Una pistola Bersa calibre 32 aparece furtiva a centímetros de la cara de la vicepresidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner. La primera imagen la capta Javier Altamirano, camarógrafo de la TV Pública. La segunda es la que se hará viral: como en un videojuego de género first person shooter, la mano del tirador, Fernando Sabag Montiel, aparece desde abajo del plano y hasta se escuchan los dos intentos de gatillar el arma. Desde entonces, todo pasó muy rápido. En pocas horas, Argentina pasó de la perplejidad a la posibilidad de una refundación para su democracia, un instante de consenso que alumbraba un futuro posible, y de eso, a lo mismo de siempre. Del repudio sin ambages por parte de (casi) todo el arco político a la especulación e, incluso, a la puesta en duda del atentado: el solo hecho de que hubiera fracasado parecía probar que era una farsa. ¿Por qué era esperable que el debate se diera de esta manera?
El país supo del ataque en torno a las 21 horas del jueves 2 de setiembre. Casi dos horas después, y tras un pico de menciones sobre el tema en Twitter, a las 22.44 tuiteó el expresidente Mauricio Macri: «Mi repudio absoluto al ataque sufrido por Cristina Kirchner, que afortunadamente no ha tenido consecuencias para la vicepresidenta. Este gravísimo hecho exige un inmediato y profundo esclarecimiento por parte de la Justicia y las fuerzas de seguridad». Tres minutos después que él, lo hizo el jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta: «Mi total solidaridad con @CFKArgentina y mi más enérgico repudio y condena a lo sucedido esta noche. La Justicia tiene que actuar rápidamente para esclarecer los hechos. Esto es un punto de inflexión en la historia democrática de nuestro país. Hoy, más que nunca, todos los argentinos tenemos que trabajar juntos por la PAZ». ¿Y Patricia Bullrich, presidenta del PRO y máxima exponente del ala dura opositora, los llamados «halcones»? Esperó hasta después de la cadena nacional convocada de urgencia, en la que el presidente Alberto Fernández decretó un feriado para el día siguiente. Y entonces tuiteó: «El presidente está jugando con fuego: en vez de investigar seriamente un hecho de gravedad, acusa a la oposición y a la prensa, y decreta un feriado para movilizar militantes. Convierte un acto de violencia individual en una jugada política. Lamentable». Javier Milei, el diputado libertario que disputa votos por derecha con Juntos por el Cambio, no se pronunció sobre el atentado. Moría antes de nacer el consenso democrático contra la violencia política y, tras un esperable sacudón, el debate público volvió a girar sobre sí mismo, devuelto a su cauce habitual.
POLARIZADOS
En la Semana Santa de 1987 el binomio del liderazgo radical-peronista se unió detrás del presidente Raúl Alfonsín ante el levantamiento de un sector de las fuerzas armadas, los carapintadas. El riesgo de un nuevo golpe de Estado era palpable y visible por los cientos de miles de personas que vivaron la postal en el balcón de la Casa Rosada. Tras el atentado a Cristina Kirchner, en cambio, el principal partido opositor decidió diferenciarse. La interna de Juntos por el Cambio explica gran parte de las intrigas del mes de agosto en adelante. Recapitulemos cómo se llega a la escena del atentado.
El alegato del fiscal Diego Luciani en la causa «Vialidad» –un nuevo capítulo de la saga de Cristina Fernández ante la justicia federal– sirvió para abroquelar al Frente de Todos en toda su diversidad: kirchneristas, albertistas, massistas, gobernadores, sindicatos, movimientos sociales, etcétera. En la coalición opositora, el hecho parece haber tenido el efecto opuesto. Tras cuatro días de manifestación casi continua en la esquina donde vive Cristina Fernández –Juncal y Uruguay, en el coqueto barrio de Recoleta–, el gobierno porteño (comandado por Rodríguez Larreta) decidió colocar vallas en torno al lugar en la madrugada del sábado 27 de agosto. La dirigencia peronista trasladó todas las movilizaciones previstas para ese día, con epicentro en el parque Lezama, hacia la casa de la vicepresidenta. Y el sábado terminó con las vallas arrancadas por manifestantes, un camión hidrante policial empapando a militantes, dirigentes y transeúntes por igual, un despliegue policial inédito para un barrio de clase alta, una tensa reunión de altos mandos kirchneristas y macristas, y una conferencia de prensa del jefe de gobierno. (Los fines de semana dejaron de ser momento de descanso en Argentina desde, al menos, la renuncia del ministro Matías Kulfas, el sábado 4 de junio.)
