1. El miércoles 14
El miércoles 14 de octubre, Macron se dirigió a los franceses por intermedio de dos periodistas televisivos hipnotizados por la palabra y la mirada presidenciales; ese viernes, la urgencia era la segunda ola de covid-19 que ahora sí se abatía sobre el país. Como un general concienzudo, Macron llamó a zafarrancho de combate y expuso el plan: toque de queda entre las 21 y las 06 en París y en otras ocho ciudades que suman 20 millones de habitantes (un tercio aproximadamente de la población en Francia). La multa mínima en caso de infracción: 135 euros.
Como no todas las personas quedaron hipnotizadas por la palabra presidencial, hubo sorna (¿se habría descubierto que los covid-19 usan reloj o que mutaron a vampiro?), bronca (llamados a manifestar en las calles), escepticismo (¿cómo se aplicaría tal medida en los grandes complejos habitacionales de los suburbios?), denuncias (restaurantes, boliches, teatros, cines, etcétera, quedan pagando los platos rotos), críticas (se ignora el lugar de contagio de la mayoría de los enfermos, pero se procede como si se lo conociera), análisis (el toque de queda protege el trabajo empresarial y ataca la vida que se vive cuando no hay que estar ganándosela: sólo sirve a los grandes capitalistas).
Lo cierto es que, como explicó Macron, se trata de enlentecer el ritmo de contagios para evitar el –de nuevo la misma palabreja– colapso de los hospitales, tanto más que ahora irán sumándose al covid-19 las habituales enfermedades respiratorias del invierno cercano. El problema es que cuando el primer confinamiento, en marzo pasado, el gobierno había prometido la multiplicación por dos del número de camas en los servicios de reanimación y de cuidados intensivos; esta promesa no sólo no se cumplió, sino que la situación empeoró por la falta de personal. Si hubiera camas disponibles, no habría personal médico para atender a esos pacientes. La política de desmantelamiento de la salud pública, otrora buenísima en Francia, es responsable del colapso hospitalario avizorado, porque el personal médico está exangüe luego de meses de trabajar en condiciones penosas, y poco dispuesto a desempeñar, esta vez, el papel de los héroes aplaudidos. Inclusive las asociaciones profesionales partidarias del toque de queda y de limitar el contagio, como la federación de enfermeros intensivistas, alertan sobre la catastrófica situación laboral y, consecuentemente, sobre las dificultades para impedir la propagación del virus. Tan es así que la víspera del toque de queda hubo una jornada de paro y de movilización en la que el personal de la salud reclamaba «la contratación inmediata» de trabajadores, con salarios acordes a lo que se espera de ellos.
Antes de la pandemia Francia hervía, porque sucesivos gobiernos socialistas o liberales venían demoliendo el sistema público de salud, de enseñanza, de vivienda, de jubilación, de protección laboral, concebido e implementado por la alianza entre gaullistas y comunistas, al terminar la Segunda Guerra Mundial. Durante la pandemia, quedó claro quiénes se llenaron los bolsillos –la banca, la industria farmacéutica, los proveedores de servicios internéticos–, quiénes quedaron sin trabajo y quiénes enfermaron de covid-19. Sin sorpresas, entre estos últimos se encuentran mayoritariamente los que ya eran pobres, que ahora lo son más que antes, si siguen vivos. En su presentación televisiva, Macron lo dijo: la enfermedad fue más fuerte entre las personas en situación más precaria y más pobres.
Independientemente de los resultados sobre la circulación del virus, la instauración del toque de queda muestra a la autoridad ejercitando sus músculos, para que se note bien quién es, en esta guerra, el protector de los pobres atacados por el virus y de los ricos que más bien atacan al virus (y le sacan jugo).
2. El viernes 16
El viernes 16, la decapitación de un profesor de Historia-Geografía a la salida del liceo en donde trabajaba a una cuarentena de quilómetros de París dio oportunidad a otra presentación televisiva de Macron, con una dramaturgia perfecta, con notables gestualidad, dicción, fraseo, cadencia e imposición de la voz. Como en la guerra contra el virus, la situación luce simple: «un conciudadano nuestro fue asesinado porque enseñaba, porque enseñaba a nuestros alumnos la libertad de expresión, la libertad de creer o no creer» y este «compatriota» fue víctima de «un atentado terrorista islamista». «Ils ne passeront pas»: «No pasarán».
¿Cómo llega a este suburbio alejado de París, y en boca del presidente, la advertencia republicana lanzada por Dolores Ibarruri a los franquistas? ¿Cuántos olvidos y cuántas censuras se necesitan para que la impostura funcione?
