Hace unos días estamos escuchando de costado que algo pasó con una picana. Más precisamente, que se utilizó una picana en el marco de un procedimiento policial. En verdad, el hecho sucedió hace un mes, pero en los últimos días se hizo público a raíz de la formalización, con arresto domiciliario, de los dos policías implicados, que fueron imputados por el delito de abuso de funciones. Si se repasan las coberturas periodísticas y los testimonios recogidos en la investigación de la Fiscalía, los hechos parecen haber sido tan evidentes que ni siquiera dieron lugar al habitual choque de versiones entre los informes oficiales de la Policía y los testigos de un accionar policial violento. En este caso no hubo mucho misterio: el 30 de junio, dos policías detuvieron a una persona mientras hurtaba objetos de adentro de un auto en Pocitos, y en el marco de su detención lo picanearon para reducirlo.
Ante la notoriedad que cobró el caso, el ministro del Interior, Jorge Larrañaga, tuvo que salir a dar explicaciones, y lo hizo con el mismo porte rígido y gesto severo que viene cultivando desde que abrazó apasionadamente la demagogia punitiva y el discurso del combate a la delincuencia como una oportunidad electoral. No es su fuerte la argumentación, por lo que sus declaraciones, lejos de esclarecer la situación, la tornaron más confusa. Consultado en una rueda de prensa, dijo que la picana no forma parte del equipamiento policial oficial, pero que su uso no está prohibido; que no está previsto ni existen instrucciones oficiales para su utilización, pero que es un objeto de venta pública y que él no puede saber qué portan los más de 30 mil policías. Releído un par de veces, sigue quedando una sensación ambigua, de «no, pero sí»: no se recomienda usar picana, pero tampoco lo podemos controlar.
El trabajo de generar confusión y ambigüedad estuvo dividido entre las autoridades del ministerio. Mientras Larrañaga oscilaba entre que la picana no está prevista ni prohibida (lo que instaura de hecho un clima habilitante para usarla), Erode Ruiz, el jefe de Policía de Montevideo, intentó relativizar el hecho aduciendo que los efectivos usaron la linterna de la picana, no su descarga eléctrica. Esto contradice abiertamente la investigación de la Fiscalía, en la que se sostiene que la persona fue picaneada mientras estaba en el piso y esposada. A pesar de esto, si uno quisiera aferrarse a la excusa de Ruiz, el repaso de su legajo no ofrece muchas garantías, sino que más bien delinea una intachable vocación represiva.1
Parece obvio que un policía no es una persona común y corriente, sino que tiene la enorme responsabilidad de ser la autoridad legítima para ejercer la fuerza. Como parte de su trabajo es intervenir en situaciones conflictivas, tiene que hacerlo con extremo cuidado, sin despegarse un milímetro de los procedimientos, recursos e instrumentos indicados en su formación. Las ambigüedades y discrecionalidades son especialmente peligrosas en el accionar policial, porque del otro lado de sus actos están el cuerpo, la vida y los derechos humanos de las personas. Cuando el ministro y el jefe de policía, en lugar de mandar un mensaje claro repudiando el hecho y prohibiendo la picana, dejan entrever que si un policía ve una en la vidriera de un comercio y la quiere usar para enchufarle unos voltios a un chorro desacatado, no se le puede prohibir, la mesa queda servida para que abunden las discrecionalidades. Y sabemos por experiencia que esos grises, en el accionar policial, siempre se traducen en abusos de poder, prácticas estigmatizantes, prepoteo y violencia desmedida.
Todo esto, además, en medio de un acuerdo casi unánime entre las autoridades del ministerio, el sindicato policial y los estudios académicos respecto a que el gran déficit de la Policía está en su corta e insuficiente formación. Patricia Rodríguez, presidenta del Sindicato de Funcionarios Policiales de Montevideo, dijo hace unos días en el programa de TV Ciudad La letra chica que un policía recibe seis meses de formación antes de salir a la calle.2 Entonces, encima que la Policía está insuficientemente preparada para la función importante y delicadísima que debe cumplir, el uso de un instrumento que está fuera del reglamento (y que además es un símbolo del terror y las torturas durante la época más nefasta de este país) se deja prácticamente a su criterio.
