«La Navidad es la perfecta venganza de los mercaderes contra Jesucristo por haberlos sacado del templo a latigazos.»
Carlos Enrique Castillo Peraza (1947, Mérida-2000, Bonn)
Esta cita, publicada en Facebook por un amigo, me hace pensar en un hombre enjuto y melancólico, contemplando estupefacto un larguísimo friso que arranca en un pesebre de Judea y va sumando cuadros y capítulos, algunos esperanzadores, otros tremendos, pero siempre invocando aquel comienzo del nacimiento de un niño pobre. Hasta que, de pronto, el friso se ilumina con miles de lucecitas de colores, paisajes nevados, abetos adornados, renos y trineos y un gordo vestido de rojo, y paquetes, paquetes, paquetes, millones de paquetes y moños y papeles fulgurantes que, por supuesto, no contienen oro, incienso ni mirra. ¿Y dónde está el pesebre? Ah, sí, en las iglesias suelen evocarlo con figuras de yeso. También en algunas casas, coexistiendo con el abeto adornado y algo achicadito a su lado. Porque el nacimiento se ha vuelto pequeñito y olvidable frente a la ampulosa iconografía navideña del Norte. El modesto niño Jesús ni se nota frente a Papá Noel, o Santa Klaus, cuya denominación causa una intriga que los años no han podido develar: ¿por qué Santa, y no San, si Klaus es un hombre? ¿Será un precoz adelanto del lenguaje inclusivo?
Pero también el Norte trajo hermosas leyendas de Navidad, como el archicitado cuento de Charles Dickens, por el que un solitario avaro recibe a los fantasmas que lo hacen enfrentarse a su sordidez. O aquel cuento de Hans Christian Andersen, «La pequeña vendedora de fósforos», en el que, en una helada Nochebuena, una niña alumbra su patética pobreza encendiendo sucesivas cerillas que le traen consoladoras imágenes de todos los placeres y las ternuras de los que carece, hasta dormirse, es decir, morirse, acunada por ellas. (Ningún niño de hoy soportaría una historia así, y ningún padre o madre de hoy se la contaría. Qué es eso, hacer que los infantes se enteren de que existen la pobreza total y el desamparo ídem.)
Todo eso es el pasado. Sin ninguna aviesa maniobra batllista capaz de convertir la Navidad en el Día de la Familia, el Norte frío y escrupulosamente capitalista convirtió la Navidad en el Día del Regalo. Muy considerado, ya que a todo el mundo le gustan los regalos, y sería de muy mal gusto llamarlo, por ejemplo, «día de los comerciantes» o «día de las cajas registradoras», en honor a quienes realmente más disfrutan esta fecha.
¿Eso es todo? No. Frente a la saturación navideña a lo Disney, me gusta evocar algunas tradiciones que perviven, tradiciones nacidas en el seno de comunidades campesinas en las que el sincretismo cultural y religioso plantó sus semillas. Como la del niño Manuelito, imagen andina que tiene su propia feria en una plaza del Cusco. El nombre viene, al parecer, de una simplificación de Emmanuel, con que el profeta Isaías habría nombrado al entonces futuro Mesías. Como sea, Manuelito remite a un pequeño pastor que jugaba con otro niño hallado durante su pastoreo y que sería el mismísimo niño Jesús. Y tiene infinitas representaciones, hermosísimas, en las que cada detalle de color o de formas revela tanto la dimensión de la fantasía como el cuidado y el cariño puestos en ese tallado de quien lo hizo. Cosas que también se encuentran en los fabulosos retablos o cajones de San Marcos, que no se limitan a la Natividad, aunque sea este su tema más popular, y donde los símbolos cristianos conviven sin problemas con los de las creencias prehispánicas. La cuna y el apu, la madre María y el cóndor. Así son de amplias la fe y la maravilla.
Acá, bastante carentes de ritos y leyendas, será la Navidad despareja de los-con-regalos y los-sin-regalos, de los acompañadísimos y de los solitarios, de los con mesa abundante y de los con mesas misérrimas, o directamente sin mesa. Aunque el arranque de todo haya sido el nacimiento de alguien que se propuso acabar con esas distancias.
Como sea, el nacimiento de un niño será siempre un símbolo bueno. Y quizá, algún día, dejará de ser necesario el destino de la cruz.
Feliz Navidad.