Dos o tres ataques al corazón - Brecha digital
David Crosby (1941-2023)

Dos o tres ataques al corazón

Envuelto por el halo andrajoso de la contracultura, el fundador de los Byrds y Crosby, Stills, Nash & Young falleció rodeado por su familia. Tenía 81 años.

Retratado por Henry Diltz en 1969

San Francisco, California. En el medio del bosque de secuoyas, una ingeniera informática con cuerpo de chita y ropas de supermercado ofrece su parábola para la era del software. Sobre el horizonte, se recorta la monumental escultura hiperrealista de una niña. Un cubo dorado y crepuscular, sujeto a la tensión de los campos gravitacionales, levita como si fuera una divinidad. Aunque el ecosistema de Devs, la serie de Alex Garland, gire alrededor de hackers e ingenieros de alta gama, no redunda en una estética como el cyberpunk. Por cada fotograma de código digital hay una ardilla o un monolito. Por cada laptop hay mil partículas de polvo flotando en la luz de la mañana. El capítulo seis, por ejemplo, abre y cierra con «Guinnevere»: una música que parece estar en el extremo opuesto al de la ciencia ficción. Garland, que no come vidrio, parece decirnos un par de cosas. Para empezar, que la música de David Crosby no solo es el folclore del futuro: es la canción que, en el fractal infinito de los universos paralelos, cantamos todos los santos días.

Hijo de la humanista Aliph Van Cortland Whitehead y de Floyd Crosby (un director de fotografía con un par de premios Oscar en la vitrina), el pequeño David fue un niño rechoncho y solitario, no muy dado a los deportes y expulsado de todas las escuelas de California. Así, desde su propio mito de fundación, David ya se autopercibía como un paria. Entre sus dos primeros recuerdos vívidos se cifra el ying y el yang: su madre lo lleva a un concierto al aire libre de una sinfónica y el niño advierte que el movimiento oceánico de los codos es el motor fuera de borda; su padre es incapaz de decirle que lo quiere, pero se mete en la panza de un B54 para filmar en la Segunda Guerra Mundial. Ahí están la música y la guerra, pero también la manera en la que una puede actuar sobre la otra. Y viceversa. Todo desde el vamos. Como Janis Joplin y todos los chicos heridos de la contracultura, si el pequeño David quería pertenecer al mundo, tenía que dedicarse muy seriamente a ponerlo patas para arriba. Ellos ya no iban a cambiar.

Son seres extraños los hermanos. Cuatro años mayor que David, el enigmático Ethan le regaló su primera guitarra y lo inició en los claustros del jazz moderno: Dave Brubeck, Miles Davis, Chet Baker, Gerry Mulligan, Bill Evans y John Coltrane, por supuesto. Eran los años cincuenta. Armonías modales y solos de volcánica intensidad espiritual. Crosby absorbió toda esa información y Ethan se deslizó hacia el cono de sombra para convertirse en su contrapeso metafísico. Muchos años después, se retiró a una cabaña en el área montañosa de los alpes Trinity y dejó una nota sobre la mesa de madera. «Para cuando lean esta carta, ya voy a estar muerto: de regreso a mi Alaska», decía la carta de Ethan. «Por favor, no busquen mi cuerpo. Quiero volver a la tierra sin ser molestado por todos esos oficiales indiferentes.»

Radicado en Chicago con un amigo y una prostituta enana que se hacía llamar The Duchess, David se alistó en el circuito y tuvo algunos encuentros notables. En medio de un mal viaje, por ejemplo, se encerró en el baño de un boliche hasta que Coltrane abrió la puerta de una patada y tocó el solo más salvaje de la historia para un solo espectador. De esa no se vuelve. Poco después, a través de Miriam Makeba, conoció a un flaco desgarbado y medio nerd que lo sabía todo sobre el folk estadounidense. En el alba de la beatlemanía, se instalaron en California y armaron un quinteto eléctrico para traficar información. Así, tomaban estándares como «The Bells of Rhymney» y los sometían a su propio tratamiento de shock: Rickenbacker de 12 cuerdas, armonías vocales, swing planetario. En algún punto de 1964 consiguieron el demo de «Mr. Tambourine Man» y dieron vuelta el guante de la música del siglo XX.

