El canto del cisne - Brecha digital
Despedida de Joan Manuel Serrat

El canto del cisne

El músico en concierto, en el estadio Centenario, el 22 de noviembre. MAURICIO ZINA

¡Qué imponente es la carrera de Serrat! No solo por el éxito (en el sentido de fama, ventas de discos y estadios llenos), sino –especialmente– en el terreno de lo afectivo. No exagero al arriesgar que es el cantautor internacional más querido por los uruguayos. Y esto no solo tiene que ver con la temática y la calidad de sus canciones o con el timbre y las inflexiones de su voz, sino con su actitud positiva ante la vida. Y no se trata, para nada, de una pose: sus actitudes concretas ante los problemas del mundo –y de Latinoamérica en particular– redondean una figura merecedora de tal cariño y tal admiración.

DETRÁS DE LOS CRISTALES LLUEVE Y LLUEVE

En los días previos hubo lluvia abundante y había más anunciada, pero eso no preocupaba demasiado al público, acostumbrado a que el agua en la cara agregue emoción a los recitales (recordemos, como muestra, el mítico regreso de Los Olimareños, allá a principio de los ochenta). En todo caso, la preocupación podría ir por el lado de la salud del cantor, que tal vez no esté para estas aventuras meteorológicas. Pero desde temprano vimos que la magia y la suerte podían más que los pronósticos, y la fiesta pudo prepararse casi sin estar mirando las nubes. Y la noche estuvo especial, como diseñada para un concierto al aire libre.

EL CAMINANTE VOLVIÓ…

Pero a diferencia del de «Penélope», este sí era a quien todos esperábamos. Porque tiene la voz bastante rota, pero ¿a quién le importa eso? Después de todo, se trata de una despedida (aunque él mismo bromeó, refiriéndose al nombre de estos conciertos, El vicio de cantar: «Hay otros que lo titularon “Serrat avisa que se despide”, pero yo no me lo creo»). Sin embargo, después él mismo habló largo y tendido de su despedida.

Serrat, incluso en sus comienzos, siempre implicó sentimientos como nostalgia y emotividad. Podría pensarse que las circunstancias exacerbarían esto, pero él, con sus intervenciones inteligentes, se encargó de levantar el clima, sin que por ello se perdiera su carácter de adiós. Para conseguirlo recurrió frecuentemente al humor, incluso a sus variantes más oscuras: «Ignoro lo que les han dicho, pero este no es mi último concierto. Bah, al menos eso espero. Pero en el caso hipotético de que no llegáramos al final, ustedes siempre podrán presumir: “¡Yo estuve allí, en Montevideo! ¡Yo vi cómo caía, bummmm!”. De modo que, en previsión, no se deshagan de los boletos. No se les va a devolver el importe, pero siempre podrán certificar su presencia en este acontecimiento». También demostró ser un improvisador avezado: cuando habló de su abuelo, en un momento dijo: «Aquí lo tienen», y se dio vuelta hacia la pantalla, pero allí todavía no había nada. Dejó pasar unos segundos y dijo: «Bueno, había quedado en que vendría».

Demostró, además, su condición de gladiador del escenario. En primer lugar, porque hay arreglos nuevos que no facilitan el canto, con mucho más juegos rítmicos que en los discos. En general, sus canciones no son, aunque parezcan, fáciles de cantar. En segundo lugar, porque parecía que en cualquier momento iba a decir que no podía cantar más y que se iba, pero seguía, y las canciones fueron tomando tonos altos a los que siempre llegaba, haciendo pausas improvisadas, muy breves, que parecían simplemente demoras expresivas, cuando, en realidad, eran pequeños pero imprescindibles descansos para una garganta sobreexigida. También hubo modificaciones melódicas: bajó algunas notas agudas para poder cantar otras, más agudas y más importantes, instantes después. El tipo se conoce, conoce su voz, su rendimiento y sus actuales limitaciones, y maneja todo con una maestría envidiable. Más allá de eso, gente que lo ve siempre que viene a Montevideo me comentó que lo había notado más entero que las últimas veces.

