercio del total de la representación ecologista en el parlamento de la Unión Europea (UE) (21 diputados) corresponde a los alemanes.

El auge de los partidos verdes está más bien circunscrito a la Europa rica, del norte y el centro. No hay ecologistas italianos o griegos en el Parlamento de la UE, los españoles son dos y por Portugal hay solo uno. En el este del continente estas organizaciones tienen una existencia marginal.

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Los Verdes alemanes están muy muy lejos de ser lo que eran cuando surgieron, allá por 1980, en medio de una Europa precaída del muro de Berlín en la que –según recuerda el investigador y militante sueco Andreas Malm, profesor de Ecología Humana en la Universidad de Lund– «había todavía una práctica revolucionaria viva» (Sin Permiso, 4-VIII-21). Die Grünen era asimilado por entonces a un grupo de extrema izquierda, y la Unión Demócrata Cristiana (CDU, por sus siglas en alemán), el partido que en los últimos tiempos lideró Angela Merkel, los llamaba «ecoterroristas» o «vándalos», y reclamaba su disolución. La ecología política era vista por aquellos verdes primigenios como «un componente esencial, pero un componente más, de un planteo global de transformación social profunda, anticapitalista y libertaria», según resumía Jutta Ditfurth, referente de los Grünen de fines de los ochenta.

El gran recentramiento del partido comenzó en la década posterior, cuando la batalla interna entre radicales y moderados (o entre «fundamentalistas» y «realistas», según el formulismo comunicacional de la época) se saldó claramente en favor de los segundos. Hoy ya no quedan «fundamentalistas» en filas verdes. Muchos de ellos se han refugiado en la militancia social; otros se han incorporado a Die Linke (La Izquierda), un partido poscomunista que tuvo su momento de auge, pero que hoy apenas representa el 5 por ciento del electorado.

Bajo hegemonía de los «pragmáticos», Los Verdes ingresaron por primera vez a un gobierno federal en 1998, en alianza con la socialdemocracia. Desde entonces, han apoyado intervenciones armadas en el extranjero, insistido sobre la necesidad de una consolidación de la alianza atlántica Europa-Estados Unidos, aceptado privatizaciones, políticas de recortes del gasto social y reducciones de impuestos a los más ricos. «Aparte de tener unas políticas sociales insuficientemente progresistas, están muy lejos de lo que deberían en la cuestión medioambiental», dice Malm, que ve como «bastante exacta» la definición que de este partido dio la revista Jacobin: «Neoliberales con bicicleta».

En los últimos diez años, Los Verdes han formado parte de coaliciones de gobierno en 11 de los 16 estados en que se divide Alemania y han establecido pactos no solo con el Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD, por sus siglas en alemán) o La Izquierda, sino también con la centroderecha. De hecho, tras las elecciones generales de setiembre pasado, en las que lograron casi el 15 por ciento de los votos (muy lejos de sus expectativas de convertirse en primera fuerza política, pero casi el doble de su resultado anterior), se los daba como integrantes seguros del gobierno que se formara en la primera potencia europea, hubiera sido este dirigido por la socialdemocracia o por la democracia cristiana de Angela Merkel. Finalmente, se decantaron por una alianza con SPD y liberales. Pero podría haber sido otra. «No somos de izquierda ni de derecha», repiten sus dirigentes.

«El ecologismo con pompón, que lava el sistema pero no lo cuestiona, no tiene nada de peligroso, ni siquiera de contestatario. Y no es que haya que infundir miedo porque sí, pero un signo de identidad de quienes quieran cambiar el mundo de bases es que los poderosos te tengan cierto temor. Hoy Los Verdes se integran muy bien incluso al engranaje del nuevo poder económico», dice Norbert Hackbush, que rompió con Los Verdes a comienzos de los dos mil para sumarse a Die Linke.

