Aaron Hughes es un veterano excombatiente del Ejército de Estados Unidos. Conoció los trastes detrás del telón montado en Irak y Afganistán desde 2003 hasta 2007. Al comienzo, dice, «parecía lógico tomar partido por la paz y la protección de pueblos que estaban siendo víctimas de la dictadura de Saddam Hussein». Pero, luego de esa experiencia, fue uno de los soldados que arrojó sus medallas en un acto público de protesta en 2012 contra un Estado ausente y asesino. Hoy es, además, un artista que da clases de arte a reclusos de distintas prisiones, a través de un programa educativo en la prisión de Stateville, en Illinois, y trabaja con sobrevivientes de Guantánamo, muchos de ellos artistas. Forma parte del colectivo Veteranos de Irak contra la Guerra (IVAW, por sus siglas en inglés), que se originó gracias al apoyo de los veteranos de Vietnam en señal de repudio y resistencia a una cultura que, según dijo Hughes a Brecha, «internaliza y naturaliza la violencia».
—¿Qué podés contar sobre tu experiencia en Irak y Afganistán? ¿Qué pensás de las intervenciones de Estados Unidos en territorios extranjeros?
—Fui captado por el Ejército cuando llevaba adelante mi tesis de graduación en la Universidad de Illinois en 2003. Recibí órdenes para reportarme en apoyo de la Operación Libertad para Kuwait e Irak como chofer de camiones con la compañía de transporte de Illinois de la Guardia Nacional Armada. Cuando ingresé al servicio militar, tenía una idea de patriotismo como el de las películas de Tom Cruise, una idea bastante naíf que hacía que me resultara muy lógico optar por tomar parte de esa guerra; estaba convencido de que estábamos haciendo la paz, ayudando a las comunidades en conflicto a garantizar y mejorar sus necesidades básicas y su seguridad. Creía en la idea de que podíamos defender la democracia. Pensaba que, además, sería capaz de trabajar en desastres naturales y servir a mi país. Eso era muy importante para mí. Y no fue hasta mi servicio, estando en terreno en Kuwait y en Irak, que me di cuenta de que no puedes construir una democracia mediante las fuerzas armadas.
—¿Te referís a los militares ocupando territorios extranjeros?
—Sí. Me refiero a que el entrenamiento militar está diseñado para dominar. Es decir, se trata de cómo ejercer autoridad y cómo acatarla, y de cómo matar gente. Es interesante que, incluso cuando fui al entrenamiento básico, incluso cuando fui a aquel asunto performativo de formación física, pensaba: «Estamos haciendo todo esto por la democracia». Hay tantas y tan diversas formas en las que el excepcionalismo estadounidense está internalizado en nuestra sociedad que es muy difícil tener un claro análisis de este fenómeno. Pero, para mí, el excepcionalismo estadounidense se revolcó con la ocupación de Irak. Los ideales acerca de libertad, derechos humanos o democracia no se adecuaban a una ocupación militar.
—¿En ese momento, en combate, fue cuando te diste cuenta de esa imposibilidad?
—Todo en lo que alguna vez creí: mi religión, mi educación, mi entendimiento de la historia, de mí mismo, de mi familia, de mi entorno, todo colapsó frente a las contradicciones que sentí a partir de mi experiencia en Irak. Me dejó en un estado de crisis. En ese entonces no tenía las herramientas para hacer un análisis histórico claro de lo que estaba pasando. Solo supe que estaba equivocado.
Aclaro que yo era chofer de camiones del Ejército. No estaba en el campo de batalla. Mi trabajo era ir desde un punto hacia otro, desde un lugar donde se almacenaban alimentos o armas hacia otro, tanto en Kuwait como en Irak. Llevaba un arma automática, pero no disparé a nadie. Hubo momentos en los que nuestro convoy recibió pequeños fogonazos y hubo veces en que perdió partes a causa de explosiones, pero nunca había nadie a quien disparar. No había nadie a la vista. También me ocupaba de ir a puestos de vigilancia y llegué a apuntar mi arma a civiles inocentes. Cargaba municiones que mataron a un montón de gente y creo que en un punto –no puedo confirmarlo porque no siempre teníamos claridad acerca de a dónde íbamos– teníamos municiones de uranio empobrecido, antes de la segunda invasión de Faluya. Son armas que están prohibidas, pero el Ejército estadounidense aún las usa para bombardear con uranio. No hay justificación para estas cosas.
Aplicando la lógica de las estrategias bélicas, tú atacas las líneas de abastecimiento del enemigo. Atacas sus líneas de apoyo. Atacas los puntos más débiles de infraestructura. Pero esa infraestructura que estábamos destruyendo era la misma infraestructura de la que todos los que vivíamos allí dependíamos para sobrevivir. Los grupos civiles, los trabajadores, el pueblo se levantaron en protesta contra nuestra ocupación porque estábamos destruyendo los centros productivos de los que dependía la vida de todos. No estábamos construyendo democracia.
Nosotros nos llevamos puestas las leyes laborales de Saddam Hussein. Es decir, liberamos al país de Saddam, un terrible dictador, y al mismo tiempo liquidamos sus leyes laborales, entonces los sindicatos y todos sus derechos quedaron, y aún lo están, fuera de la ley. Sus cuentas bancarias fueron congeladas y se volvieron objetivos militares, por lo que fueron a parar a manos de las autoridades provisionales sostenidas por el Ejército de Estados Unidos. Por lo tanto, los trabajadores sindicalizados eran vigilados por el gobierno y considerados objetivos militares por el solo hecho de organizarse e intentar mantener su paga.
