Demasiado pronto, de golpe, y sabiendo en ardua lucidez que se moría, se fue Jorge Albistur, y con él muchos sentimos que también se despedía una forma de entender la literatura y la vocación por compartirla. Creía lo que ya pocos creen, que la literatura tiene algo para decir a todos los hombres, y tuvo la voluntad y el don para expandir esa fe.
Dedicó su vida a la literatura, siempre desde el lado del lector, sin que lo tentasen las incursiones tempranas o tardías en la creación que ensayaron otros colegas. En cambio, puede decirse que agotó las figuras y los oficios de la lectura: profesor, ensayista, crítico en la prensa, inspector docente, académico, prologuista, conferencista, tallerista. Formado en un Uruguay marcado ya por la acción del 45, reconoció como sus maestros a Domingo Bordoli y a Carlos Real de Azúa, y aunque vitalmente permaneció cercano a la zona de hegemonía del primero, partícipe de una identificación temperamental con el interior del país, y fue un “hombre de Banda Oriental”, ninguna de esas fidelidades aminoró su esencial universalismo. Albistur fue un especialista cabal en literatura española: cultor de Cervantes, tuvo una identificación íntima con la generación del 98 que se filtra en sus modos de ensayo y en sus preocupaciones. Pero supo compartir ese saber con el de la gran tradición occidental y con el interés por la literatura uruguaya, sobre las que escribió con frecuencia y constancia durante su vida. El fundamento de su saber fue deudor de esa acumulación.
“Releyendo los clásicos”, la célebre columna que escribió semanalmente en el suplemento de El Día después de que la dictadura lo destituyese, ha sido recordada por una pluralidad de voces en estos días de duelo. La unanimidad es justa; a la hora del balance, ese amor y conocimiento de los clásicos resulta lo que mejor lo define como intelectual y como hombre. El material noble de la gran literatura fue la mejor sustancia para una crítica que no renunciaba a las grandes preguntas existenciales. Comprometido con la izquierda y de ideales socialistas, Albistur no vio la literatura a través de la ideología ni se interesó por las lecturas historicistas o la crítica sociológica. En cambio podía auscultar a autores y personajes desde la intuición entrenada en la frecuentación de lo que los anglosajones llaman “literatura seria” sin perder la alegría ni el humor.
Escribo lejos de mi biblioteca, pero encuentro auxilio en una entrevista de Lucio Muniz que muestra la lógica de su mirada. Habla de Unamuno, de la vigencia de su problemática que “es la versión en español del existencialismo europeo”. Y ante una pregunta sobre el peso de lo religioso, da esta opinión osada: “Yo no sé si Unamuno era en realidad católico. Tengo mis dudas según el período de vida, porque cuando él escribió San Manuel Bueno, mártir, creo que ahí refleja su conflictiva personal. Trata de un sacerdote que no cree en Dios ni en la supervivencia del alma, y cuando dice misa y el texto de la misa lo obliga a hablar de eso, hace silencio y deja que diga la multitud. Yo creo que ese personaje es Unamuno, un hombre que luchó por tener fe, por creer en Dios, y que en realidad no creyó nunca en Dios, sino que actuó como si creyera”.
Es poco aconsejable promulgar este tipo de acercamiento crítico como un método, porque meramente no lo es, pero alcanza recordar lo que rinde la lectura intensa, extensa y reflexiva de la obra de un autor, de una generación, de una literatura. La resistente lozanía de Leyendo el Quijote, de 1968, da fe de ello.
Para nosotros, en Brecha, Albistur fue además un compañero querido que entraba a la redacción y pasaba del escritorio del director, entonces Guillermo González, su vecino en Piriápolis, al de la sección Cultura, donde retiraba y discutía de libros, al de administración, donde se quejaba con razón de la escuálida paga. Escribió entonces cientos de reseñas sobre cantidad de libros de toda laya. Aunque puedo recordar algunos encuentros venturosos, como su comentario a La muerte de Carlos Gardel, de Lobo Antunes, o su fascinado descubrimiento de Héctor Bianciotti, ya entonces sentía yo inapropiado que escribiese en demasiadas ocasiones sobre obras menores o que le eran ajenas. En ese tiempo él lo hacía profesionalmente, con la consabida probidad, pero sin ver o buscar más allá de la lectura del ejemplar. Creo que después de dejar los comentarios en Brecha para concentrarse en los talleres que lo requerían y entusiasmaban, también lo pensó él. Y la respuesta fue un libro: Grandes novelas del siglo XX, donde regresaba a la gran literatura de Joyce, Mann, Kafka, Faulkner, Musil, Hesse, Broch y Carpentier. Fui a la presentación del libro, Jorge estaba feliz. El hijo pródigo había vuelto a sus clásicos.