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Perú: el gobierno de los 22 muertos

Democradura en los Andes

Sin votos ni bancada propios, Dina Boluarte se apoya en la Policía y el Ejército y sus feroces métodos represivos. Mientras tanto, un Congreso impopular maniobra para aferrarse al poder ante los mayoritarios pedidos de renovación.

↑ Funeral de José Luis Aguilar, de 22 años, asesinado por proyectiles de largo alcance en los enfrentamientos entre manifestantes y fuerzas armadas que tuvieron lugar en Ayacucho, Perú, el 18 de diciembre de 2022. AFP, JAVIER ALDEMAR

Durante 28 días el gobierno de Dina Boluarte ha seguido los lineamientos de una democradura. En su segunda semana de mandato, tras protestas a favor del adelanto de elecciones generales y el cierre del Congreso, el Ejecutivo estableció el estado de emergencia en todo el país, y la represión policial y militar de las manifestaciones y de actos vandálicos causó la muerte de 22 civiles en las regiones Apurímac, Ayacucho, Arequipa, Junín y La Libertad. Boluarte, jefes militares y policiales, y la mayoría de la prensa capitalina descalificaron a quienes protestaban llamándolos «grupos violentistas» o «azuzados», que provocaban «violencia sin razón alguna». Este miércoles reiniciaron los paros y movilizaciones con más demandas: la renuncia de Boluarte y justicia para las víctimas fatales y los cientos de heridos causados por la desproporcionada represión policial y militar. La presidenta no considera válidos estos pedidos, pues los considera «políticos», y, mientras tanto, el Congreso modifica las normas para que los comicios anticipados de 2024 favorezcan a quienes ocupan escaños en la actualidad. La larga crisis político-social continúa en el país andino.

La mayoría de especialistas no considera al régimen una alianza cívico-militar, pese a que la Policía y los militares han dado la línea a la presidenta para desacreditar las protestas, poner en un mismo saco a manifestantes y a vándalos, y hacer la vista gorda respecto a su responsabilidad política con respecto a tantas muertes de civiles –fuera de Lima– en poco más de una semana.

El sábado 17, Boluarte afirmó en un mensaje televisado que quienes protestaban estaban desinformados, porque ella había llegado al poder mediante una sucesión constitucional, luego de que Pedro Castillo diera un autogolpe. A continuación, pasó la palabra al jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, Manuel Gómez de la Torre: no a su ministro de Interior ni al de Defensa, que estaban a su lado. «Son malos peruanos perpetrando actos de terrorismo», dijo el general del Ejército.

El más destacado internacionalista peruano, Farid Kahhat, comentó que el militar había incurrido en un hecho grave, usando uniforme de faena, al violar el artículo 169 de la Constitución. Este dice: «Las fuerzas armadas y la Policía Nacional no son deliberantes. Están subordinadas al orden constitucional». Mientras tanto, el general Óscar Arriola, jefe de la Policía antiterrorista, aseguraba que entre quienes cometieron actos vandálicos hubo miembros de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. Y lo dijo pese a que ambas organizaciones terroristas han desaparecido hace dos décadas.

El domingo 18, Boluarte nombró como cabeza de la Dirección Nacional de Inteligencia a un militar en retiro que fue ayudante de un general condenado a 25 años de prisión por dos masacres cometidas durante el gobierno de Alberto Fujimori. El funcionario había sido, hasta antes de esa designación, asesor de un congresista de ultraderecha y en televisión había calificado de «insurgencia terrorista» las protestas que empezaron el 8 de diciembre, al día siguiente de que Boluarte asumió el cargo en reemplazo del exlíder sindical y maestro rural.

«Más que aliarse con las fuerzas armadas, el Ejecutivo le está dando señales de que el famoso “orden” es la prioridad y, por eso, siente que si se protege “activos críticos” (como infraestructura de empresas de hidrocarburos y aeropuertos), el incremento de la fuerza está legitimado», comenta la exministra de Justicia y catedrática de Derecho Ana Neyra, consultada para este despacho.

LAS VÍCTIMAS

Los primeros que murieron por disparos de la Policía fueron seis ciudadanos de Apurímac, una región quechua-hablante en la que el 80 por ciento de electores votó por Castillo en la segunda vuelta de 2021. Dos eran adolescentes, tres tenían 18 años y otro, 19. La represión ocurrió luego de que un grupo vandalizó el aeropuerto de Andahuaylas y una comisaría, el 11 de diciembre. Pocos días después, en la sureña ciudad de Arequipa hubo otro intento de invadir la pista de aterrizaje y la Policía disparó contra uno de los manifestantes, un padre soltero en condición de pobreza extrema.

