Con la investigadora y feminista guatemalteca Ana Cofiño - Brecha digital
Con la investigadora y feminista guatemalteca Ana Cofiño

La ira en las entrañas del odio

Antropóloga, historiadora, animadora de medios, militante social, feminista, Ana Cofiño evoca en esta entrevista las protestas recientes en Guatemala, poniéndolas en el contexto de un país que alguna vez Eduardo Galeano definiera como «el rostro, torpemente enmascarado», de gran parte de América Latina.

La Policía guatemalteca reprime a manifestantes que exigen la renuncia del presidente, Alejandro Giammattei. Afp, Johan Ordóñez

Durante dos fines de semana seguidos, los dos últimos de noviembre, miles de guatemaltecos salieron a las calles. Primero para protestar por la aprobación por el Congreso, el 17 de noviembre, de un presupuesto para 2021 que, en vez de reforzar las prestaciones sociales en un país cada vez más hundido en la pobreza, recortaba el dinero para salud y educación (y en plena pandemia de covid-19), reforzaba al sector privado y aumentaba el gasto de los propios parlamentarios. Era el presupuesto más alto en la historia reciente del país (unos 13.000 millones de dólares, 25 por ciento mayor al anterior) y se manejaba con esas bases. Los manifestantes pedían también la renuncia del presidente, Alejandro Giammattei, no sólo por haber aprobado ese presupuesto, sino por su gestión de la pandemia (Guatemala es el país con más infectados y muertos de América Central) y la corrupción creciente de su gobierno. Y pedían la disolución del Congreso y la convocatoria a una asamblea constituyente.

La represión de las manifestaciones fue tan brutal y desproporcionada, «justificada» por la quema por parte de un grupo de manifestantes de instalaciones del Parlamento, que, a la semana siguiente, a las reivindicaciones anteriores se les sumó el pedido de destitución del ministro de Gobernación (Interior), el militar retirado Gendri Reyes. Las marchas fueron otra vez violentamente reprimidas y el escándalo llevó a que la propia Organización de las Naciones Unidas (ONU) exigiera una investigación de todo lo sucedido. Previamente Giammattei había reclamado que quien interviniera fuera el secretario general de la Organización de los Estados Americanos, Luis Almagro, invocando la carta democrática del organismo y acusando a los manifestantes de buscar derrocarlo y propiciar un golpe de Estado. Dios los cría.

Las manifestaciones terminaron logrando que el presupuesto para 2021 fuera anulado.

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«¿Cómo no va a haber ira en este país?», dice Ana Cofiño. Y destaca que lo del presupuesto del Congreso era una vergüenza horrorosa: con casi el 60 por ciento de la población en la pobreza y un desempleo enorme, se congelaba el gasto social. Se pretendía, por ejemplo, suprimir un programa que combatía la desnutrición infantil. Al mismo tiempo, se aumentaban los gastos de los propios congresistas en dietas para alimentación y se destinaban enormes fondos a apoyar a empresas pertenecientes a los dueños del país.

Pero no es sólo eso: dice que, en los diez meses que lleva en el gobierno, Giammattei ni ha rozado, a pesar de que dijo que algo haría, las estructuras que conducen a la reproducción de la corrupción y la miseria. Desde que se inició la pandemia, el Congreso pidió préstamos por 3.800 millones de dólares y no se sabe en qué se utilizaron. A los guatemaltecos les llegó menos del 15 por ciento. Los parlamentarios y el Ejecutivo manejaron la pandemia con la misma opacidad con que definieron el presupuesto para el año próximo, sin dar cuenta a la oposición, por ejemplo. «En ese comportamiento errático y opaco del gobierno y el oficialismo, se vio que había una robadera, que la corrupción lo permeaba todo», agrega.

El huracán Iota, el mes pasado, fue otro ejemplo de «lo poco que le importa la gente a este Estado». Si alguien prestó asistencia a las decenas de miles de personas que todo lo perdieron por las inundaciones, por los deslaves, fueron las propias comunidades. El Ejecutivo tardó un mes en nombrar una comisión especial para ver qué hacía. Y es que, además de haber sido creado por y para las elites y estar asentado en un racismo estructural –Cofiño lo remarca: un racismo estructural–, el Estado guatemalteco tiene casi todas sus estructuras cooptadas por las mafias: las aduanas, el organismo de contralor fiscal, la Corte de Constitucionalidad, el organismo electoral, las fuerzas de seguridad… Este año debían ser cambiados los integrantes de la Suprema Corte de Justicia y ahí siguen.

