Finalmente y ante la perspectiva de dispersión de los últimos votantes colorados, el doctor Sanguinetti anunció su lanzamiento al ruedo electoral. El anuncio no genera expectativas porque no es imaginable su triunfo, pero su candidatura nos proyecta en el tiempo para explicar este presente a la luz de su pasado, porque esta decisión del doctor Sanguinetti nos dice algo sobre la política uruguaya y sus cambios en los últimos 35 años.
Sanguinetti tiene el privilegio de ser el primer presidente reelecto por voto popular directo: dos veces terminó su campaña presidencial calzándose la banda. Sus triunfos mostraban la eficacia de un aparato partidario bien aceitado y también la capacidad y el instinto de un político que tenía un olfato certero para ubicarse. Fueron esos factores (sumados a la habilidad para capitalizar los errores de los adversarios) los que lo llevaron a la Presidencia en 1985, culminando un hábil manejo de los tiempos y los escenarios: en aquel momento nadie dudaba de que era el gran ganador de la transición.
En su primer mandato Sanguinetti se definió como socialdemócrata, y su partido llegó a solicitar el ingreso a la Internacional Socialista. Se preocupó por resolver algunas de las herencias más pesadas del autoritarismo y toleró otras: entre las primeras, la reposición de los destituidos, la reinserción de los desexiliados y la práctica de gobernar sin medidas de seguridad (y sin perder ninguna huelga); también la tolerancia con el espionaje militar y con la caja fuerte de Medina. La gestión marcó una pauta que funcionó hasta 2005, que implicaba un reparto del poder con las Fuerzas Armadas: así convivieron la vigencia de las garantías con las razias y la “subordinación” de los militares con el desacato a la justicia. La mixtura pudo presentarse como exitosa: terminó su mandato y entregó el gobierno a un presidente electo democráticamente. Había logrado conducir “el cambio en paz” y había sobrevivido al desgaste, a diferencia de Adolfo Suárez y Raúl Alfonsín; así consolidó la imagen del Uruguay como modelo de transición “civilizada”.
Cinco años más tarde volvió a postularse, esta vez en un contexto diferente: enfrentaba el desafío de una izquierda cada vez más pujante que controlaba el viejo reducto batllista de Montevideo. Polemizó con el ascendente doctor Tabaré Vázquez, y el bisoño candidato le resultó un hueso duro de roer; sobre el final del debate optó por abandonar el perfil socialdemócrata y volver al ya anacrónico lenguaje de la Guerra Fría (la Unión Soviética ya era historia en 1994) cuando volvió a la contraposición democracia versus comunismo. La jugada le salió bien: pudo captar los votos conservadores necesarios para ganar, pero a un costo importante: con casi 10 puntos menos que en 1984 y con sólo dos puntos de ventaja sobre el tercero. En este segundo mandato ya no se definió como socialdemócrata, sino como “gradualista”, un giro importante que implicó plegarse al empuje privatizador de sus adversarios Batlle y Lacalle.
La segunda presidencia tuvo menos logros para mostrar. Sus proyectos más ambiciosos como la reforma educativa o las Afap generaron resistencias que no tuvieron habilidad o voluntad para superar. Con muchos frentes abiertos comenzaron a llegar malas noticias desde el exterior: Brasil abandonó la convertibilidad, lo que afectó la política de control de la inflación, y un convidado de piedra, Juan Gelman, comenzó a reclamarle la búsqueda de su nieto desaparecido. La discusión afectó su imagen internacional, un escenario donde parecía proyectarse una vez culminado su segundo mandato. Tuvo un opaco pasaje por el Senado antes de anunciar el final de su carrera política; desde entonces limitó sus apariciones públicas y se dedicó a escribir sus memorias, narradas en clave de historia del Uruguay reciente. Parecía llegado el final cuando decide agregar este capítulo a una obra que, por lo visto, aún no estaba completa. No cabe duda de que en su recorrido político se encuentran las claves de esta decisión.
Sanguinetti se justifica en la situación de su partido, pero su postulación refleja la ausencia de figuras de renuevo. Cabe preguntarse por los jóvenes que se acercaron desde 1982; casi todos abandonaron la política o abandonaron el partido, y, en esa dispersión, reflejo de la de sus votantes, Sanguinetti tiene sin duda una cuota de responsabilidad. En 1984 atrajo a los votantes mostrándose como renovador del batllismo y continuador de Luis Batlle; cinco años después la mayoría de esos batllistas, desencantados, votaron al Nuevo Espacio y, como muestran los resultados de 1994, ya no volvieron al Partido Colorado.
Este trasiego de votos no era una deriva inesperada. El batllismo siempre fue un partido injertado dentro del Partido Colorado, y su lealtad fue persistente pero ambigua: en 1958 lo abandonaron para darle el triunfo a la Unión Blanca Democrática (Ubd) en Montevideo; volvieron en 1962, y permanecían allí en 1966; eso afirmó la idea de que los batllistas que se enojaban con el partido terminaban por retornar. El surgimiento y la posterior evolución del Frente Amplio mostraron el error de considerar como cautivos a los votantes críticos. La fuga del batllismo tiene otra consecuencia: era el sector mayoritario en el Partido Colorado y funcionaba como el principal atractivo para los jóvenes; sin él, el coloradismo pierde de captar nuevos votantes y se reduce a lo que es históricamente el “coloradismo independiente”, es decir, menos del 10 por ciento del electorado. Ese divorcio entre el Partido Colorado y el batllismo iniciado por Jorge Batlle se consolidó con el posterior giro a la derecha de Sanguinetti. Ahora proclama el “renacimiento del partido” porque las encuestas le dan un porcentaje que no alcanza a dos tercios de lo que fue la votación del Frente Amplio en 1971, y celebra la intención de voto de casi el 60 por ciento… de su partido, es decir, menos del 7 por ciento del electorado.
Por esa razón esta postulación es distinta a las anteriores, y él mismo parece resignado a alcanzar un modesto tercer puesto. Pero ese objetivo también enfrenta dificultades: la principal, encontrar un discurso que convoque a los votantes de esta época. Sanguinetti ha optado por reversionar viejos éxitos: el cambio en paz y el anticomunismo, pero el primero era válido para salir de la dictadura (¿vivimos en una dictadura?) y el discurso anticomunista entró en crisis hace ya más de un cuarto de siglo. Cambiar “Cuba” por “Venezuela” no parece una opción: ¿las expectativas de los uruguayos pasan por el futuro de Venezuela? Ni los chavistas más fanáticos lo hubieran sostenido.
Creo que estamos viendo el final de una época y de una forma de hacer política. Lo que en 1984 pareció la reafirmación de los partidos tradicionales resultó ser el inicio de su decadencia; así parece revelarlo el persistente retroceso electoral de los partidos tradicionales y la multiplicación de nuevas opciones. Y lo que en la mirada de corto plazo mostraba a Sanguinetti exitoso porque se alzó con la Presidencia, con otra perspectiva la realidad muestra que al cabo de 20 años el Frente Amplio, un invitado de último momento en la transición y que aparentemente sólo aspiraba a sobrevivir, conquistó una consistente mayoría electoral, mientras que el partido exitoso en 1984 está en trance de desaparición. Parece necesario admitir que, a la larga, la ostensible habilidad de Sanguinetti se vio superada por la mirada estratégica del general Seregni, el que en 1984 parecía solamente un opaco partenaire del candidato estrella.