Es poco frecuente que un fiscal de condado abochorne a un país entero ante sí mismo y el mundo, pero el del condado Saint Louis (Missouri) Robert McCulloch logró la distinción esta semana cuando, tras una manipulación del sistema legal, fracasó en su misión y obtuvo que un jurado investigador, en un proceso secreto, no encausara al policía Darrel Wilson quien, en agosto, mató a balazos al delincuente juvenil Michael Brown.
A la muerte de Brown en la localidad de Ferguson siguieron disturbios que, en esta época de teléfonos con cámara y televisión perpetua, mostraron al planeta la militarización de las policías estadounidenses, y el persistente resentimiento racial en un país de demografía cambiante. Después de que McCulloch informó que el policía blanco no sería enjuiciado por haber matado al adolescente negro, los disturbios en Ferguson saltaron de nuevo a las pantallas, esta vez acompañados por protestas en decenas de ciudades.
Y Barack Obama, el primer mulato elegido presidente un siglo y medio después de terminada la guerra civil, pontificó acerca de que “este es un país de leyes, y los ciudadanos han de respetar las leyes”.
Por lo que se ha visto hasta ahora del procedimiento judicial en Missouri, McCulloch no violó ley alguna. Simplemente usó los medios a su disposición para impedir que un agente policial fuera enjuiciado y abdicó la función que le corresponde como fiscal público.
Un jurado investigador –mecanismo peculiar del sistema judicial de Estados Unidos– consta de ciudadanos convocados a ese servicio público por un período determinado. En el caso del condado Saint Louis, este jurado investigador lo componían nueve blancos y tres negros, reflejo exacto de la distribución racial del condado donde el 72 por ciento de la población es blanca (no hispana, como puntualiza el censo), y el 23 por ciento es negra. Pero Ferguson no es el condado. Es una ciudad dentro del condado donde las porciones se invierten: el 72 por ciento de la población es negra, el 23 por ciento es blanca. Y aun así, el 95 por ciento de los policías de Ferguson son blancos.
La hostilidad entre un cuerpo policial mayoritariamente blanco y una comunidad mayoritariamente negra es el trasfondo del conflicto latente en Ferguson y en otras comunidades del país.
La tarea del fiscal público es representar a la víctima de un supuesto crimen. Su misión es lograr la formulación de cargos que lleven a un juicio. McCulloch actuó de manera diferente: su oficina no formuló cargos contra Darrel Wilson, y de manera diligente instruyó a los miembros del jurado investigador sobre todos los argumentos legales que sustentan el uso de fuerza letal por parte de un agente policial si éste percibe que su vida corre riesgo.
Habitualmente, un jurado investigador no escucha al acusado. Habitualmente, también, la fiscalía formula los cargos, el sospechoso es detenido, prontuariado y queda en libertad bajo fianza a la espera de juicio. Pero como McCulloch no formuló cargos contra Wilson, el jurado investigador escuchó al policía como a decenas de testigos. En el proceso no hubo quien representara a la otra parte, el muerto que ya no habla.
De modo que, sí señor presidente Obama, este es un país de leyes, y el sistema legal operó dentro de sus prescripciones. Pero, una vez más, operó privando a la ciudadanía del mecanismo de un juicio, donde las pruebas hubiesen salido a la luz, y de donde hubiese salido, quizá, un veredicto de inocencia para Wilson que tampoco habría conformado a quienes denuncian el uso de fuerza policial excesiva. Pero un juicio es público, y el procedimiento del jurado investigador es tan secreto que ni siquiera se sabe cuántos de sus 12 miembros aprobaron la exculpación de Wilson.
El resultado para Obama fue una decepción, otra más, entre un sector de sus votantes que puso tantas esperanzas en el presidente elegido en 2008 y reelegido en 2012. Las multitudes que manifiestan esta semana desde Nueva York a Los Ángeles, desde Chicago a Miami incluyen miles de blancos, hispanos, asiáticos. En su mayoría jóvenes, los mismos que llevaron a Obama a la Casa Blanca.
AL FIN, AUNQUE UN POCO TARDE. Una semana atrás Obama anunció decretos bajo los cuales unos 5 millones de los más de 12 millones de inmigrantes indocumentados pueden acceder a documentos que les permitirán trabajar y estudiar, y que postergarán su deportación al menos por dos años más.
De inmediato el Partido Republicano, y en particular su ala extremista el Tea Party, denunciaron como “gesto monárquico” las medidas por decreto, que se han tornado necesarias por la falta de acción del Congreso.
