A Evlin Hinestroza la conocen como doña Culebra. Ella suelta una sonrisa timorata y no sabe explicar el porqué de ese mote. Su delgado cuerpo contrasta con la fuerza de la que es capaz a la hora de transportar tierra. A sus 56 años hace gala de un silencio que no tiene nada que ver con cuidados o desconfianzas, sino más bien con los recogimientos que ostentan los temperamentos místicos.
Basta con ver a Evlin ejercer la minería de oro, en la quebrada Melquiades, en Villa Estela, Bajo Calima, con esa circunspección deslumbrante en el punto más alto del calor en la ardua selva que, con el océano Pacífico encajado a unos 15 quilómetros de su lugar de trabajo, aprisiona la ciudad portuaria de Buenaventura.
Don Polo Panameño es su esposo. Tiene 78 años y trabaja al lado de doña Culebra en una mina de oro que los dos forjaron con el motor que son sus pulmones y las prodigiosas dragas que son sus manos, todos los días, de lunes a viernes, desde las 8 de la mañana hasta las 4 de la tarde. Ocho horas, ardientes, con un descanso de diez o 15 minutos para conversar, hidratarse y comer el pescado que fríen juntos todas las mañanas antes de salir a minar.
Los implementos de trabajo básicos son una pala, una batea y un pequeño recipiente de plástico con algunos balines o «guías del oro». La batea es una especie de bandeja circular amaderada de aproximadamente 50 centímetros de diámetro, con una leve depresión paracéntrica en la que, después de sobar y lavar la tierra durante 15 o 20 minutos, se obtienen los granitos de oro.
Marlenys Ramos, de 58 años, comparte la mina con doña Culebra y don Polo. A pesar de tener casi la misma edad, son sus tíos. Usa su batea para amasar tierra pálida como si fuera pan, y dice: «Donde hay balines, seguro hay oro». Se les llaman guías del oro porque ancestralmente el primer indicio de la proliferación bajo tierra de oro eran estos pedruscos que, aunque varían en formas y tamaños, tienden a teñirse de color café. Al ser tan minúsculo, el oro encontrado se pone en un recipiente con estas piedritas y algo de agua de la quebrada para resguardarlo de un posible extravío.
Un cuarto elemento, aunque más de protección, consiste en un tarrito con un insecticida blancuzco, llamado Lorsban, que se aplica en pequeñas cantidades en el espacio en el que se va a minar, y así asegurar que insectos, alacranes, serpientes y demás animales venenosos no se acerquen a las cárcavas de tierra, como a los contornos de la ciénaga que, naturalmente, forma la quebrada.
La mina, en medio del monte tropical, es un barranco de empinamiento moderado de unos 500 metros cuadrados, con una treintena de hoyos que no superan el metro de profundidad. El peligro de resbalar y lesionarse es alto y el centro médico más cercano se encuentra a una hora.
El suelo es ambarino y húmedo, sin llegar a ser barro. De estos hoyos extraen la tierra que es la que contiene el oro. Don Polo usa un balde, doña Culebra arrastra un costal y Marlenys pone la materia prima en su batea. Los pesos de cada arrume de tierra no cambian mucho y rondan la arroba. Cada uno hace el viaje 25, 30 veces en un día: suben a arañar el terreno y lo bajan a la ciénaga para lavarlo, retirar piedras, malezas y raíces hasta que, a partir de movimientos circulares, sincrónicos, casi que danzarios, sobre la madera van quedando los despojos de la tierra: una arenisca leve, negra, que llaman jagua, y, cada tanto, un brillo mínimo, como estrella distante en noche despejada. Un brillo que sonríe y atrae todos los rayos del sol se asoma y es separado, con respeto y sutileza, como el tesoro que es.
Presenciar la dinámica de extracción es como concentrarse en un feligrés que, arrodillado, eleva cien oraciones en un par de horas, acariciando con su fe cada balbuceo, cada imagen de redención, hasta que por fin recibe el milagro, la salvación y, alucinado, se pone de pie para reafirmar su esperanza.
Al ser una minería tan exacta y manual, no se necesita, la mayoría de las veces, usar escobilla, babosa u otras plantas silvestres que al ser maceradas con agua sueltan una baba que facilita la limpieza del oro o, como sucede en la minería a gran escala, generalmente ilegal, no se precisa mercurio ni ningún otro tipo de químico. De hecho, doña Culebra, don Polo y Marlenys aseguran nunca haber utilizado mercurio ni haber visto que alguien de la comunidad lo haya usado.
A menos de 10 quilómetros al sur de Villa Estela, transcurre, ermitaño, el amarillento y vertiginoso río Dagua, famoso porque entre 2009 y 2011, a la altura del municipio de Zaragoza, fue menoscabado y contaminado hasta más no poder por una fiebre del oro que duró el tiempo necesario para derrochar lo extraído, en su mayoría, por gentes de otras partes del país comandadas por operarios extranjeros. «Antes había más oro, ahora no se saca ni la mitad de lo que sacaban los abuelos», asegura don Polo.
Marlenys dice que toda su familia, desde tiempos antiguos, ha practicado la minería de oro, no solo como una forma de supervivencia y autodeterminación identitaria, sino también como un modelo de proyección patrimonial alrededor de lo ambiental, lo asociativo y lo equitativo, sin ninguna distinción de género. Ella no solo sabe y sobrelleva cotidianamente las dificultades físicas que implica desenterrar y pretender vivir del oro, sino que también tiene conciencia de la cantidad de peligros que representa vivir en una zona donde históricamente actúan diferentes grupos armados tanto legales como ilegales.
Los tres aprendieron el oficio en la infancia, acompañando a sus padres, en ejercicios plenos de sensibilidad y observación. Marlenys cuenta que una vez, allá por 1989, con su esposo extrajeron y limpiaron 34 gramos de oro en una sola faena absolutamente inolvidable, que en términos materiales significó el total mejoramiento infraestructural de su humilde casa. No obstante, remarca que fue una excepción, ya que la mayoría de las personas que hacen minería en Villa Estela y alrededores lo hacen para subsistir.
Un día de astros alineados doña Culebra y don Polo pueden sacar un gramo, pero lo normal, desde hace muchos años, tiende a merodear las dos o tres décimas (0,20-0,30 gramos), lo que pesa la cuarta parte de un grano de arroz: una nimiedad apenas perceptible por su resplandor.
Ella y su marido solo bajan a Buenaventura a vender el oro cuando juntan más de dos gramos. Y eso pasa, con suerte, una vez al mes. Por cada gramo reciben 160 mil pesos (40 dólares). Ese mismo gramo que ellos extraen en una labor suprahumana, una vez cae en las manos de los comerciantes, sube el precio un 30 por ciento y ya cuando se vuelve sortija, pulsera, dije o cadena, puede aumentar hasta en un 100 por ciento en cualquier comercio joyero de Buenaventura y así va subiendo en la medida en la que llega a Cali, a Bogotá o a Nueva York.
Ni Marlenys, ni doña Culebra, ni don Polo tienen joyas de oro.
—¿Por qué?
—Con esto basta –responde Marlenys, sacando sus manos de la batea y mostrándolas embadurnadas de tierra.
Doña Culebra mira a su sobrina y sonríe por segunda vez en el día. Don Polo, a lo lejos, musita una ranchera. Por una rendija de la tarde se cuelan refrescantes ráfagas de viento. Volver a casa, en ceros, es la parte menos preciada del trabajo.