La única institución pública que funciona adecuadamente e intenta proteger a los ciudadanos es la Procuraduría de los Derechos Humanos (PDH), a cargo del abogado Jordan Rodas, que ha protestado por la represión y se ha sumado a los pedidos de destitución del ministro de Gobernación. En el próximo presupuesto, no por azar, a la PDH se le iban a bajar los rubros. Después de que el año pasado, bajo el anterior gobierno de Jimmy Morales, fuera desmantelada la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), creada en 2006 bajo el auspicio de la ONU y que consiguió llevar a la cárcel a decenas de corruptos, la Procuraduría ha quedado sola, atacada desde todas partes. Es un islote que intenta no ser arrasado.

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Hay que ver de dónde viene Giammattei. El actual presidente saltó a la fama por una matanza, en 2006, cuando era director del sistema penitenciario. En la madrugada del 25 de setiembre de ese año, unos 3 mil policías entraron a la Granja Penal de Pavón, una cárcel de las afueras de la capital. El objetivo, se aseguraba, era restituir el orden en una prisión que estaba en manos de narcos. Ocho presos murieron en la operación y Giammattei, su coordinador, se ganó galones como hombre de mano dura que sabe poner en su lugar a los delincuentes. Desde ahí, como tantos otros, catapultó su carrera política. Luego la CICIG descubrió que el verdadero objetivo de la toma de la cárcel era liquidar a los ocho detenidos. No había habido enfrentamiento alguno, como dijo el hoy presidente, y salió a la luz que los asesinados habían sido previamente torturados y se les había disparado a quemarropa. Giammattei estuvo unos meses detenido. Se declaró «preso político». Y al tiempo volvió al ruedo.

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Cofiño es antropóloga y, como tal, además de como militante social, ha trabajado largo tiempo entre las comunidades indígenas en un país donde prácticamente la mitad de sus casi 15 millones de habitantes se autoidentifica como descendiente de mayas, garífunas y otros pueblos originarios. Trabajó, por ejemplo, en Comalapa, comunidad de algo menos de 50 mil habitantes, que Giammattei visitó en julio. La idea del presidente, según él mismo dijo, era «dialogar con los indígenas, saber sus inquietudes». Cofiño cuenta que el alcalde de Comalapa lo recibió «con esa gentileza, ese decoro formal y modesto que distingue a los indígenas», pero en un momento de su discurso tuvo la osadía de decir que el principal problema que tenían en el municipio, «además» de la pobreza, era la actividad de las empresas mineras, que estaban arrasando el territorio, y que a esas empresas su comunidad las rechazaba. Indignado, Giammattei «le respondió al alcalde como un patrón de finca», dice Cofiño.

Rigoberto Pérez, líder de un consejo que reúne a varias nacionalidades indígenas, relató a la revista digital Mongabay cómo, de a poco, los megaproyectos mineros e hidroeléctricos y los monocultivos se han ido comiendo las tierras donde viven esas comunidades y que el aparato del Estado no sólo promueve las actividades de las empresas que los llevan a cabo, sino que cubre a los matones que amenazan, golpean y, cada vez más a menudo, matan a quienes se les resisten. La Unidad de Protección a Defensores y Defensoras de Derechos Humanos señaló, a mediados de año, que en 2020, en las zonas donde funcionan los megaproyectos, esos ataques se han incrementado: 677 entre enero y junio, contra unos 500 en todo 2019. El año pasado, 111 de los ataques habían sido dirigidos directamente contra indígenas (es.mongabay.com, 16-IX-20).

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Hay una idea de Guatemala como país resignado. Es un país sometido y empobrecido, es cierto, pero no ha parado de luchar, insiste Cofiño. No por nada durante los 30 años de guerra el Ejército masacró a tanto «rebelde» (la Comisión de Esclarecimiento Histórico habló de 200 mil asesinados y 45 mil desaparecidos). En 2015 fue la gente, con sus protestas en las calles, la que logró la caída del presidente, Otto Pérez Molina, y su vice, Roxana Baldetti, por armar una trama de corrupción, apunta Cofiño. La acción de la CICIG los llevó a la cárcel. Y este movimiento de ahora «no fue espontáneo»: «Venía calentando, calentando, y lo del presupuesto encendió la mecha. El propio gobierno creó las condiciones de la indignación. Muchos jóvenes quieren quemarlo todo. Cómo no lo querrían». También es cierto, dice, que no hay una articulación de los movimientos sociales con suficiente fuerza como para que las cosas cambien en lo político. Hay ira, rabia. Falta un proyecto unificador. Algún grupo de izquierda por aquí, otro por allá, más o menos tibio, más o menos «radical»… Cuando cayó el general Pérez Molina, «las elites, las cámaras empresariales y varios partidos, todos apoyados por la embajada de Estados Unidos, negociaron y pusieron a un presidente provisorio de derechas; luego convocaron a elecciones, bajo una ley esencialmente antidemocrática». Las ganó el evangelista Morales. Y luego, en enero, vino Giammattei.