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Hamburgo, una ciudad-estado del norte del país en cuya administración Los Verdes han participado en varias ocasiones, es un ejemplo claro del modelo de gestión al que aspiran los ecologistas germanos, en el que «la economía y el ambiente se dan la mano y coexisten armoniosamente», según la fórmula de la exdiputada federal verde Anja Hajduk. La ciudad tiene el más alto porcentaje por quilómetro cuadrado de edificios inteligentes y «amigables con el ambiente», y es una de las más ricas de Alemania, pero es también una de las que presenta mayores índices de segregación social, pobreza y evasión fiscal.

A comienzos de la década pasada, en Hamburgo empezó a construirse (todavía no se terminó) un gigantesco barrio ultramoderno, la Hafen City, destinado a ser ocupado por oficinas de lujo y también por unos 12 mil habitantes fijos surgidos de las «clases creativas», según el proyecto que fue presentado por sus promotores (Le Monde Diplomatique, X-11). Las 155 hectáreas del «mayor emprendimiento urbanístico de Europa» fueron proyectadas con calles peatonales, bicisendas y áreas verdes por doquier, edificios levantados con materiales muy poco contaminantes y economizadores de energía, y una multitud de chiches eco. «Un falansterio para multimillonarios», lo definió Le Monde Diplomatique. Los Verdes se contaron entre los más entusiastas defensores del proyecto, muy cuestionado, por acelerar la gentrificación de la ciudad, por asociaciones barriales y organizaciones sociales locales. Se da la paradoja (o tal vez no tanto) de que Unilever, una de las corporaciones más denunciadas por sus prácticas ambientales (y antisindicales), instaló su sede en el corazón de Hafen City.

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Fue en Hamburgo que se alumbró, en 2008, la primera alianza de gobierno verdinegra, entre los ecologistas y la CDU. Cuando esa coalición se conformó, el diario Süddeutsche Zeitung comentó: «La fiebre verde se propaga a los sectores conservadores. Los empresarios y los ricos hacen ojitos a Los Verdes». La alianza marchó viento en popa, y verdes y negros se entendieron a la perfección –según reconoció Gregor Jaecke, el líder local de la CDU–, para adoptar, tras la crisis de 2008, un presupuesto que restringía el gasto social, recortaba los impuestos a los más ricos y reforzaba a la Policía. «Había que recuperar la confianza de los inversores, y los ecologistas lo comprendieron», agregaba el político conservador. «Ser verde es amar la vida y es un valor que compartimos. Nosotros en el sentido cristiano del respeto de la vida y ellos en el sentido más moderno del desarrollo sostenible.»

Los Verdes fueron parte también, en 2002, de un gobierno federal, esta vez dirigido por un socialdemócrata, Gerhard Schröder, que llevó a cabo un programa económico de reformas tan clásico que la derecha lo calificó de excesivamente duro. Desde hacía mucho tiempo atrás se sabía que entre socialdemócratas y liberales las diferencias eran de matices, pero de Los Verdes se esperaba, todavía, que pudieran inyectarle algún grado de «sensibilidad social» al gobierno. No sucedió. «Ese ni de derecha ni de izquierda los ha llevado a ser un partido más del sistema, al que aspiran, a lo sumo, a tintarlo de verde», machaca Hackbush.

Malm piensa que, incluso en el terreno del ambientalismo puro y duro, a Los Verdes alemanes puede llegar a pasarles lo que les pasó a sus pares suecos. «En Suecia hemos tenido a Los Verdes en el gobierno durante siete años. Cuando entraron en el gobierno sueco, tenían un apoyo del 12-13 por ciento en las elecciones. Su promesa estrella fue clausurar las minas de carbón que la compañía sueca Vattenfall poseía en Alemania oriental. Pero lo que hicieron fue vender esas minas a unos capitalistas de la República Checa. En vez de cerrarlas, de manera que no se extrajese ese carbón, las vendieron para que la extracción continuase. Desde entonces, su apoyo se ha desplomado en las encuestas de intención de voto y hoy se encuentra en torno al 4-5 por ciento. […] Si en Alemania se convierten en el partido bisagra, creo que habrá una desilusión por parte del movimiento ecologista y los votantes interesados en cuestiones medioambientales. Ya hay una tensión entre Los Verdes y los militantes contra el cambio climático. Los partidos verdes en Europa tienden a ser muy liberales, no anticapitalistas.»

