Mientras que por estos lados parece que la vida va retomando su cauce, aflojando el rigor de la pandemia y el aislamiento, internacionalmente, la situación de Afganistán sacude la opinión pública y provoca una nueva crisis de personas desplazadas dentro y fuera de sus fronteras. Según informa el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, se trata ya del tercer flujo de personas en busca de refugio, después de Siria y Venezuela, y con la perspectiva de seguir en aumento. La posibilidad de que 150 personas de Afganistán lleguen a nuestro país en calidad de refugiadas, a partir de la articulación entre el gobierno, organismos internacionales y organizaciones religiosas, comienza a manejarse en la prensa. Lo que hace poco tiempo atrás parecían lejanos problemas de otros hoy resuena en nuestros oídos como algo próximo, de lo que también podemos ocuparnos. La nueva iniciativa nos pone frente a la responsabilidad de evaluar qué ha sucedido y pensar qué es necesario hacer para estar a la altura de las circunstancias.
Por un lado, el plan de reasentamiento de las familias sirias, iniciado durante el gobierno de José Mujica, junto con la recepción de seis prisioneros de Guantánamo, puso a la sociedad uruguaya a tono con un debate a nivel global sobre movilidad forzada y solidaridad internacional. Como en muchos otros contextos, expresiones de humanitarismo y caridad combinadas de forma complementaria y contradictoria con formulaciones nacionalistas y xenófobas afloraron a partir de la «irrupción» de estas personas en una rutina nacional poco acostumbrada a las diferencias. Por otro, el creciente ingreso de población latinoamericana de diversos países, entre la que se destaca la venezolana, puso nuevamente en agenda la idea de Uruguay como «un país de inmigrantes» y las narrativas del «país de brazos abiertos». Esto se combinó con la instrumentalización de la situación en Venezuela como la muestra del caos político, económico y social en la región provocado por la izquierda.
Ampliando el contexto, el creciente ingreso de migrantes de diferentes países de la región en el que se enmarca la población venezolana, sumado al aumento de las solicitudes de refugio de diversos y hasta ahora desconocidos orígenes, parecen colocar a Uruguay en un lugar privilegiado como receptor de población. Frente a diversas situaciones de emergencia humanitaria, crisis económica, catástrofes ambientales y demás dificultades en los países de emisión, tendemos a vernos a nosotros mismos como un país que ofrece garantías en términos del cumplimiento de los derechos humanos y oportunidades de desarrollo personal y familiar en materia laboral, educativa y social. Olvidamos, simultáneamente, que no hemos dejado de ser un país emisor de población nacional que migra por enfrentar situaciones muy similares a las que viven las personas de otros países que llegan al nuestro, y que no somos (ni hemos sido nunca) el país de brazos abiertos que imaginamos.
Es así que estos procesos, a pesar de ser muy diferentes en su conformación, trayectos e impacto, así como en términos numéricos y de cobertura por parte de los medios de comunicación, pueden ser analizados en conjunto desde la perspectiva planteada al comienzo: nos integran en dinámicas de movilidad regional y local y nos obligan a construir nuevas claves de análisis, así como a revisar algunas viejas ideas sobre quiénes somos los que estamos aquí y qué esperamos de los que llegan.
¿Cómo pararnos, entonces, frente a una nueva iniciativa de reasentamiento de personas refugiadas?
No es novedad para nadie que los procesos previos enfrentaron muchas dificultades en su implementación y ocasionaron diversas formas de violencia simbólica y material sobre sus destinatarios, además de un descontento generalizado de la población local. Con la ayuda de los medios y las declaraciones de gobernantes y analistas, la sociedad uruguaya interpreta las dificultades de inclusión que enfrenta la población migrante y refugiada como su propia responsabilidad y no como problemas en la formulación y la puesta en práctica de la política sobre movilidad humana en el país… Incompatibilidad cultural, trayectorias educativas y laborales inadecuadas, géneros, edades, dioses, lenguas, temples, comidas, vestimentas poco adecuadas se presentan como las razones del fracaso. Parecería que, así como llevamos el destino escrito en la palma de nuestras manos, es posible leer el éxito o el fracaso de los procesos de inclusión social de personas refugiadas o migrantes en sus manos, la textura de su piel, el grosor de sus dedos.
Esto se combina con una segunda clave de interpretación del poco éxito de los procesos previos: la falta de agradecimiento hacia Uruguay, su gobierno, sus ciudadanos, las oportunidades ofrecidas y, sobre todo, los recursos económicos. El dinero destinado a programas de reasentamiento, o cualquier otra iniciativa vinculada al acceso a derechos de personas que parecen tener menos derechos que los nacionales, es decir, migrantes y refugiadas, es leído, en el mejor de los casos, como un lujo que Uruguay no puede darse y, en el peor de los casos, como una irresponsabilidad o una forma de malgastar lo que nos pertenece. «Bancar refugiados», «premiar» otorgando una cédula de identidad. Imaginamos un país de brazos abiertos pero de bolsillos cerrados, en el que cualquier erogación (y es conveniente aclarar que las que hace nuestro país en ese sentido son mínimas) debe ser puesta en la balanza con lo que «se da» a los uruguayos.
«Que alguien se haga cargo, que a cambio Uruguay les otorga refugio», palabras más, palabras menos, expresa el actual presidente. «Que sean trabajadores, de los que tienen algo para aportar al país», expresa el anterior. La sociedad en su conjunto mira las manos de quienes dice acoger, lavándose las propias en relación con la responsabilidad que implica el refugio como instrumento para proteger sus derechos, no para satisfacer nuestras vanidades.
La protección del refugio y el reasentamiento en un tercer país solidario son parte del sistema internacional de derechos con el que el país está comprometido. Garantizar las condiciones económicas y sociales para que las personas accedan a este derecho y gocen de todos los demás en igualdad de condiciones que los nacionales es responsabilidad del Estado uruguayo, nunca una dádiva o una moneda de cambio. Que estos procesos se den dentro del respeto por las elecciones de vida y en el contexto familiar, cultural y religioso en el que esas elecciones y proyectos de vida son construidos es responsabilidad de todos y todas. Está en nuestras manos, y no en otras.