El juicio y luego la valla sirvieron para abroquelar todas las patas que conforman la mesa chueca del Frente de Todos, a la vez que desplazó de la agenda el ajuste económico encarado por el flamante ministro de Economía, Sergio Massa. Larreta tomó la decisión de las vallas sin mirar hacia afuera, sino hacia adentro de su espacio. El 30 de agosto, en un almuerzo de los que suele celebrar Juntos por el Cambio, con la presencia de Macri, Bullrich y Larreta, la coalición dijo haber resuelto sus diferencias, pero enseguida Bullrich volvió a agitar las aguas. La disputa sigue sin saldarse al momento de cerrar este artículo.
Larreta se encuentra en una posición incómoda: con responsabilidades de gobierno que lo llevaron a diferenciarse durante lo peor de la pandemia de covid-19, representa a las «palomas» de Juntos por el Cambio, frente a los «halcones» de Bullrich. ¿Qué clivajes separan a ambos plumíferos? Hay dos. Uno, las diferencias sobre la velocidad del ajuste económico necesario: está congelado hasta el momento de volver al poder, si es que sucede. Actualmente el clivaje principal es la actitud a tomar respecto del peronismo. Las «palomas» serían garantes de la moderación, el consenso y el diálogo, con figuras como Diego Santilli, María Eugenia Vidal o Emilio Monzó, algunos de los cuales cuentan, por cierto, con ADN peronista. Del otro lado, los «halcones» están asociados a posiciones más duras en casi todos los temas (rol del Estado, criminalidad, derechos individuales), una identidad macrista químicamente pura y, sobre todo, una disposición nula al diálogo con el peronismo. ¿Qué falla, entonces, en Larreta? Que más allá de su exhortación a construir «la mayoría del 70 por ciento» (detrás de la cual se adivina una cuenta: 100 menos los 30 puntos porcentuales del electorado kirchnerista), su propuesta no está logrando hacer pie en un contexto sumamente polarizado. Señoras y señores, con ustedes: la grieta, una vez más.
El término, acuñado por el periodista Jorge Lanata en la entrega de los premios Martín Fierro de 2013, es el mote televisivo que recibe la extrema polarización electoral e ideológica que cruza la política argentina desde hace poco más de una década. Aunque Lanata le haya puesto nombre en 2013, podemos remontarnos a la crisis del campo por la resolución 125 de 2008 para percibir un quiebre polarizante en la sociedad argentina. Pero esto no es nuevo: el país gusta de pensarse como una dicotomía eterna que nace en unitarios y federales y se recicla periódicamente entre rosistas y antirrosistas, personalistas y antipersonalistas. La grieta definitiva o en curso actualmente puede leerse como una nueva derivación de peronismo y antiperonismo, expresión político-electoral de un «empate hegemónico» en el que dos proyectos de país luchan por imponerse sin éxito, pero con la fuerza suficiente para impugnar al contrario.
En un artículo de 2019 titulado «Anatomía de la grieta en Argentina», el sociólogo Ignacio Ramírez y la politóloga María Esperanza Casullo tratan el tema –luego publicado en el libro Polarizados, que editaron el propio Ramírez y el sociólogo uruguayo Luis Alberto Quevedo–. Tras concluir que es un fenómeno que surge «desde abajo», en mesas familiares, cafés y asados, al que la política responde «desde arriba» (y no al revés), los autores desechan la idea de que esta grieta sea un invento de los medios para azuzar un conflicto del que en verdad no participaría la gran mayoría silenciosa de la población. Si así fuera, proyectos de centro, encarnados en la expresión «la ancha avenida del medio», no hubieran tenido tantos problemas para asentarse electoralmente. Por el contrario, según ellos, la grieta política es la expresión de clivajes en el interior de la sociedad argentina, y, para demostrarlo, toman tres factores demográficos clásicos, como la clase, la edad y la ideología, eficaces predictores del comportamiento electoral. Esquemáticamente puede verse que sí, que los electores del kirchne-
rismo tienden a tener menores ingresos, ser más jóvenes y proclives a agendas consideradas de izquierda, mientras que los macristas poseen mayores ingresos, son de edad más avanzada y se sitúan a la derecha en casi todos los temas del debate público.