«Bob Dylan vino a vernos y tocamos “Mr. Tambourine Man” para él», contaba Crosby. «Si prestabas atención, ya podías escuchar los engranajes moviéndose en su cabeza. Salió de ese concierto y fue derecho a armar su primera banda eléctrica.» A ver si nos entendemos: estos tipos hicieron un baipás que operó a nivel ético y estético en el corazón del rock and roll. Cuando los Byrds grabaron su primer disco, no solo metieron adentro del pop toda la legitimidad del folk, sino que también abrieron la puerta en el sentido inverso. Sin los Byrds no hay «Subterranean Homesick Blues», no hay «Like a Rolling Stone». Sin esas canciones no hay «Sympathy for the Devil». No es joda.

Puertas adentro, Crosby era el capitán disidente: el conspirador. Se dejó crecer el bigote, consiguió un sombrero soviético y escribió un puñado de canciones que pegaban sobre el fleje del pop: «Mind Gardens», por ejemplo. O la perla negra de «Everybody’s Been Burned», que hizo temblar las rodillas del joven Nick Drake. Llegado un punto, todo parece indicar que Crosby tiró demasiado del hilo y sus compañeros estacionaron sus Porsches para darle una mala noticia. En Remember my name, el documental dirigido por A. J. Eaton y producido por Cameron Crowe, su expulsión de los Byrds está contada con una inolvidable secuencia animada. «Me echaron por imbécil», resume Crosby.

¿Qué harías si te expulsan de tu propia banda? Te comprás un barquito, obvio. Crosby pidió prestados 25 mil dólares y, después de hacer correr un rumor sobre su mal estado, se agenció un velero de 59 pies llamado Mayan. A partir de entonces, soltó amarras, se metió mar adentro en el océano Pacífico y compuso el núcleo duro de su repertorio sin moros en la costa. Sin costa: «Wooden Ships», «The Lee Shore», «Page 43», «Carry Me». «El océano es totalmente real», decía Crosby. «Lo opuesto de Hollywood.»

Para cuando volvió a tierra firme, ya estaba liberado. Ataviado con una chaqueta con flecos y los bigotes de Easy Rider, firmó el acta de un matrimonio abierto y poligámico en la catedral hippie de Laurel Canyon. Graham Nash y Stephen Stills también dieron el sí. La fiesta, que se les fue gratamente de las manos, se celebró en un pequeño pueblo llamado Woodstock. Asistió medio millón de personas. Quizás oyeron hablar de eso.

UNA TORMENTA DE MIL AÑOS

La sentencia a muerte se cumplió, pero llegó con un delay de siglos. Acusada de adulterio y conspiración contra el rey Arturo, la reina Guinnevere fue condenada y se perdió en un exilio psíquico de conventos y apariciones. Por siglos, casi nadie volvió a verla. Un día cualquiera en la era de Acuario, David Crosby la adivinó en los ojos verdes de su amante. Una rubia tocada por la dicha del ánimo, que leía novelas de ciencia ficción y tallaba versos sobre madera: «El miedo es un asesino de la mente». Para hacer correctamente la invocación, Crosby tuvo que modificar la afinación de su guitarra, armonizar las voces de su grupo y utilizar un leitmotiv de Miles Davis. La composición de «Guinnevere», en ese sentido, podría decirse que logró parcialmente su objetivo y provocó un efecto secundario. En el proceso, Crosby se enamoró de Christine Hinton.

A mediados de 1969, se mudaron juntos a una casa de Bay Area. La vida les sonreía. El disco debut de Crosby, Stills & Nash (CSN) estaba en la cima de los rankings y la pareja era parte de la realeza andrajosa del rock and roll. En una de las fotos que Crosby atesoraba, aparecen abrazados y desnudos a orillas del mar. La imagen está en blanco y negro, pero no hay forma de exagerar la luz que los ilumina. El 30 de setiembre, Hinton decidió llevar a sus dos gatos al veterinario. Le pidió ayuda a su amiga Barbara y tomó prestado el Volkswagen de Crosby. Era una escena idiosincráticamente hippie. Dos chicas en sus tempranos 20 cruzando la pequeña ciudad californiana de Novato en el Volkswagen de uno de los miembros de la gran banda del momento. El aire, sin embargo, estaba ligeramente enrarecido. Solo un mes antes, los discípulos de Charles Manson habían pintado con sangre las paredes de la casa de Roman Polanski. De pronto, uno de los gatos saltó sobre la falda de Hinton, el vehículo perdió el control y se estrelló de frente contra un autobús escolar. Crosby recibió la llamada telefónica y corrió hasta el hospital para reconocer el cuerpo. Según Nash, nunca volvió a ser el mismo.