Pero esto no significa que la Policía uruguaya tenga un gusto particular por reprimir, sino que forma parte de una sociedad que progresivamente ha sido convencida de que la represión policial y el aumento de las penas son la única manera de enfrentar el delito. La Policía es el brazo armado y legitimado de ese clima social, alentado por un gobierno que llegó prometiendo ejercer la autoridad, restablecer el orden y castigar a los delincuentes. Los rodeos y las excusas del ministro y del jefe de policía demuestran que, en el marco de su política de seguridad, la picana es simplemente un pequeño exceso tolerado, que si se usa discretamente contra un delincuente, no pasa nada. En la misma línea, Larrañaga dijo que no hay que exagerar, que no es una picana como las que se usaban en dictadura, llevando el tema a una cuestión de voltaje. Ahora sí podemos quedarnos tranquilos. Parece que no se puede controlar las armas que lleva un policía (¿esa no es una de las responsabilidades de un ministro del Interior?), pero sí que las picanas no tengan demasiados voltios.
Claro que este hecho no es un caso aislado, como los que casualmente sucedencada semana en torno a antecedentes o declaraciones peligrosas de militantes o dirigentes de Cabildo Abierto. El uso de una picana en un procedimiento policial, con habilitación implícita por parte de las autoridades del ministerio, debe ser enhebrado en el largo collar de desbordes policiales ocurridos en los últimos meses. Si se hace memoria, se puede ver a un policía apuntando con un arma larga a un muchacho en una plaza de San José, la golpiza y amenazas por parte de efectivos de la Guardia Republicana a un artista callejero en Millán y Garzón, la denuncia pública de vecinos de Malvín Norte sobre un operativo policial con tanquetas, camiones y disparos al lado de una olla popular, la incredulidad de un señor al que le allanaron la casa por error y las decenas de denuncias (algunas podrán ser falsas; seguro muchas no lo son) que circulan en las redes sociales referidas a tratos agresivos por parte de policías en la calle.
Es sabido que este clima represivo tendiente a los desbordes se instaló antes que el actual gobierno. Basta mencionar la represión policial a las marchas contra UPM y los megaoperativos en los barrios periféricos de Montevideo, tantas veces denunciados por los vecinos y organizaciones de derechos humanos. No obstante, parece claro que hay una intensificación de la violencia policial contra la ciudadanía, y es difícil no asociarla con el recrudecimiento de la lógica punitivista defendida por el gobierno, encabezada por el Ministerio del Interior y consagrada jurídicamente en la Ley de Urgente Consideración (LUC). Al aumentar los permisos concedidos a la Policía para terminar con el recreo, aumentan los excesos. No es casualidad que la Institución Nacional de Derechos Humanos haya recibido un récord de denuncias de abusos policiales a pocos meses de asumida la coalición de derecha.3
Creo que en el fondo el uso de una picana no puede sorprender a nadie. Hablamos de un ministerio que difunde con orgullo en sus cuentas institucionales videos en los que la Policía entra a las cárceles, formada en bloque como un ejército que va a la guerra, a requisar celulares y canutos de droga, pero sobre todo a someter a los presos, para que todo el mundo sepa que están sufriendo, que están siendo castigados como se merecen. Repito: es un ministerio que exhibe eso como un logro, que rinde cuentas a la ciudadanía a través de un elogio explícito del belicismo, la represión y la imagen de la cárcel como un basurero humano.
Estamos viendo las consecuencias del «respaldo absoluto a la Policía» en el combate a la delincuencia, que fue un latiguillo de campaña de Lacalle Pou y la consigna central del discurso de asunción de Larrañaga. Partiendo del supuesto de que la Policía estaba atada de manos, el gobierno, a través del ministerio y de las nuevas potestades habilitadas en la LUC, le está dando rienda suelta. Claro que respaldar a la Policía no es decirle «no, pero sí», sino prohibirle usar instrumentos por los que puede ser procesada (con total razón) por delito de tortura, como puede ocurrirle a los dos policías implicados. Y respaldar a la población en su conjunto sería dejar de plantear el conflicto social como una guerra entre la gente de bien y la delincuencia o la subversión, que es el marco que habilita el avance progresivo de las fuerzas represivas contra las personas. Pero eso al gobierno no le interesa.
1. Véase nota de Mónica Robaina «Premio al fracaso», Brecha, 17-I-20.
2. Programa completo disponible en el canal de TV Ciudad en Youtube.
3. «Institución de Derechos Humanos analiza récord de denuncias de abusos policiales; gobierno niega las cifras», El Observador, 10-III-20.