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Embrujados

Afp, Candida NG

A Juan, por su magia

El 31 de octubre de 1968 unas decenas de mujeres hicieron caer una lluvia de embrujos, hechizos, maldiciones sobre la bolsa de Nueva York. Estaban organizadas en la recién nacida Conspiración Terrorista Internacional de las Mujeres del Infierno (cuya sigla en inglés es WITCH, ‹bruja›), un grupo que hasta 1970 multiplicó por todo Estados Unidos las acciones de este tipo. Los conjuros de aquella tarde de Halloween de hace 52 años –creer o reventar– funcionaron: al día siguiente, como por arte de magia, Wall Street cayó 13 puntos. «Se trataba de maldecir al capitalismo en uno de sus templos y fue efectivo», celebraron sonrientes las witches, que en la época confluían en las calles con manifestaciones contra la guerra de Vietnam, con los hippies, con los Panteras Negras, marcando al mismo tiempo su especificidad: eran feministas y reivindicaban su propio espacio en una escena contracultural en la que las mujeres debían abrirse camino empujando. La fotógrafa Bev Grant –que formaba parte del movimiento– captó con su lente, tal vez mejor que nadie, aquellas expresiones de teatro de guerrillas en las que se veía, por lo general, a veinte o treintañeras lanzando gualichos a señores de traje y corbata. Era una época, rememoró hace un tiempo Grant, en que había continuas irrupciones rebeldes que rompían con los moldes y en que el movimiento era la constante. Había también «razones para creer que podíamos cambiarle la cara al mundo, desembrujarlo. Nos sentíamos actrices, actores de ese cambio».

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Pero los hechizos de los aprendices de mago fueron impotentes frente al Avada Kedavra del Voldemort capitalista. Que ahí sigue, mutando y mutando, adaptándose con plasticidad bruja y subiendo la apuesta en la generación de formas cada vez más bestiales de explotación y de desposesión de los individuos.

La brujería capitalista se titula un libro editado 13 años atrás en Francia (y hace dos en versión española en Buenos Aires por Hekht Libros) que resiste muy bien el paso del tiempo. La filósofa Isabelle Stengers y el editor Philippe Pignarre se extienden allí sobre cómo el capitalismo ha sabido embrujar mentes y espíritus al punto tal de hacer pasar como «natural» un sistema basado en la depredación, la explotación, el horror multiplicado y cada vez más en la conversión acelerada del ciudadano en espectador de su propia debacle. Como los dementores de las novelas de Harry Potter, que chupaban el alma a sus víctimas hasta vaciarlas de cualquier recuerdo feliz y quitarles cualquier posibilidad de soñar con un mundo otro que no fuera el del reino de lo oscuro, el capitalismo, piensan Stengers y Pignarre, termina introyectando un «esto es lo que hay, valor» que se repite al infinito hasta sacarle las ganas por completo al individuo aislado, al espectador, de salir de alguna de sus pantallas. Termina generando también «alternativas infernales»: no voy a ser tan gil de protestar por el proyecto de UPM, aunque tenga algunas contras, si con eso ahuyento la inversión privada y pongo en peligro miles de puestos de trabajo; cómo voy a pedir más impuestos a los ricos, que es cierto que podrían hacer un esfuercito, si son ellos los que tiran del carro de la economía y no podemos darnos el lujo de desalentarlos; pero, che, no nos peleemos, marchemos codo con codo, ricos y pobres, que este virus nos iguala y estamos todos en el mismo barco de la vulnerabilidad humana, y, bueno, mejor levantar muros y resignar derechos que dejarse invadir por migrantes y covides.

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La eficacia del embrujo capitalista, dicen Stengers y Pignarre, pasa por su capacidad de obturar la posibilidad de pensarle alternativas incluso cuando se acumulan evidencias de que se está yendo, hoy más que nunca, derechito hacia el precipicio. Franco Berardi, setentón exmilitante de la Autonomía Obrera italiana, describe en sus «crónicas y meditaciones» –redactadas hace muy poco en el confinamiento boloñés y reunidas bajo el título de El umbral– las formas que va tomando esa debacle pautada por la pandemia. «El colapso abrió las puertas de nuestro mañana», escribe, y se imagina un futuro distópico de «guerra civil generalizada, opresión tecnototalitaria de marca china, violencia fascista de marca turca o húngara, demencia armada de marca estadounidense». El capitalismo en todas sus variantes. Lo seguro «es que cruzamos un umbral y que ya no hay normalidad a la que volver», dice. Y piensa que de la perspectiva de la extinción sólo se podrá salir a través de una nueva forma de revolución que apunte a «una igualdad económica radical, la libertad cultural, la lentitud de movimientos y la velocidad del pensamiento». Nada permite adivinarla en el horizonte. Berardi no habla de hechizos, pero sí de cegueras, de cegueras múltiples, y escenifica la complicidad de la socialdemocracia, de buena parte de la izquierda política, en la ausencia de alternativas.

Romper con el horror, no adaptarse a él, tampoco en sus formas «menos peores», proponen, por su lado, Stengers y Pignarre. Y apuntan a la generación de «contraembrujos» lo suficientemente fuertes como para que tengan un agarre en luchas concretas que saquen al individuo de la condición de mera víctima del sistema y que se aparten de la sola denuncia de los horrores o de los «excesos» del susodicho o de la sola crítica moralizante. Correrse del lugar en que se está, insisten, volviendo a aquella idea del filósofo Gilles Deleuze, que, cuando le preguntaron cómo definiría el ser de izquierda, respondió: «La izquierda necesita que la gente piense».

Uno se pone, entonces, a mirar para la comarca, para la aldea. Y ve cómo las pompitas de jabón se multiplican y crecen y crecen hasta convertirse en un magma baboso sin que asome la sombra de un contrahechizo.

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