No muchos creadores hablaron de la muerte con la fuerza con que lo hizo Selva Casal. Su obra poética, que supera la decena de títulos, es una permanente interrogación por sorpresivas e incesantes presencias que redimensionan la experiencia cotidiana. Inclinada hacia las formas libres del verso, su poesía parece irrumpir en el colmo del dolor por la pérdida hasta que, finalmente -y como expresa en el prólogo o “pórtico” de su antología Ningún día es jueves-, «aquel dolor o aquella imagen atroz que nos perseguía puede convertirse en ángel guardián, en astro errante o algo así, y entonces decimos que es bello, olvidando además que desconocemos el sentido de lo bello».1
Su escritura posee un fuerte carácter rítmico, casi siempre torrencial, pero a la vez alerta a cada palabra, ya que, citando a Marosa di Giorgio, «recato y pasión son sus signos». Alejandra Pizarnik, por su parte, decía de su libro Poemas 65 (1965): «Tan bello, tan preciso, tan terrible, tan justo».
Se trata de un registro que porta una metaforicidad tributaria del surrealismo francés, de inagotable capacidad asociativa, asomada en no pocas ocasiones al delirio. «No tengo nada que contar/ salvo que vivo en un constante delirio/ en un insomnio», afirma la poeta.2 Un mundo que hace de la noche su credo y por el que pasan escaleras y relojes, asesinos, fantasmas y arañas inmensas: invenciones continuas de una imaginación proliferante, que busca poner en suspenso lo conocido. Con una identidad fragmentada y la memoria en caos, el sujeto de la enunciación, que a veces adopta una voz masculina, se vuelve presa del sentimiento de lo ominoso al estar rodeado de objetos de la cotidianeidad que, súbitamente, incorporan visos amenazadores.
Selva Casal nació en Montevideo en 1927. Hija de María Concepción Muñoz y del poeta y editor Julio J. Casal, no tardó ella misma, al igual que sus hermanos, en escribir versos. En su ensayo biográfico Mi padre, Julio J. Casal (1987), la poeta expresa: «Hablábamos en secreto, hablábamos en poesía desde cuando yo todavía no tenía palabras», para agregar más adelante: «Estábamos sumidos en su voz como la planta en su tierra, decía a veces en voz alta sus poemas, nosotros los recogíamos en nuestras horas, en nuestros juegos». En 1954 muere Julio J. Casal y, ese mismo año, su hija es distinguida con el Premio del Ministerio de Instrucción Pública por Arpa, un delgado primer volumen de poesía que publicaría recién en 1958. En adelante, la inminencia de la muerte (o la muerte consumada) y la escritura estarán estrechamente ligadas. «Escúchame, no temas/ ya hemos muerto./ Ha pasado la verde/ fragancia de los años/ pero mi infancia/ duerme aún en tu mano», se lee en su ópera prima, en una línea romántica que luego quedará relegada.3
La voz de Selva Casal se alza muchas veces desguarnecida, pero sostenida en el encuentro emocional con un lector que está avisado de sus obsesiones y persistencias, pues como señala en Poemas de las cuatro de la tarde (1962), su tercer libro: «Voy a hablarte de casas profundas como un vértigo/ de hombres que mueren a una hora fija/ y paredes que vuelven importante la desventura». O en los versos que abren su segundo libro, Días sobre la tierra (1960): «Es inevitable que yo me suicide/ cuando den las doce». Como en Idea Vilariño, la presencia de la muerte por voluntad propia es un suplicio y una liberación del sufrimiento de vivir. Si bien ambas poéticas sostienen ese peso de la nada, el lirismo de Selva Casal encuentra, para este motivo, otras vías de expresión y otros efectos de lectura. Para Vilariño, el impulso tanático es el resultado de una profunda y demorada reflexión sobre el sentido de la existencia; en la última, la palabra parece plegarse con cierta simultaneidad al trance mismo del dolor. A partir de imágenes pesadillescas que se imantan las unas a las otras y revelan un desasimiento del mundo, Selva Casal torna vívido ese tránsito por el equilibrio íntimo de la locura y el vértigo que conlleva.