«¿Alguna vez mataron a alguien a quien amabas?», se preguntaba Crosby, 50 años después. «Después de eso, no podés volver atrás y arreglar ningún error. No hay redención posible. Quedás congelado en el tiempo. Me pasé meses llorando, solamente porque no sabía qué otra cosa podía hacer. No nos preparan en absoluto para la muerte. No es algo sobre lo que podamos hablar, pero de repente aparece este vacío. Te arrancan algo y queda este lugar vacío, este agujero gigante que querés llenar. Por supuesto, si sos como yo, empezás a torturarte: debería haber hecho esto, debería haber dicho esto otro. Mucha gente, Nash en particular, me acompañó. Gracias a ellos no hice nada estúpido, como rendirme.»

En el medio del temporal, el trío se unió a Neil Young y comenzó las sesiones de grabación de Déjà Vu. Crosby hizo buena parte del duelo en los flamantes Wally Heider Studios. A veces, interrumpía una sesión para sentarse a llorar. Otras veces, se concentraba en sus aportes. En una ocasión se subió a su velero, hizo mar adentro y, cuando ya no pudo ver la costa, arrojó las cenizas de Christine al océano. Después de un buen rato, alzó la vista. El horizonte estaba lleno de éxito, culpa y drogas duras. En cualquier orden.

En los meses que siguieron, Crosby, Stills, Nash & Young (CSNY) tocó en los festivales capitales de la era de Acuario y reaccionó a la masacre de la Universidad Estatal de Kent con uno de los grandes singles del período: «Ohio». Poco a poco, Crosby comenzó a trabar amistad con la cofradía de los Grateful Dead y su círculo de confianza se expandió hacia la comunidad ácida del anillo de San Francisco. Empujado por todos esos amigos, sacó de la galera las canciones secretas que venía acumulando desde hacía años. Algunas se remontaban a los días con los Byrds. Otras eran descartes de CSNY. Todas, de una manera misteriosa, exorcizaban la energía inestable del momento. Colgada de la aleta de la morfina, «Laughing» era un prodigio de guitarra pedal-steel y versos de revelación invertida: «Y pensé que había encontrado la luz/ que me guiaría a través de mi noche/ y de toda mi oscuridad./ Estaba equivocado/ solo eran reflejos/ de la sombra que veía».

Como quien se anima lentamente a meterse al mar, Crosby volvió a entrar a los Wally Heider Studios. «David no parecía tener un plan en absoluto», dice el ingeniero Stephen Barncard. «Era pura forma libre. Es decir, tenía estas canciones en su cabeza. Algunas venían cocinándose desde la época de los Byrds, pero nunca se las mostró a demasiada gente. Me sentía privilegiado de asomarme a ese mundo que él habitaba. David no puso reglas. “Estas son mis canciones: hagan lo que quieran.” Había una presencia en el estudio. Lo podías sentir.»

Todo parece indicar que la dinámica de las sesiones no fue precisamente profesional. Como no parecía un disco, tampoco es que hiciera falta. Detrás del disparatado nombre de Planet Earth Rock and Roll Orchestra, se fueron alistando los soldados más avezados de la contracultura: Joni Mitchell y los CSNY en pleno, pero también miembros insignes de Jefferson Airplane, de Quicksilver Messenger Service, de Santana y de los Grateful Dead. Todos comandados, cómo no, por el inefable Jerry García. «Fue la experiencia más inocente, espontánea e intuitiva que te puedas imaginar», dice Crosby. «A cualquiera que cayera en esas noches en las que estábamos haciendo el disco le cantaba una canción y se metía a grabar. La amistad que me mostraron, el aguante que me hicieron fueron de las cosas más lindas que me pasaron en la vida.»

