El concepto de inseguridad es amplio, difuso y de raíces imprecisas. Cuando aparece en el debate público se lo asocia con el delito y sus distintas formas de controlarlo. En esa línea, cuando se habla de políticas de seguridad se alude a un conjunto de respuestas institucionales específicas (Policía, Justicia, cárcel) para disminuir los delitos y mejorar las percepciones de la ciudadanía. Aun así, la idea de políticas de seguridad se mueve en zonas grises: para cierta perspectiva dominante, se trata de estrategias que se focalizan en algunas modalidades criminales y en respuestas de corte disuasivo y represivo. Para otros, las políticas de seguridad tienen que tener un mayor alcance preventivo, con diseños integrales, con amplia participación de actores y con una mirada lo más abarcadora posible sobre la diversidad de eventos que vulneran los derechos de las personas.
Esas oscilaciones hace mucho tiempo que están planteadas en el debate técnico y político. Con la llegada del Frente Amplio al gobierno nacional (2005), esos conflictos se fueron agudizando. Sin embargo, como hemos señalado tantas veces, por detrás de los ruidos y las disputas emerge una perspectiva dominante. En primer lugar, las políticas de seguridad han quedado reducidas a la priorización de ciertos delitos que ocurren en determinados territorios y a la modalidad de respuestas «realistas». En segundo lugar, frente al peso de las demandas sociales en materia de inseguridad, se ha modelado una estrategia política con base en las ideas de autoridad, orden y voluntad de castigo. Este estilo de política punitivista ha calado hondo tanto en amplios sectores de la ciudadanía como en la gran mayoría de las elites políticas. En tercer lugar, ha desaparecido del debate público la necesidad de reformas estructurales en el campo de las instituciones de la seguridad. Pasado el tiempo de algunos cambios a nivel de la Policía y la introducción de un nuevo código del proceso penal, ya no se habla de reforma o modernización, sino de fortalecimiento. Ya no se problematiza nada, ya que todo se orienta a promesas infinitas para satisfacer una demanda de inseguridad que nunca retrocede.
Pasa el tiempo, se suceden los gobiernos, y los conflictos de base que sostienen las manifestaciones de la violencia y la criminalidad se mantienen. Más aún, en algunos casos se agravan, y hay bastante evidencia de que mucho de eso se relaciona con las propias lógicas perversas de las políticas de seguridad predominantes. No son pocos los actores capaces de sostener esto, pero lo cierto es que sus discursos enfrentan obstáculos de todo tipo para configurar líneas de acción. No logran hacerlo, porque las fuerzas de la inercia son infinitamente más poderosas. Este es un punto decisivo para la reflexión política, en especial para una perspectiva de izquierda. Desde nuestro punto de vista, romper esas inercias implica un esfuerzo político mayor, que debería, al menos, reconocer cuatro niveles de reflexión: el estructural, el sistémico, el programático y el micropolítico.
En el nivel estructural caben cosas muy importantes. Primero, hay que mencionar las desigualdades persistentes que están en la base de la reproducción de la violencia y el delito. Y en ese contexto (nunca fuera de él) hay que comprender las dinámicas y las características de los factores de riesgo capaces de acelerar los elementos más negativos. No se trata solo de enunciar la pobreza y la exclusión, sino de entender cómo, a partir de ellas, se configuran los sentidos y las condiciones para la reproducción de la violencia. Estructurales son también las formas en que las economías ilegales se constituyen y consolidan, en sintonía con una lógica económica predominante. Muchos de los delitos más violentos se tienden a leer solo desde lo territorial o subcultural, sin tomar en cuenta los infinitos lazos que los atan a la reproducción transnacional del capital. Del mismo modo, son estructurales las lógicas de la vigilancia y el control, que se expanden de manera apabullante. A partir de la inseguridad, se desarrollan fuerzas productivas que condicionan tecnológicamente la reproducción del mundo de la vida. Sobre esos apoyos materiales y simbólicos, los sentimientos de inseguridad y vulnerabilidad se transforman en fuerzas sociopolíticas con poder de disciplinamiento y con capacidad de articular proyectos de corte autoritario.