Pero en Ayacucho, la región más afectada por la violencia del terrorismo y la contrasubversión entre 1980 y 2000, el Ejército disparó con fusiles Galil –armas de guerra– a poca distancia de las personas, y también desde helicópteros, el jueves 15. Diez fueron las víctimas, entre ellos, personas que no participaban en las protestas ni actos vandálicos, sino que salieron a auxiliar a heridos o se asomaron afuera de su casa a mirar, debido al tronar de los helicópteros y los disparos, luego de que individuos vencieron la valla de alambre del aeropuerto de la ciudad de Huamanga, capital de la región Ayacucho. La Defensoría del Pueblo, solitariamente, invocó esa tarde al Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas a cesar el uso de armas de guerra y el lanzamiento de lacrimógenas desde helicópteros.

Al día siguiente en Junín, selva central, policías y soldados del Ejército abrieron fuego contra manifestantes que habían bloqueado una carretera por más de una semana y mataron a tres personas. La última víctima por disparos de la fuerza pública en esos días fue Xavier Candamo Dasilva, en la costa de Arequipa, cuando la Policía y el Ejército despejaron a tiros una carretera bloqueada por trabajadores de la minería informal. El mismo 19 de diciembre circularon los videos del disparo por la espalda que recibió Candamo y su caída al piso. Decenas de transmisiones en vivo de medios locales y grabaciones caseras hechas por los ciudadanos desde sus ventanas o azoteas han evidenciado la desproporción de la violencia, especialmente vía Facebook y Tiktok.

LA DIVISIÓN SOCIAL DE LOS MUERTOS

Los puestos de los mercados en las principales ciudades vendieron cientos de muñecos para quemar en Año Nuevo con los rostros de Castillo –alusivos al fallido autogolpe– o los de la presidenta, con carteles de «Dina asesina», «Dina Balearte», «Dina, renuncia». Según la Defensoría del Pueblo, entre el 11 y el 21 de diciembre hubo 392 civiles heridos, de los cuales 26 seguían hospitalizados hasta el 2 de enero. La Policía sostiene, por su parte, que hubo 290 efectivos heridos. Además, debido a accidentes de tránsito ligados a los bloqueos de carreteras durante las protestas, hubo otros seis civiles fallecidos.

«En la sierra los matan como a perros, pero cuando matan en Lima es diferente», comentaba con molestia el 1 de enero una mujer de origen andino, comerciante de verduras en un mercado de la capital. Los muertos civiles de diciembre por proyectiles de pistolas o de fusiles Galil y por impacto de granadas de gas lacrimógeno empleadas por los agentes han ocurrido en territorios donde, desde la década pasada, la fuerza pública usa balas para dispersar manifestaciones o plantones en conflictos sociales, y donde los asesinatos cometidos por el Estado quedan impunes.

La abogada Rocío Silva Santisteban, exsecretaria ejecutiva de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, recuerda que en el asesinato de civiles en dos localidades de Cajamarca (sierra norte) durante un conflicto entre comuneros rurales y una transnacional minera en 2012, la fiscal halló que los proyectiles eran de los fusiles Galil que usó el Ejército contra los ciudadanos. Ese mismo armamento usó el Ejército en los alrededores del aeropuerto de Huamanga, el 15 de diciembre. «En Lima no se utilizan balas, sino balines», añade la excongresista, con referencia a las postas de plomo con las que policías asesinaron a manifestantes en noviembre de 2020 en la capital.

En las protestas actuales en Lima, los heridos son a causa de los golpes de la Policía para dispersar a manifestantes. El acceso a la plaza San Martín, uno de los dos puntos tradicionales de manifestaciones ciudadanas en el centro de la capital, continúa bloqueado por policías y militares desde el 16 de diciembre. Quizá desde los años setenta no ocurría algo así.

Además, el 2 de enero la Policía desalojó violentamente a un grupo de manifestantes que se instaló desde mediados de diciembre en carpas en la plaza Manco Cápac, también en la capital. Tres personas fueron detenidas, pese a que estaban paradas en la plaza sin cometer ninguna falta. «¿Cuál es mi delito? ¡Dígame cuál es mi delito!», exigía uno de los hombres mientras era llevado a rastras por varios policías. Dichos manifestantes llegaron el mes pasado desde varias regiones del país para participar de las protestas a favor del anticipo de comicios y el cierre del deslegitimado Congreso, cuya mayoría es conservadora y desde el inicio del gobierno de Castillo buscó sacarlo del cargo.

ENSAYO Y ERROR

En las calles, los ciudadanos que protestan expresan que los gobierna una dictadura. La semana pasada, en siete ciudades, artistas independientes realizaron actos para recordar a las víctimas de este gobierno y exigir justicia. Boluarte declaró en sus primeras entrevistas que las muertes estaban siendo investigadas por la fiscalía y que el jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas le había indicado que también las vería el fuero militar. La presidenta no tuvo en cuenta que las violaciones a los derechos humanos cometidas por las fuerzas del orden no son delito de función y van al fuero común. Un par de días después, el tribunal militar-policial le enmendó la plana a la mandataria.

