Todo pudo haber sido diferente. Llovía ese día, la madre lo recuerda bien porque caminó por el paradero de autobuses una y otra vez, buscando a su hijo. Acababa de verlo llegar, la saludó desde el andén H y se distrajo atendiendo a unos clientes.
Braulio Bacilio Caballero, de 13 años, había llegado a apoyar a su madre en el puesto de Pantitlán tras salir de la secundaria, pero fue atropellado por una combi de la ruta 103 que salía del paradero y arrastró el cuerpo del niño casi un quilómetro. Cuando su madre levantó la vista y no lo vio, salió a buscarlo. Cerró el puesto, pidió ayuda a la Policía para vocear su nombre por los altavoces del sistema de transporte. Caminó bajo la lluvia hasta las dos de la mañana.
Su hijo, aún con vida, fue trasladado a la emergencia del hospital Balbuena. Al no tener identidad, fue referido erróneamente como un hombre adulto de 20 años, que murió pasadas las ocho de la noche del 28 de octubre de 2016. Cuando Fernanda Caballero –su madre– y Miguel Bacilio –su padre– presentaban la denuncia por la desaparición de Braulio, su cuerpo era trasladado en calidad de desconocido al Instituto Médico Forense de la Ciudad de México. Los padres, en cambio, fueron derivados al ya extinto Centro de Apoyo a Personas Extraviadas y Ausentes, la instancia oficial que atendía los casos de personas de- saparecidas hasta que la realidad la desbordó y forzó la creación de instituciones específicas que la sustituyeron a fines de 2018. Los padres de Braulio denunciaron su desaparición ante aquella institución prehistórica y ya entonces confirmaron lo que intuían desde el primer momento: que la búsqueda dependía de ellos.
Trabajaban durante el día y caminaban durante la noche, volanteando carteles que fotocopiaban a color, porque las autoridades les habían dado una sola copia de un afiche blanco y negro con un retrato inidentificable. Pronto perdieron el trabajo, cambiaron de casa, se desbalancearon económicamente, descuidaron a su hija menor y lo lamentan, se cansaron de pelear y de estar tristes. Durante un mes, el cuerpo de quien tanto buscaban estuvo bajo custodia del forense que le realizó las pericias de ley, utilizadas para sentenciar al chofer de la combi que lo había atropellado. Al terminar ese primer mes, fue enviado sin identificar a una fosa común y enterrado en el panteón Dolores, donde permaneció burocráticamente desaparecido durante cinco años y medio.
Todo esto Fernanda y Miguel lo supieron el 11 de abril de este año, cuando la fiscalía capitalina los citó para comunicarles que habían hallado finalmente el expediente con toda la información, incluso una grabación del accidente, las fotos del niño en la plancha del forense y su ubicación en el entierro oficial. También lo filtraron a la tele y la noticia salió al aire en el mismo momento en que los padres se enteraban. Si Braulio estuvo desaparecido fue porque, en vez de investigar en Pantitlán, las autoridades sostuvieron sin pruebas contundentes que su desaparición era «voluntaria», que se había ido con alguna novia, que andaba en el vicio, en la calle, que era prisionero de una red de trata y, por supuesto, que la culpa era de sus padres, que no habían sido lo suficientemente comprensivos y cuidadosos con su adolescente. Fue su valor al emprender la denuncia pública, sobreponiéndose a esa estigmatización que fluía para paliar la falta de investigación efectiva, lo que nos permite saber hoy dónde estaba Braulio: siempre lo tuvieron las autoridades.