Por su parte, cuando hablamos del nivel sistémico nos referimos a las respuestas articuladas de las diversas instituciones que cumplen con las siguientes funciones: prevención, disuasión, control, sanción, reinserción y reparación. Cada una de estas funciones requiere de una organización institucional específica, con un marco programático y presupuestal que la sustenten. Cooperación, reciprocidad y eficiencia son algunas de las claves para que un sistema de seguridad produzca respuestas adecuadas. Y, además, se necesitaría que algunas de las funciones pudieran tener prioridad dentro del esquema general (por ejemplo, la prevención, la reinserción y la reparación). En la práctica, el sistema es incoherente y profundamente desbalanceado. Instituciones escasamente reformadas y con resultados muy discutibles suelen tener el comando del sistema. Una política de seguridad excesivamente policializada implica la priorización de las funciones de represión y sanción, no necesariamente las más eficaces y eficientes para impactar sobre las tasas de criminalidad. Si se repasan las políticas y los diseños institucionales en nuestro país, se observará la ausencia o debilidad de otras funciones principales. No solo se tiene un sistema desbalanceado, sino absolutamente contraproducente. Si se comparte esta mirada, se entenderá de inmediato la necesidad política de introducir cambios que alteren radicalmente algunos equilibrios en las formas y los contenidos del gobierno de la seguridad.
Más en concreto, nos topamos con el nivel programático. Cada una de las funciones mencionadas tienen que llevarse a la práctica mediante programas y proyectos, con sus bases conceptuales y metodológicas y con formas confiables y válidas de evaluación. Proponer, habilitar y ejecutar estos programas es un desafío mayor, y un punto decisivo en términos de las disputas de agenda. Control del delito, despenalización de las drogas, regulación de los mercados, desarme civil, acciones para la reducción de la violencia juvenil, medidas para la eliminación de los femicidios, políticas criminales alternativas, programas de reinserción, etcétera, son apenas algunas líneas de acción dentro de un espacio abierto, desafiante y con gran capacidad para movilizar conocimientos y creatividad. Un espacio necesario, además, para poner algún freno a los monopolios políticos, policiales y jurídicos sobre la seguridad. De nuevo, si repasamos los logros cosechados en este terreno en los últimos años, obtendremos un saldo muy poco alentador.
Nos queda una última escala, el nivel micropolítico. Aquí se dirimen los intercambios y las interacciones de los cuerpos, las emociones y los discursos. Los miedos, las incertidumbres, los dolores físicos, las violencias institucionales, y hasta las interpelaciones clientelares, tienen lugar en una dinámica situada y acotada. En este juego complejo entre las personas y las instituciones, entre las promesas y las expectativas, operan las exclusiones, el desprecio, la arbitrariedad, el amedrentamiento, pero también las demandas de reconocimiento, los reclamos, los sentidos de solidaridad y las formas de organización. Aquí se fraguan las demandas de castigo, pero al mismo tiempo los murmullos de dignidad. Hay algo contradictorio e inestable que deja abierta la posibilidad de intervenciones institucionales menos arbitrarias y verticales. Algo de eso se ha asumido con la idea de los gobiernos locales y las distintas estrategias de proximidad. Pero nada ha sido suficiente, y en materia de políticas de seguridad está todo para construir. Si bien en este nivel micropolítico se reproducen todas las formas de poder, también se conforman las resistencias. Es necesario pensar otras estrategias de seguridad y convivencia que le den vida a esas resistencias.
Imaginar, proyectar, diagramar y proponer una política de seguridad en clave de izquierda supone asumir compromisos fuertes en cada uno de los niveles aludidos. No habrá política de seguridad sostenible sin una radical política de igualdad, sin una gestión más ambiciosa en materia de redistribución de la riqueza y cambios en la matriz de desarrollo. Del mismo modo, se precisa un enfoque sistémico que priorice las funciones más sustantivas, despolicialice la agenda y asuma reformas institucionales con capacidad de incidir en las formas cotidianas de trabajo. No menos importante es el despliegue de programas y proyectos orientados a disminuir los factores de riesgo y potenciar los de protección. Sin inversión consistente en conocimiento sectorial y desarrollo de herramientas de evaluación tampoco habrá posibilidades de sostener una política a la altura de las exigencias. Por fin, sin una revisión de los vínculos que se construyen a nivel micro, las demandas de seguridad, dignidad y reconocimiento no podrán ser recodificadas en un sentido nuevo.
En el contexto actual, el marco de posibilidades para una política de seguridad alternativa está comprometido. El realismo político, la pretensión tecnocrática, el peso de las corporaciones y la simplificación de las demandas dominan el campo de la seguridad. En nuestro país, como en tantos otros lados, la izquierda ya no es ajena a esta hegemonía. El tema ha quedado confinado a las disputas de intereses sectoriales y personales, y las pocas señales que aparecen no son promisorias. Es algo mucho más ambicioso y colectivo lo que se necesita para sostener nuevas esperanzas transformadoras.