Pese a la naturaleza de las sesiones, la música no es precisamente autoindulgente. Es una cruzada llena de peligros, de a ratos guiada por la luz ambarina del amor («Music is Love», por ejemplo) y de a ratos sofocada por el terror («Cowboy Movie», por ejemplo). La foto de la portada, como corresponde a un clásico, adquirió estatura de ícono. Un retrato superpuesto con el atardecer oceánico que parece unirse a la saga de Mediterráneo de Serrat y del primer disco solista de Ariel Minimal. El título es un enigma: Si solo pudiera recordar mi nombre…

El 10 de enero de 2023 cargué ese primer disco solista en mi Fiat Palio modelo 2009. Volví a ver la película Echo in the Canyon (solo para escucharlo conversar con Jakob Dylan) y me pasé todos estos días manejando por la ciudad vacía con la voz de Crosby en los parlantes. Te estabas preparando, me dijeron. No sé. Tengo 42 años y no quiero poner la radio. La música pop contemporánea tiene cosas geniales, llenas de swing y de invenciones, pero no puedo cantarlas. No sin sentirme disociado. No sin sentirme, en el peor de los casos, un canalla. La razón es bastante simple: no comulgo con el sustrato espiritual. No le estoy pidiendo a Duki que cite a Whitman o vaya a las marchas, que ponga un acorde de novena. Solo estoy diciendo que Crosby era un pibe cuando cantó estas canciones, y no un fuckin’ artista de culto. ¡Tenía un disco cuádruple platino! Y ojo que Crosby también se la dio en la pera.

Gracias a sus exabruptos, la legendaria gira del regreso de CSNY se ganó el apodo de Doom Tour. Era 1974. Hablamos de tiburones de la industria, groupies, egos desbordados, tensiones políticas en las postrimerías del Watergate, peleas y una cantidad de cocaína que haría retroceder al mismísimo Scarface. Un anecdotario muy divertido que sería fútil sin la sublimación de la música: la cancionística folk y la zapada eléctrica; las armonías y el desgarro; la flema y la furibunda declaración de principios. La cima y la decadencia. En una palabra –o en tres–: el rock and roll.

A partir de entonces, todo el mundo sabe que Crosby entró en el espiral de su propio malström. Su adicción a los opiáceos alcanzó proporciones ciclópeas y, llegado un punto, el FBI imprimió su célebre cartelito de «Buscado», por un asunto de armas y posesión. Era oficialmente un fugitivo. La secuencia de su escapada es cinematográfica y –a su modo, a su singularísimo modo– también es metafísica. Crosby cruza buena parte del país a bordo del avión de un narco y, siguiendo el trazado de su línea de fuga, decide atrincherarse en su propio velero. A la espera de la Policía o la muerte o quién sabe qué. Pasan los días, las semanas. Abandonado a su suerte, el Mayan oscila amarrado a su muelle y Crosby entra con paso felino en el grado cero de la voluntad. El mundo lo abandona, lo deja atrás. Qué momento, dice Crosby. Qué momento.

La iluminación nunca es gratuita. Después de una temporada en la cárcel, Crosby salió con una nueva política de reducción de daños. Contrajo matrimonio con Jan y se reunió mil veces con CSN o CSNY, pero la célula finalmente implotó mientras cantaba un villancico navideño, cosida por dardos venenosos y deudas imposibles de saldar. «Tengo dos o tres ataques al corazón y ocho stents», enumera Crosby, en Remember my name. «Soy diabético y una hepatitis C me destrozó el hígado, así que me tuvieron que trasplantar. Ninguno de mis viejos amigos quiere hablar conmigo. Tengo miedo. Tengo miedo de morir. Y estoy cerca. No me gusta. Quisiera tener más tiempo. Mucho más tiempo.»

El esprint final es épico. Como si finalmente hubiera recordado su nombre, Crosby graba una tanda de discos gloriosos junto a su hijo James Raymond y se conecta con una nueva generación de músicos. Arma la Lighthouse Band y, antes de subirse a cada micro de gira, abraza a sus perros y besa a su compañera. Cruza los dedos. Todos tenemos los días contados, parece decirnos el tipo, pero yo estoy caminando con la muerte a mi lado. En medio de la pandemia, incluso, reúne todo lo que hacía falta y registra un puñado de canciones más con su hijo. «Estoy sentado en el porche de mi casa, como si fuera el borde de un precipicio», canta, en el final de ese disco. «Me enfrento a una tormenta de mil años y no sé si estoy muriendo o a punto de nacer. Pero hoy quiero estar con vos. Y no me voy a quedar por mucho más.»

David Crosby no tuvo una carrera: tuvo una vida.

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