Para terminar con el concierto, quiero destacar la interpretación de «Romance de Curro el Palmo», donde, con muy poco (una silla, una mesita redonda con un vaso –el mismo en que tomó agua durante toda la actuación–, todo bajo una luz cenital), recreó un ambiente de boliche que le dio a la canción un nuevo vuelo. Un monstruo.

Y AL VOLVER LA VISTA ATRÁS

Serrat es un artista gigantesco, por donde se lo mire. Pero, para entender su obra, no hay que olvidar que es, además, inmensamente popular, y eso desde hace más de medio siglo ininterrumpido. No es fácil. ¿Cómo lo logró? Reinventándose, pero sin exagerar. Hay un punto de quiebre, que coincide con su decimosexto disco, En tránsito, de 1981. La tímbrica pasó de orquesta clásica a banda pop ampliada (con un piano preponderante y frecuentes guiños a la música popular de los Estados Unidos de la primera mitad del siglo pasado). La poesía, ya sea la de poetas que musicalizó o la que él mismo escribió maravillosamente, cedió terreno ante un nuevo tipo de letras agudas e ingeniosamente críticas. El que narraba historias y describía paisajes humanos dio paso a una especie de consejero espiritual. Aparecieron textos largos en los que un esquema se repite incontables veces (recurso necesario para que la acumulación funcione) hasta llegar a un final que redondea todo («Hoy puede ser un gran día», con su final, «… y mañana también», es un ejemplo perfecto). Incluso «Esos locos bajitos», despareja, tiene un final («Nada ni nadie puede impedir que sufran/ que las agujas avancen en el reloj/ que decidan por ellos, que se equivoquen,/ que crezcan, y que un día/ nos digan adiós») tan perfecto que uno termina erizado y olvidando el casi burdo «… que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca» del estribillo. Esto, tal vez, lo acercó a Mario Benedetti (y no solo en El sur también existe, con textos de nuestro compatriota), otro creador brillante cuya hiperproducción lo llevó a repetir esquemas en el campo de los textos en verso, que, a su vez (como otra cara de la moneda), lo ayudaron a conseguir su estilo inconfundible y su asombrosa popularidad.

No insinúo una decadencia. Las canciones siguieron siendo muy buenas (aunque a mí me gusten menos), pero con otro tipo de bondad. La poesía no desapareció: solo se espació (esto puede ser incluso positivo, porque un «exceso de poesía», en un repertorio de canciones, puede resultar empalagoso), y la mayor extensión de las letras hizo que muchas melodías fueran menos reconocibles y, acá sí, lo musical perdió contundencia.

En la noche del martes dijo muchas cosas interesantes, como es habitual. Rescato dos: la parte en que habló de «los personajes», en su condición de seres imaginarios, pero que influyen, para bien, en nuestras vidas, con una ramificación sobre la reina Isabel («¿Saben que se murió? ¡Pobre, tan joven») y el gin tonic en que me perdí un poco, y creo que él también. El otro destaque es cuando se refirió al género canción (tras bromear con las definiciones del diccionario): «… Es verdad que una canción es música y letra, ahí estoy de acuerdo, pero es música que habla y es letra que canta, y esa pareja es necesario que encienda y que emocione, si no, realmente, para mí, es otra cosa». Esta es la visión de Serrat (noten el «para mí»), que explica mucho de lo que canta.

EN TRÁNSITO

«Las despedidas deben ser breves», dijo, poco antes de terminar el concierto. El final de esta nota también lo será: me siento agradecido, como tantos, por haber podido ver a Serrat en vivo y por haber sido contemporáneo de toda su larguísima y maravillosa carrera artística, hoy virando hacia otra etapa, la más larga, la de la memoria interminable. Todavía hay mucho que aprender de este hombre (y de este personaje), tanto si somos creadores de canciones como si no.

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