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Sobre la concesión del monopolio a Katoen Natie en el puerto

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En el escándalo de la concesión de un monopolio portuario por 60 años a la belga Katoen Natie se suman mentiras descaradas, justificaciones descacharrantes y contradicciones reveladoras, que le dan un marco pintoresco a la indignidad principal. Mientras la negociación progresó en el más absoluto secreto, el ministro de Transporte (hoy del Interior), el secretario de la Presidencia y el prosecretario gozaron de total impunidad. Cuando el presidente informó al Parlamento el 1 de marzo sobre la existencia de esa negociación, sin dar detalles, se prendieron las luces rojas; después de todo, la familia Lacalle tiene un profuso historial sobre privatización portuaria. Pero a fines de abril, cuando el decreto respectivo dio a conocer los términos de la concesión, todos los integrantes de la coalición debieron ponerse al día con la ingrata tarea de buscar los elementos de defensa para un negociado indefendible. Es que, aunque el ministro Luis Alberto Heber concentraba los focos, la responsabilidad estaba compartida por todos los integrantes del Consejo de Ministros que habían refrendado el acuerdo y no podían alegar ignorancia.

Entre las mentiras descaradas hay que anotar la del ministro Heber. Después de que reiterara que existían informes jurídicos y económicos que avalaban el acuerdo, pero que se mantenían en reserva, fue necesario reclamar que la Justicia entregara dichos documentos, para terminar revelándose que la carpeta estaba vacía y que, entre otras cosas, esos documentos eran inexistentes, porque los respectivos servicios del Ministerio de Transporte habían considerado que los términos pactados eran inaceptables, tal como afirmó el senador frenteamplista Charles Carrera al fundamentar el pedido de censura. Más inconcebible aun fue el intento del secretario de la Presidencia, Álvaro Delgado, de que integrantes de los citados servicios respondieran los recursos interpuestos por un conjunto de empresas; por supuesto, se negaron, «con gran dignidad». Delgado, ante el fracaso de su gestión, volvió a parapetarse en el caballo de batalla del discurso oficial, según el cual todo lo malo que hace este gobierno coaligado tiene un atenuante en lo malo del gobierno anterior. Como fórmula para atajar críticas, el recurso es endeble, pero debe tener su beneficio en la manipulación de la opinión pública, porque de otra manera no se repetiría tan machaconamente.

La defensa del acuerdo –es decir, la defensa de los intereses de Katoen Natie– abundó en la estrategia descarada de reafirmar la antítesis; así, el perjuicio se convirtió en beneficio, lo ilegal en legal, lo oscuro en transparente, lo inadecuado en correcto, lo degradante en excelente. Esa alquimia durante las veintipico de horas de debate parlamentario no provocó ni siquiera un sonrojo, lo que delata no solo impunidad, sino, además, soberbia.

Los aplausos en ese ejercicio de descaro se los llevó el senador blanco Sergio Botana, quien, al fundamentar por qué la concesión del monopolio portuario era un beneficio para el país, argumentó que el Estado no sabe cómo agrandar muelles y dragar el puerto y, además, para hacerlo, tendría que contratar nueva deuda externa. En la pasión por la defensa, Botana «olvidó» que el dragado, en el acuerdo, queda a cargo de la Administración Nacional de Puertos (ANP), una erogación anual que se multiplicará por 60.

Sin embargo, la principal contradicción fue aportada por el general Guido Manini Ríos en la sesión del Senado que discutió el planteo del Frente Amplio de censurar al ministro Heber, y que, como era esperable, fracasó por 12 votos en 30. Para entonces, ya se sabía que el monopolio era ilegal; que la renuncia del Estado a fijar y controlar las tarifas era inconstitucional, que el acuerdo era una entrega de la soberanía y que de un plumazo enriquecía a los belgas con un aumento de 1.000 millones de dólares en el valor de su «patrimonio uruguayo»; que la amenaza de un juicio contra el Estado por 1.500 millones de dólares era un cuco de Halloween; que quedaba pisoteada la inicial concepción artiguista de 1815 de un puerto al servicio del comercio justo con los pueblos libres y una barrera a los intereses de «ingleses, españoles, portugueses y paraguayos»; que enterraba el objetivo nacional del nacimiento de monopolio estatal mediante la ley sobre la ANP de José Batlle de 1916; que esta última concesión hacía palidecer aquella privatización de Luis Alberto Lacalle Herrera con la Ley de Puertos de 1992, que introdujo el sistema de puerto libre equiparado a una zona franca (como de hecho había funcionado en la Nueva Troya durante la Guerra Grande en el gobierno de la defensa) y que su sucesor, Jorge Batlle, profundizó al rematar la playa de contenedores en beneficio de Katoen Natie en 2001, y que todo esto para Lacalle hijo, Luisito, resultó francamente insuficiente.

Con esos elementos sobre la mesa, el senador Manini, en uso de la media hora previa al comienzo de la sesión del 1 de setiembre, aludió al sentido de la fecha patria del 25 de agosto: «Ser independientes es defender nuestro patrimonio, es pensar el país que les dejaremos a las generaciones futuras, es no aplicar a pie juntillas políticas pergeñadas en otras latitudes que tienden a debilitarnos, a dejarnos inermes frente a aquellos que vienen por nuestros recursos; es ser sujetos de nuestra historia, no renegar de nuestro pasado. Es volver a la esencia del artiguismo. Es hora de dejar de lado las mezquindades políticas, que solo miran el próximo proceso electoral. Es hora de demostrar grandeza».

Y después, sin aparente picazón de conciencia, votó en contra de la moción de censura, seguramente para no descalificar a su esposa, la ministra de Vivienda, Irene Moreira, y a su dilecto colaborador, el ministro de Salud Pública, Daniel Salinas. Ambos firmaron, como miembros del Consejo de Ministros, el decreto de concesión y sus anexos con los textos infames de los acuerdos. En la sala quedó flotando aquel reclamo de los senadores frenteamplistas que pedían un argumento, uno solo, para al menos entender la infamia. No lo hubo, de modo que la razón de esa entrega del patrimonio seguirá alimentando las más variadas sospechas.

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