Cuando la Guerra Fría terminó, hubo en Europa occidental quienes pensaron que había llegado, por fin, la hora de una reconfiguración autónoma de la región por fuera de la hegemonía estadounidense. La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), nacida como un espacio presuntamente defensivo para hacer frente a la Unión Soviética, había perdido toda razón de ser, y podía, en principio, surgir un nuevo tipo de instancias que integraran al menos política y económicamente a la Rusia descomunizada, decían. Pero esa Europa con capacidades defensivas propias y liberada de la tutela estadounidense, que tirios y troyanos proyectaban que se consolidaría en torno al eje Francia-Alemania, nunca vio la luz más allá de algunos espasmos aislados (el mayor fue quizás el rechazo conjunto de París,...
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