GRIETA EN LAS REDES
No quedan dudas de que hay elementos de continuidad entre la polarización actual y la que vivió la sociedad argentina durante el segundo gobierno peronista, que dejó episodios como la quema de iglesias y el bombardeo a la Plaza de Mayo. Sin embargo, el panorama hoy se ve afectado por el influjo de las redes sociales en el debate público, que no debe ser minimizado ni exagerado. Entre 2015 y 2018, Occidente vio cómo su interacción con la World Wide Web se reducía a cinco empresas: Google, Facebook, Amazon, Apple y Microsoft. Junto con ello, desde 2016, y con episodios altisonantes como la elección de Donald Trump y el triunfo del Brexit –ambos contra todo pronóstico de los medios tradicionales–, dos conceptos saltaron al centro del ring: fake news y posverdad.
Según el experto Pablo Boczkowski, profesor de Comunicación en la Universidad Northwestern de Illinois, hay tres tendencias sociales globales que explican el alza de las fake news. Por un lado, el bajo costo para cualquier usuario de participar en el ágora digital: las voces están atomizadas prácticamente al infinito, y en la teoría todo receptor es un emisor en potencia. Ya no es necesario fundar un diario o una radio para llegar a millones de personas. Por otro lado, la manera que tienen las redes de organizar la información difiere mucho de la de medios tradicionales: es la época de los algoritmos y la disposición visual de los datos, lo que tiende a confundir más que antes a las audiencias (nosotros). Finalmente, esto se inscribe en el marco de una crisis de la autoridad cultural de ciertos discursos e instituciones que venían intocados desde la Ilustración, tales como la ciencia, la educación, la medicina o el propio Estado, la joya moderna de Occidente. La pandemia acentuó estas crisis y produjo fenómenos colectivos, como el alza del discurso antivacunas o la violación masiva de la cuarentena para hacer manifestaciones contra el gobierno. Los contenidos curados por el algoritmo, de esta manera, tienden a basarse en aquellos que ya nos gustaron previamente y en aquellos que les gustan a nuestras personas más cercanas. Eso explica la desazón en Nueva York o Los Ángeles cuando ganó Trump y muchos habitantes de esas ciudades se dieron cuenta de que no conocían a ningún votante del candidato.
Volvamos a Argentina, uno de los países con mayor inserción digital de la región, donde el 67 por ciento de las personas tiene acceso a una conexión hogareña de Internet y el 100 por ciento tiene acceso a una vía celular. Horas después del intento de magnicidio, figuras de la oposición muy activas en Twitter, como la exasesora de Bullrich y actual dirigente política cercana a Santilli Florencia Arietto y el diputado nacional Martín Tetaz, de Juntos por el Cambio, ponían en duda su veracidad y le restaban peso a la motivación política tras el episodio, buscando reducirlo a un hecho de inseguridad. No estaban solos: las cuentas más activas en la conversación eran todas cuentas troll, la principal de ellas: @MariaLi31527280. Sin embargo, los usuarios más influyentes en la conversación sí fueron medios, principalmente Infobae, cuyos tuits obtuvieron 108 millones de visualizaciones.