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Cofiño es feminista y la fundadora y animadora de un colectivo llamado La Cuerda, surgido en 1998, dos años después de la firma de los acuerdos de paz. Al salir de la guerra, la situación de las mujeres era particularmente terrible en el país. Pero lo era también antes. Y lo sigue siendo hoy. Guatemala tiene uno de los índices de violencia contra las mujeres más altos del mundo. Para empezar, de femicidios, la punta más bestial del iceberg, de la espiral. Desde 2008 los femicidios no han bajado de los 650 por año, con picos de hasta casi 900, según las estadísticas publicadas por el Grupo Guatemalteco de Mujeres (GGM). Entre 2000 y abril de este año el GGM relevó 12.188 muertes violentas de mujeres, un promedio de 610 por año. Y están las formas de violencia que no llegan al asesinato. En lo que va de 2020, rememora Cofiño, hubo 55 mil violaciones y embarazos de niñas menores de 13 años.

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Desde el pique La Cuerda se quiso transversal, abierta no sólo a las distintas corrientes del feminismo (su creadora se dice ecofeminista; otras se definen como feministas decoloniales), sino también a la confluencia con otros movimientos sociales. «No queremos ser vanguardia de nada: eso ya se demostró que va al fracaso. Queremos articular con otras, con otros. Y proponer», dice la antropóloga. Tampoco cree que haya que limitarse a exponer la violencia padecida: «Las mujeres aquí han vivido siglos de opresión, una opresión que ha ido cambiando de forma, pero nunca de fondo. Y, al mismo tiempo, han resistido, creando redes de resistencia, que hay que mostrar tanto como se muestran las estadísticas y las imágenes de la violencia». Piensa que en Guatemala La Cuerda ayudó a sacar al feminismo del clóset y sirvió para que confluyeran colectivos de mujeres que habían participado en los movimientos de los sesenta, los setenta, los ochenta (como ella, que tiene 65 años) y la posguerra.

El grupo se abrió a que en el medio que editan (lacuerda.com) escribieran hombres, pero tal vez uno de los mayores  signos de la «voluntad de articular» que las impulsa desde el principio fue que en 2007 comenzaron a tener una coordinación estable con representantes del movimiento indígena campesino. «Ese que en la teoría marxista es el movimiento social más conservador, pero que, además, está marcado por una ideología patriarcal. No fue fácil ir por un camino así, pero ha sido bastante fructífero. Y es que no sólo somos feministas: la nuestra es una propuesta emancipatoria para toda la sociedad, y en Guatemala cualquier propuesta emancipatoria pasa por combatir al mismo tiempo la esencia clasista de este Estado, el patriarcado y el racismo. Todo junto», apunta Cofiño. El racismo «ha herido a todos», aunque con las mujeres la saña haya sido tan particular, tan perfilada, tan dedicada.

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Cofiño es consciente de la inviabilidad inmediata de las reivindicaciones de las movilizaciones de noviembre: «En el contexto político de este país son casi imposibles de lograr en el corto plazo. Imaginate pretender que el Congreso se autodisuelva, se suicide para convocar a una asamblea constituyente… La derecha nos llama comunistas por, entre otras cosas, proponer eso, que es apenas un comienzo de algo distinto, que en sí mismo no tiene contenido, pero tenemos que plantearlo. Tenemos que ir poniéndolo en la agenda, aunque suene loco». Y si locas suenan esas propuestas instrumentales, cómo sonará la idea de una sociedad otra: «La invasión estadounidense del 54 y las masacres que siguieron después destruyeron el tejido social. Consolidaron el Estado elitista, patriarcal, racista. Y una herencia de todo eso es que hoy Guatemala es un país con mucha desconfianza, mucho recelo, mucho rencor. Nos odiamos. Y eso hace tan difícil todo». Hay un odio que se explica, dice. Y una ira abajo que ídem. Cuestión, tal vez, de darles sentido.

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