Asimismo, sin abandonar nunca su condición de extraña entre las cosas, la autora supo procesar desde un compromiso estético y personal las circunstancias políticas que atravesó el país hacia la década del 70. Tan es así que la publicación de No vivimos en vano (1974) le valió la destitución de sus funciones como penalista y docente. Si ya en Han asesinado el viento (1971) escribía versos que parecían anunciar el terror de la dictadura, en Nadie ninguna soy (1983), publicado aún durante el régimen, afirma: «El mundo ha declarado la guerra/ el amor ha declarado la guerra». Y en el mismo volumen: «Siento que no importa morir/ que sí me importa el mundo/ este mundo/ constelado de muertes y de sombras/ golpeándome las vísceras». En este título, Selva Casal denuncia la opresión mediante símbolos e indicios; explota las formas elípticas del lenguaje poético al tiempo que se anima a nombrar la tortura. A su vez, invierte algunas claves de su poesía, ya que si en sus libros anteriores era visitada por figuras espectrales, ahora es ella la que forma parte de una comunidad de fantasmas: «Nosotros somos fantasmas que tocamos la noche/ nosotros somos fantasmas».
Así como las imágenes cambian su signo de un libro a otro, de la misma forma algunas composiciones ya publicadas se resignifican al insertarse en un volumen posterior. Más que una intervención razonada, estos retornos de la propia obra, como si la poeta recogiera al azar pedazos de su vida, refuerzan la idea de que «un poema no tiene principio ni fin».4 Vida y poesía tienden al desorden, no se dejan sistematizar.
A lo largo de más de 50 años de oficio poético, Selva Casal elaboró un discurso que, sin cortar los vasos comunicantes con su entorno, tendió a transgredir, -palabra cara a la poeta-, las leyes de la realidad. Cuenta en el documental Entre dos orillas5 que, en una época, solía decir que sus composiciones eran en realidad transcripciones de sueños, pues esta era la única forma de justificar su naturaleza extraña. Es que, inmersa en el destiempo de la noche, su poesía se orienta hacia una búsqueda incisiva por los interiores más oscuros del ser: «En nuestro cerebro sólo el 10 por ciento es razón/ lo demás es vacío para llenar de astros/ noctilucas luciérnagas/ el no saber por qué».6 Desentendidos en general de la puntuación, en su obra los versos se desatan como ráfagas lunáticas para dar con el secreto de ese vacío en el que comparecen los vivos y los muertos, lo posible y lo imposible, el sueño y la vigilia. En este punto, la impronta de Selva Casal establece ciertas afinidades con poetas de generaciones posteriores, como Julio Inverso, que, en una vertiente visionaria, concebía la creación como una apertura hacia otras esferas de la experiencia humana.
Los dos últimos libros de la autora, Biografía de un arcángel (2012) y Abro la puerta de un jardín de plata (2016), giran en torno al desgarro que produce una reciente ausencia familiar. Se cierra de este modo el ciclo de una obra hecha de dolorosas pérdidas y potentes revelaciones: «Nos pasa a todos sospechamos/ Que somos felices y adiós/ Aparece ella oscurísima y adiós/ Aparece ella oscurísima/ Exhausta/ A devorarlo todo».7 Vivir es atroz, afirma en uno de sus textos, y, sin embargo, su escritura deslumbra en su entrega total, en su intensidad sin tregua.
1. «Pórtico», Ningún día es jueves, Montevideo, Ediciones de Hermes Criollo, pág. 7.
2. «Sin historia», Vivir es peligroso, Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 2001, pág.29.
3. «A mi padre», Arpa, Montevideo, Colección Delmira, 1958, pág. 5.
4. «Un poema», El grito, Montevideo, Artefato, 2005, pág. 10.
5. Documental completo disponible en: https://vimeo.com/281788041
6. «No todos dormiremos», El grito, Montevideo, Artefato, pág. 25.
7. «Silencioso», Biografía de un arcángel, Montevideo, Estuario, 2012, pág. 29.