En julio de 2013 el Senado –por entonces todavía con mayoría demócrata– aprobó un proyecto de ley de reforma del sistema inmigratorio que el mismo Obama encontró aceptable. Fue un proyecto elaborado de manera conjunta por demócratas y republicanos, y que varios senadores republicanos apoyaron.
En la Cámara de Representantes la situación fue diferente: la mayoría republicana, que tiembla ante las iras de la facción Tea Party, simplemente omitió elaborar su propio proyecto. En el proceso legislativo normal de Estados Unidos, la Cámara alta elabora y aprueba un proyecto de ley, la Cámara baja aprueba el suyo, y luego una comisión legislativa bicameral pule las diferencias. El producto final es aprobado en ambas cámaras y se envía al presidente para su promulgación.
Los republicanos en la Cámara baja no llegaron a ponerse de acuerdo en un proyecto, y mientras tanto millones de inmigrantes que trabajan, estudian, pagan impuestos, forman familias, operan negocios, contribuyen a las ciencias, las artes y la innovación tecnológica han seguido viviendo en una semiclandestinidad sin perspectivas de solución.
Son muchos los aspectos donde la falta de documentos legales perjudica a los inmigrantes. Los jóvenes que desean ir a la universidad deben pagar matrículas más altas, como si no fuesen residentes en el país donde viven. Los trabajadores están expuestos al robo de salarios, al pago de salarios por debajo de las normas, a despidos, a la privación del seguro médico y a otros abusos porque no pueden protestar. Centenares de miles de familias viven, día a día, el peligro de una separación por deportación.
Y Obama, que año a año de su gestión ha ido superando las cifras de deportaciones, al parecer reconoció, un poco tarde, que eso no aplacaría a los republicanos, y optó por la vía de los decretos. Ahora los republicanos amenazan con privar al Ejecutivo de los fondos para la aplicación de los decretos y, aun, con otro cierre del gobierno federal.
La decisión de Obama proporciona un alivio sólo temporario a los indocumentados, pero quizá haya sido un buen cálculo político. Millones de inmigrantes, en su mayoría jóvenes, se incorporarán a la “vida legal” en los próximos dos años y sus familiares y amigos que sí puedan votar se acordarán de ello en la elección presidencial de 2016: el Partido Demócrata abre una vía para la legalización definitiva y el Partido Republicano sigue en pataleta.
[notice]Pentágono sin timón
Chuck Hagel, un ex senador republicano, fue el primer soldado de tropa con experiencia de guerra, la de Vietnam, que llegó a ser secretario de Defensa, y el único republicano en el gabinete de Obama.
La tarea para la cual fue convocado era clara: la salida de las tropas estadounidenses de Afganistán y la gerencia del sistema militar –abultado en una década de guerras– para ajustarse a restricciones presupuestarias.
Pero por el camino se ha deteriorado la situación en Afganistán, y en Irak –donde la partida de las tropas de combate estadounidenses en 2011 dejó un régimen inestable– explotó la yihad del Estado Islámico (EI) que ha extendido sus matanzas tanto en Irak como en Siria. El embrollo de Oriente Medio, del cual Obama quiso apartarse, ha replanteado al presidente el viejo dilema: si Estados Unidos interviene medio mundo lo condena y el conflicto se agrava, y si no interviene el conflicto se agrava y medio mundo clama por una intervención estadounidense.
En estas circunstancias Hagel saltó del bote antes de que lo tiraran por la borda. Cualquier política militar requiere dos factores: el respaldo del Congreso y, al menos, la aceptación de parte de la mayoría de la ciudadanía. Y Obama ya no tiene la capacidad política para poner a ambos en línea.
Los republicanos se oponen a todo lo que haga y a todo lo que no haga Obama. La opinión pública estadounidense, que se horroriza por los degollamientos que el EI difunde por Internet, no tiene ganas de más guerras.
Hagel ha tenido que lidiar con el mismo inconveniente que sus dos predecesores, el demócrata Leon Panetta y el republicano Robert Gates: la constante intromisión de la Casa Blanca en el manejo del Pentágono, incluso a nivel de detalles de presupuesto y personal.
Hagel seguirá en el puesto hasta que el Senado confirme su sucesor, algo que quizá no ocurra hasta que se instale la nueva legislatura en enero. De hecho, Obama anunció la partida de Hagel sin decir quién podría sucederlo, y quien lo haga probablemente será un jefe del Pentágono sin mayores capacidades en la transición hacia el nuevo gobierno. Es posible que, para evitarse las audiencias de confirmación en el Senado, que darán a los republicanos otra oportunidad para la obstrucción, Obama deje al actual subsecretario de Defensa, Bob Work, al frente del boliche en el Pentágono como secretario interino.
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