Hay, en el universo del arte del dibujo, varios y distintos registros (o caminos).
Uno de ellos es el que recorrió el gran humorista y dibujante de prensa argentino Juan Carlos Colombres, nacido en Buenos Aires el 19 de enero de 1923, quien firmaba sus dibujos y humoradas con el seudónimo del célebre asesino serial francés Landrú. En 1957 fundó su propia revista, Tía Vicenta, hasta que fue clausurada por una de las tantas dictaduras argentinas. Fue el creador de decenas de personajes satirizando a los políticos y gobernantes argentinos: “Artizi Fronduro”, “La tortuga Illia”, “La morsa Onganía”, “La pantera rosa Videla”, “Isabela la Perona”, “Raúl Chapulín”, “La Patilla Riojana” y muchísimos más. Su dibujo sencillo e inconfundible y su humor, entre inocente y mordaz, nos deleitaron hasta su reciente muerte, cuando se acercaba a los 100 años.
Como bien lo describió y reporteó mi amiga Ana Larravide en el suplemento Convivir del diario El Observador: “Con su estilo mundano y su voz ronca (un tanto pituca) ha radiografiado a diario a los argentinos en cuadritos de diez por diez centímetros de punta en blanco desde hace más de 50 años”.
Narraba Landrú que su primer dibujo fue publicado en 1945 para la revista Don Fulgencio, del dibujante y humorista argentino Lino Palacio. Fue por esa época cuando conoció al humorista uruguayo Wimpi en la editorial Sopena y la revista Vea y Lea, y en una suplencia comenzó a escribir sus textos.
También dibujó aquellos brillantes chistes de “señoras gordas” que se confunden todo.
En aquel reportaje Landrú recordaba que su padre lo llevaba al Luna Park a ver boxeo, y el niño que él era se divertía oyendo al público, como aquel día en que oyó: “¡Uy, qué otomana!”, en lugar de: “¡Uy, qué hematoma!”.
Recordaba también que su revista Tía Vicenta fue clausurada por Onganía en 1966, y piensa que eso le hizo bien, pues a los dos años le dieron el premio Moores-Cabot, en Estados Unidos. Ana le preguntó por su amor a los juegos de palabras y él le respondió que desde chico los practicaba y trataba de recordarlos. Como aquel: “¡Viva Lautaro, aunque yo Murúa!”.
Había estudiado arquitectura y trabajado en Tribunales, donde cuenta que se entrenó en estudiar y percibir a la gente y su manera de expresarse. También cuenta que su seudónimo se lo puso otro dibujante llamado Faruk (Jorge Palacio, hijo de Lino Palacio), pues según él, Colombres, con su tupida barba negra, era igualito a Landrú, el asesino francés de mujeres.
En aquel hermoso reportaje, Colombres habla de sus viajes, de sus peripecias por el mundo, de lugares para tomar copetines, de sus visitas a las boites como Mau-Mau o Zoom Zoom, la de Divito (otro gran dibujante argentino). De sus bailes de tango, milonga, salsa y merengue, pachanga, guaracha. De la orquesta Los Tururú Sereneiders, que tocaban con galera y… babero, y su personaje: Jacinto Doblebé (el viejo reblandecido Reblán) con temas musicales como el exitoso “Fuerte de caderas”; y otro personaje: Trácate, que era un viejito al que le gustaban las mulatas y salir, y al mismo tiempo era un funcionario importante… Ana le pregunta, cerca del final de su nota: “¿Cuántos años tenés, Landrú?”. “¡Uhhhh… como ochenta!”, y vuelve a reírse. En la nota, subida a Facebook en estos días, Ana lo describe como “Landrú, con nombre de canalla y estilo de marqués, tiene calle. Es capaz de dibujar la vida con un trazo de tinta y una frase mordaz”. Con nombre de calle incluido: Juan Carlos Colombres.
En el otro extremo del arco, también en estos días murió José Luis Cuevas, nacido en los altos de la fábrica de papel El Lápiz del Águila, en la ciudad de México, en 1934. Un artista muy apreciado por los museos y galerías del mundo entero, que logró la fama temprana (como bien anotó Pablo Thiago Rocca la semana pasada) pues dicen que Pablo Picasso adquirió dos de sus dibujos, y además por sus célebres enfrentamientos con el arte oficial, el de los “muralistas” de la revolución mexicana Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros. Un dibujante, grabador al aguafuerte, litógrafo e improvisador genial y prolífico. En un excelente reportaje del crítico de arte Alfredo Torres, Cuevas contó muchas de sus aventuras juveniles y enfrentamientos, sobre todo con Siqueiros, quien quiso cooptarlo para su causa e incorporarlo a sus filas.
En esa extensa nota publicada en la revista Posdata, en ocasión de la primera visita de Cuevas a Uruguay con motivo de sus dos exposiciones (una en el Museo Nacional de Artes Visuales y otra en la Galería Sur, de Punta del Este), en 1995, el artista también se despacha contra cierto folclorismo de lo que él llama “los Fridos” y la “fridomanía”. También contra Fernando Botero (el famoso artista colombiano). Al final de la larga nota está para mí lo más sustancioso, y es cuando Cuevas, a quien sí conocí personalmente (en mi opinión, un ególatra de marca mayor), enfrenta las preguntas finales de Torres sobre el autorretrato. Esta fue una práctica que acompañó a Cuevas desde su infancia, cuando una enfermedad lo obligó a estar postrado en una cama, a leer y a pensar que moriría antes de finalizar su niñez, y en la entrevista describe su autorretrato más antiguo, donde se dibuja rodeado de mujeres y con un frasco que contiene su corazón. La última pregunta de Alfredo Torres es: “¿Puede ser entonces que esa obsesión de mirarse en un espejo continuamente pueda ser como un rito para afirmar la permanencia en la vida y ahuyentar la oscuridad de la muerte?”, y Cuevas responde: “Absolutamente. Te ves en el espejo y tu imagen en el espejo te está dando la idea de que estás vivo. La muerte es precisamente la imposibilidad de seguirte contemplando en un espejo”. Para terminar, un recuerdo con el que me obsequió el otro día el artista Mario Sagradini. En ocasión de otra visita de Cuevas a Uruguay, mientras era presentado en una salita para dar una conferencia, desde el público, Jorge Páez Vilaró saliéndose del protocolo y el ninguneo uruguayo, le dijo a Cuevas: “Yo te admiro y siempre te admiré”. Yo le habría dicho lo mismo.