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Al neoliberalismo con bicicleta de los verdes hamburgueses hay quienes no lo ven en definitiva tan lejano al neoliberalismo en auto eléctrico que defienden, por ejemplo, grandes empresarios como Elon Musk, el patrón de Tesla. Tesla «es el símbolo del ecologismo burgués, la idea de que los ricos salvarán la Tierra, si es que acaso quieren vivir en la Tierra, porque también están promoviendo la explotación espacial», ironiza Malm. No tienen punto de contacto alguno esas ideas con la ecología política, como no la tienen las pretendidas soluciones de Bill Gates al cambio climático, «que nos acercan más al desastre como humanidad» y acercan a los megarricos al megaenriquecimiento a corto plazo, dice el ecologista sueco. Pero hoy hay verdes que perciben a Musk y a Gates casi como compañeros de ruta. En una muy reciente entrevista (CTXT, 20-XI-21, por su versión en español), el veterano teórico marxista británico David Harvey comentó, quizás refiriéndose implícitamente a la moda verde, que «no existe una idea buena y moral de la que el capital no pueda apropiarse y convertir en algo horrendo».

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En Francia, el otro país clave de la Unión Europea, EELV va camino hacia una incipiente germanización, pero los «realistas» locales la tienen mucho más difícil que en Alemania. Yannick Jadot, un eurodiputado moderado al que la experiencia de Die Grünen seduce, que comparte con los alemanes la postura equidistante entre izquierda y derecha y que llegara a sonar como ministro de Medio Ambiente del presidente liberal Emmanuel Macron, ganó a fines de setiembre las internas verdes frente a Sandrine Rousseau, una economista ecofeminista proclive a buscar alianzas en la izquierda, sobre todo con partidos como Francia Insumisa.

«Jadot es un ecologista que no asusta, un ecologista de gobierno, un ecologista que sería fácil imaginar en Los Verdes alemanes de 2021», comentó tras las internas el diario español El País (1-X-21). Pero su triunfo fue estrechísimo (51 a 49 por ciento) y esa paridad es la que explicaría que, hacia los verdes franceses, la actitud de los partidos de centroderecha y derecha sea muy distinta a la contemplativa y casi acrítica que predomina entre esas fuerzas en Alemania respecto a Die Grünen, según señaló en un informe el portal Mediapart (2-V-21). Los ven, todavía, con resabios de «peligrosidad» que radicarían en el peso que conservan los allegados a Rousseau.

Thomas Portes, portavoz de Rousseau, destacó una de las diferencias fundamentales entre los dos dirigentes de EELV: «Sandrine quiere cambiar rápidamente el sistema. Considera que la ecología política radical y social que ella encarna no es compatible con la economía de mercado y el liberalismo. La ecología política representada por Yannick Jadot, en cambio, se ve como compatible con la economía de mercado» (Reporterre, 25-IX-21). A los partidarios de Jadot, preocupados por buscar amplísimos consensos para «salvar el planeta», los de Rousseau los ven como funcionales, a la larga, a cierto capitalismo verde. Noël Mamère, excandidato presidencial del partido, definió los límites del consensualismo: «Es cierto que hay que buscar acuerdos amplios, pero para salvar el planeta se necesita poner radicalmente en cuestión los intereses de algunos, y eso supone conflictividad. De lo contrario, se cae en el capitalismo verde, que es, al menos, inoperante».

Una de las debilidades de los verdes franceses, apuntaba Mediapart en su informe, es su «ultradependencia respecto a un sistema mediático dominado por grandes grupos que no tienen interés alguno en el proyecto de sobriedad igualitaria que los ecologistas promueven». El portal recordaba que mucho tiempo atrás «las fuerzas de transformación social surgidas del movimiento obrero dedicaron enormes esfuerzos a construir una contrasociedad, con sus propios diarios, sus propias escuelas de formación, sus propias instituciones culturales. Si hay un ecosistema que los ecologistas deberían crear, con herramientas contemporáneas, para resistir a la contraofensiva de la que son objeto, sería precisamente ese». Parece, por lo menos, fuera de su alcance.

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