En principal lugar, la simplicidad del relato: un profesor ilustra un curso sobre la libertad de expresión con las caricaturas de Mahoma publicadas en 2005 en Dinamarca, mientras invita a retirarse (o a cerrar los ojos) a los alumnos musulmanes que así lo prefieran; enterado de la situación, un padre empieza una campaña denigratoria del profesor, al que denuncia sin éxito ante las autoridades del liceo; el escrache prospera en las redes y llega a conocimiento de un muchacho checheno que vive en otro suburbio, distante 80 quilómetros del liceo; el muchacho va en busca del profesor, lo identifica preguntando a unos y a otros y lo decapita, antes de morir abatido por la policía, gritando «Allah Akbar».
La simpleza que permite rápidamente concluir «un conciudadano» decapitado por «un checheno» se enturbia si, por ejemplo, se presta atención a que el muchacho checheno nació en Moscú en 2002, y en 2006 llegó a Francia con una parte de su familia, que solicita refugio. Como hizo notar el presidente de Chechenia, el muchacho «checheno» había vivido en Francia toda su vida. Era titular de un documento de residencia válido por diez años, hasta 2030.
Pero el relato sobre todo se enturbia cuando uno se pregunta cuál es el sentido de convertir en ícono de la libertad de expresión un conjunto de caricaturas de Mahoma publicadas en 2002 por un periódico (el Jyllands-Posten) extremadamente xenófobo y nacionalista, en un país (Dinamarca) extremadamente xenófobo y nacionalista, y retomadas y ampliadas por un periódico satírico en decadencia (Charlie Hebdo) en un país (Francia) con casi 9 por ciento de habitantes musulmanes.
Por definición, cualquier cosa puede ser admitida como ícono de la libertad de expresión que, justamente, por principio, no admite exclusión de decir alguno. Las caricaturas de Mahoma además cargan con haber traído la muerte a Cabu, a Wolinski y a los otros dibujantes y periodistas de Charlie Hebdo, cuya masacre en enero de 2015 precisamente está siendo juzgada estos días en París.
Esta lógica principista –cualquier decir puede ser emblema de la libertad de decir– se cruza con una lógica histórica, es decir, un devenir no moldeado por principios, sino por conflictos, dilemas, malentendidos. Los casi 6 millones de musulmanes que hoy viven en Francia no provienen de una lógica principista sino histórica: la colonización, las guerras de independencia y sus masacres, la neocolonización, el tráfico de trabajadores en los años sesenta y setenta, la hiperconcentración de trabajadores inmigrantes en algunas comunas, la dificultad de integración.
Sin duda alguna, la aplastante mayoría de esos musulmanes condena, como cualquier cristiano o cualquier judío, el asesinato de dibujantes o de profesores por unas caricaturas del profeta. Sin embargo, esto no necesariamente significa que esas caricaturas de Mahoma les hagan gracia. Con esta falta de gracia que pueden tener las caricaturas, vuelve a enturbiarse el relato, porque la caricatura puede y debe permitirse reír de todo, pero ¿qué sucede si no hace reír? ¿Qué sucede si no hay risa, sino conminación a reír, intimación a reír? Usted debe reír porque esto es cómico. Y el «esto» puede ser infinito: los enanos, los putos, las gordas, las feas, las flacas, los trans, los gallegos, los escoceses, los intelectuales, los ignorantes, los judíos, los pobres, los ricos, Mahoma, Jesús, Moisés, etcétera.
Si en las caricaturas de Mahoma no hay gracia alguna (y creo que salvo pocas excepciones no la hay), sólo hay conminación a reír porque lo cómico es reír de Mahoma, reír de lo que mucha gente no encuentra gracioso, o reír precisamente de eso: reír de que no encuentren gracioso reír. Ya no se trata entonces de reír de Mahoma porque el ingenio le encontró su lado risible, sino que se trata de reír de quienes no tienen ganas de reírse de Mahoma (ni de los enanos, ni de los pobres, ni de los intelectuales, salvo que se haga otra cosa que mostrar su enanez, pobreza, intelectualidad, etcétera).
3. El jueves 22 (ayer)
La decapitación del profesor ocurrió horas antes de que entrara en vigencia el toque de queda anunciado por Macron la víspera. Desde entonces, desde las dos presentaciones presidenciales, se siguió avanzando en la guerra contra el mal y su doble cara, el terrorismo islamista y el coronavirus.
Contra el terrorismo, un sinfín de actos solemnes y patrióticos insistieron en la sencillez del relato: se sacó a relucir a Jean Jaurès y a Albert Camus (¡por la carta a su maestro!: pobre Camus, pobre maestro de Camus, envueltos en tanta cursilería chovinista y belicosa), y hasta la Sorbona fue anexada como territorio autocelebratorio, con 400 invitados que participaron en la velada fúnebre del profesor decapitado, condecorado póstumamente con los principales galardones franceses, ensalzado, ungido «héroe tranquilo».
Contra el coronavirus, se propuso, y probablemente el Parlamento lo apruebe este fin de semana, la prolongación del estado de urgencia sanitario hasta el 16 de febrero, y las medidas restrictivas hasta el 16 de abril. Hubo extensión del toque de queda, hoy incumbe a 46 millones de personas.