Lejos de existir una exclusión o una competencia entre medios tradicionales y redes sociales, ambos insumos colaboran en la construcción de agendas colectivas. En un artículo de 2018, los investigadores Ernesto Calvo, profesor de Gobierno y Política en la Universidad de Maryland, y Natalia Aruguete, profesora en el Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad de Quilmes e investigadora del Conicet, utilizan el caso del tarifazo de Mauricio Macri para mostrar cómo la curación algorítmica del contenido transforma las redes sociales en cámaras de eco, que devuelven contenidos semejantes al esperado. De esta manera, con base en la consonancia o la disonancia cognitiva de los usuarios respecto de cada tema, se van conformando «burbujas» de opinión en las que cada nuevo elemento refuerza al anterior. Lo mismo pudo verse en casos como el del fiscal Alberto Nisman, aparecido muerto en la madrugada del 18 de enero de 2015, o en la desaparición y posterior aparición sin vida de Santiago Maldonado, en 2017. Ambos casos, uno aprovechado por la fuerza que luego sería gobierno en 2015 y el otro sufrido en carne propia por ese mismo gobierno, muestran la potencia de las redes para marcar agenda a ambos lados del espectro político, conformando dos campos con muy pocos vasos comunicantes. Como dice Calvo, «solo necesitamos tener un sesgo y Twitter se ocupa de buscar la información confirmatoria».
Ante cada nuevo hecho, los usuarios intentan reaccionar a él según se lo dictan sus creencias, construidas y alimentadas del modo que estamos describiendo. Según una encuesta de Aresco, una de las consultoras más prestigiosas del país, en agosto de este año, justo antes del atentado y con el fiscal Luciani en la plana mayor de todos los diarios, el 60 por ciento de los argentinos consideraba que «el gobierno nacional tiene poca o ninguna capacidad para contener la situación social», y el mismo porcentaje entendía que Cristina Fernández estuvo «muy o bastante involucrada en los hechos de corrupción que hubo en su gestión», un punto que todavía no se pudo demostrar fácticamente. Un informe de la consultora Reputación Digital indica, además, que de la conversación online sobre el atentado entre el 31 de agosto y el 2 de setiembre participaron más de 256 mil personas, de las que el 63 por ciento no cree que el ataque haya sido real. A las personas que creen esto, cuya dieta mediática refuerza su creencia, al igual que lo hacen los políticos que elige, ¿cómo puede resultarles extraño que la vicepresidenta recurra a un autoatentado para salvar su popularidad?
Un informe de la consultora Ad Hoc determinó que en la redes «el 95 por ciento de las menciones respecto de la medida [la movilización contra el atentado] fueron negativas». Entre las más de 75 mil menciones que registraron, «primó la crítica a la decisión del gobierno y la acusación de politizar el atentado». La decisión de muchas bocas de expendio de la comunicación oficialista de narrar el atentado como consecuencia del discurso de quienes desde los medios de comunicación y la oposición atacan violentamente a la vicepresidenta no parece haber ayudado. De hecho, un enfoque centrado en el hecho de que la Justicia actúe rápidamente sobre el atacante y en exigir la solidaridad de toda la oposición contra el ataque, sin otros aditamentos, hubiera planteado un marco más difícil de rechazar por aquellos ciudadanos que están sesgados contra la vicepresidenta y hubiera reforzado la división interna de Juntos por el Cambio, en vez de abroquelar a ese sector. Por otro lado, el informe muestra que el debate sobre el atentado se concentró en Twitter, mientras que Facebook, una red utilizada por usuarios menos politizados e informados, se volcó a discutir el feriado. Varios tuits opositores, como el de Patricia Bullrich y el del exsenador Miguel Ángel Pichetto, también hicieron hincapié en este punto.
Por estos motivos, no sorprende la manera en que el debate sobre el atentado a Cristina Fernández volvió en pocas horas a su cauce habitual. Bastó con que un sector de la política se negara a repudiar el atentado para detenerse más en el feriado decretado, y que medios tradicionales opositores les dieran espacio para que las redes volvieran a inundarse con lo de siempre: personas que confirman su creencia previa. Desde una visión macro y algo benevolente, podemos pensar que un hecho de esta magnitud es inédito en la Argentina pos-1983 y crea un vacío interpretativo que solo puede ser llenado con las categorías usuales del pensamiento. En medio de todo eso, una figura entre oscura y grotesca como Sabag Montiel nos habla de que el quiebre no es solo horizontal, sino también vertical: hay una masa de población, posiblemente mayoritaria, crecientemente excluida del debate público y muy permeada por su uso de Internet y las redes sociales. Cuando se disipe la anestesia fruto de la perplejidad, Argentina deberá empezar a procesar este fenómeno.