Además del estadio del terror, la Buenos Aires glacial de la dictadura fue escenario de una contienda. De un lado, la cultura –llamémosle– «oficial». Una batería de consumos masivos y tolerados, cifrada en las comedias de la productora Chango, el soundtrack de Fiebre de sábado por la noche y hasta los partidos del Mundial del 78. Del otro, estaban las catacumbas de la resistencia cultural: los Lozanazos de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, la experiencia autogestiva de la familia Vitale y la infinidad de revistas subte que, a imagen y semejanza del Expreso Imaginario, florecían como hongos en el Parque Centenario. En esa encrucijada, Milton Nascimento entró como una contraseña. Un artista místico y del palo, capaz de dialogar con la música progresiva o aliarse con una artista perse...
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