«No creo que estemos en un gobierno cívico-policial-militar, porque implicaría un comité desde el cual están tomando las decisiones y no tenemos evidencia de que eso esté ocurriendo. Lo que sí ocurre es mucha improvisación al afrontar algunos escenarios de diálogo y escenarios de oposición. A eso se suma la poca costumbre y la poca madurez para asumir los roles de las fuerzas armadas y la propia Policía. Ello explica por qué el poder civil recurre a esas instituciones para tomar medidas con consecuencias complicadas y letales, como las que se han podido ver», explicó un especialista en política de seguridad, al preguntarle sobre las características del Ejecutivo.

Una «marcha por la paz» que convocó el jefe de la Policía antiterrorista para desacreditar las protestas fue desautorizada dos días después en un comunicado oficial de la Policía Nacional, luego de las críticas a que dio lugar por infringir la Constitución. Para el especialista, esas marchas y contramarchas evidencian desorden y fragmentación: «No corresponde a un contubernio cívico-militar-policial, porque ha habido varias contradicciones internamente», agregó.

Además, este lunes, la presidenta informó que evaluaba cambiar al jefe de la Dirección Nacional de Inteligencia (DINI) –debido a que el militar en retiro calificó públicamente de «insurgencia terrorista» las manifestaciones–. Fue la primera vez que mencionó que había que diferenciar entre los terroristas y los que protestan pacíficamente. Un par de días después, en una entrevista radial, Boluarte atribuyó al funcionario el error de los días previos. «La información de la DINI estaba sesgando la situación de querer llamar a todas las personas que salen a la manifestación como terroristas y no lo son», refirió.

La historiadora Cecilia Méndez ha cuestionado que el Ejecutivo, dado que no tiene bancada propia, haya intentado usar a la Policía como una facción política. «Cuando el jefe de la Policía antiterrorista convocó a esa marcha, creí que estaban en camino a crear un Estado policial, más con ese jefe de inteligencia. Pero en las últimas 24 horas se han dado cuenta de que han ido muy lejos», señaló la analista, entrevistada para Brecha este martes.

«Sin embargo, continúan el estado de emergencia y la presencia de militares en los lugares donde la gente suele manifestarse por años en nuestro país. Esa presencia militar no se sentía ni en la época de [Alberto] Fujimori, porque él tenía un apoyo tan grande de los poderes fácticos que no tenía que estar con los militares en la calle. Un gobierno débil como este quiso mostrar la fuerza de esta manera: eso es intimidante y peligroso, pero esperamos que no siga por este camino», planteó Méndez.

Diferencias con Bolivia

Pedro Castillo llegó a la presidencia en 2021 con una diferencia de menos de 44.263 votos respecto de la conservadora Keiko Fujimori, procesada por lavado de activos y obstrucción a la Justicia. Era el candidato invitado a última hora en un partido de izquierda ortodoxa, y había sido maestro rural y líder de una huelga del magisterio en un gremio minoritario que surgió en 2017. Aunque algunos sectores de izquierda creen ver en Dina Boluarte un símil de Jeanine Áñez, que ocupó interinamente la presidencia de Bolivia, los procesos son extremadamente distintos.

Evo Morales era un líder indígena y cocalero muy reconocido cuando postuló a la presidencia por primera vez, en una sociedad en la que el movimiento indígena estaba más organizado que en Perú. La figura de Castillo cuando llegó al poder no era equivalente a la de Morales en trayectoria, aunque sí lo fuera simbólicamente por haber sido el primer jefe de Estado de origen rural en Perú.

En Perú, la representación política de la población indígena es muy baja y, si bien los ciudadanos predominantemente rurales que protestan contra el Congreso y contra Boluarte están organizados en federaciones y redes, no cuentan con apoyos importantes en el Legislativo o en otras instituciones, a diferencia de la fuerza que han cobrado las reivindicaciones de los pueblos indígenas en Bolivia en los últimos 20 años.

El Congreso votó mayoritariamente por sacar a Castillo del cargo, el 7 de diciembre, dos horas después de su fallido golpe de Estado, acorralado por seis investigaciones por corrupción en funciones. En cambio, Morales no pudo consumar el cuarto mandato, tras ganar las elecciones de 2019, por cuestionamientos a la transparencia de los comicios. Áñez asumió como presidenta pese a que no hubo una votación en el Congreso de acuerdo a la Constitución, sino gracias a la resolución de un tribunal y a que las fuerzas del orden rechazaron a Evo como jefe de Estado.

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