También eran objetivos militares los edificios y la comunidad toda. Cuando recién llegamos –mi primer convoy fue en mayo de 2003–, recuerdo estar cruzando la frontera y ver a un montón de niños saltar sobre nuestro camión, pidiendo agua y ayuda. Pensé: «Estos son los chicos a quienes vengo a cuidar». Y luego, seis meses, 12, 13, 15 meses después, esos niños seguían ahí queriendo saltar dentro de nuestro camión para conseguir agua y comida. Con el paso del tiempo, las personas aún saludaban nuestros convoys de forma muy cordial, pero también soportamos pedradas, disparos, explosiones bajo nuestros camiones. Yo estaba ahí supuestamente para ayudar a liberar el país, y a lo que asistí fue al desmantelamiento completo de su infraestructura.
—Hoy sos artista, fuiste capaz de reconstruirte viniendo de esa barbarie. ¿Cómo fue ese proceso?
—Yo no sabía nada acerca del arte, sobre organizarme, sobre activismo o derechos humanos. Pero sabía que Picasso había pintado el Guernica. Sé que quizá esto suene a cliché, pero ese era mi conocimiento intelectual en esa época. Conozco a artistas que han tenido una respuesta para la pregunta planteada por la guerra moderna, y lo irracional y demencial en ella. Pensé en el arte como una forma de responder y crear un significado que saliera del trauma para evitar la deshumanización que hay detrás de todo eso y que es esencial para la violencia institucional.
La pregunta es: ¿cómo crear sustancia fuera de eso, cómo transformarlo en algo significativo para reaccionar y resistir, que devuelva el golpe? Para mí, el arte ha sido esa herramienta y continuamente busco fortalecerla al enterarme de otras personas que han estado o que están en situaciones que son mucho más complejas, dolorosas y violentas que las cosas que experimenté y que, aun así, resisten y crean un mojón. Crean arte, escriben poesía. Todo el trabajo que ha salido de Guantánamo, todo el trabajo que ha salido del sistema carcelario de Estados Unidos, el poder de resistir y a través de eso minar al sistema entero basado en la deshumanización, todo eso es algo muy profundo para mí. Pero al salir del servicio militar no lo sabía. No sabía nada. Solo sabía acerca del cliché del artista que viaja a Europa. Así que apenas logré mi permiso me fui a Europa y vi todos los museos. Fui al Pompidou y a todas esas maravillosas instituciones de arte, y las obras me volaron la cabeza.
Eso fue un antes y un después para mí. Supe que necesitaba saber más acerca de estos movimientos; Goya, el movimiento dadaísta, artistas que intentaban interpelar la guerra, y a eso me trepé. Cuando volví, traté de seguir ese camino, y así fue como me contacté con el activismo. Volví de la guerra en 2004, viajé por un tiempo y luego volví a la Universidad de Illinois para estudiar pintura en 2005.
—¿Ahí fue cuando entraste en contacto con tus compañeros, los veteranos de Irak?
—Sí. Fui el primer veterano de Irak de regreso a la universidad entre otros 3 mil estudiantes, y eso fue muy alienante. El 70 por ciento de la población en Estados Unidos apoyaba esa guerra y yo pensé que todos estaban locos. Cuando piensas que todos a tu alrededor están locos, solo hay una conclusión lógica y es que el que está loco eres tú. Las únicas personas que me ayudaron a darme cuenta de que no estaba fuera de mis cabales fueron los veteranos de Vietnam. Conocí a John Miller1 y él comenzó a compartir conmigo la historia del movimiento antibelicista creado por los veteranos. Eso me inspiró para entrar en contacto con otros veteranos de Irak y nos dimos cuenta de que teníamos y tenemos un rol que jugar en el fin de la guerra como tal. La primera vez que llegué a casa pensé que no había nada que pudiera hacer, aunque fuera alguien que había estado tan implicado.
—¿Te sentiste culpable?
—Culpable, responsable. Cuando eres parte de la máquina, ¿cómo la detienes? Hasta que me di cuenta de que eres parte de esa maquinaria, pero puedes retirarle tu consentimiento y trabajar con otros para quitarle piezas. Así que eso es lo que empecé a hacer en 2006. Me uní a IVAW, una organización que estaba creciendo rápidamente en ese momento.
—¿Qué pasa con la experiencia de los soldados en combate y la vida que llevan al regresar? ¿Cómo lidian con el antes y el después de situaciones como esa?
—No es fácil. Y nunca termina. Muchísimas personas tienen que sobrevivir con eso por el resto de sus vidas y desempacar el resto de su vida y lidiar con eso y con sus múltiples capas. Digo, incluso se hace complejo dentro de mis aspiraciones para salir de la perpetuación de la violencia a la que eres llevado rápidamente en esas condiciones.
Por otro lado, las políticas neoconservadoras de Estados Unidos durante los últimos 50 años que hablan de democracia, derechos humanos, justicia climática, justicia social y paz aún están basadas en la mentalidad de las ganancias, los mercados y los comodines geopolíticos, que continuamente han minado los derechos humanos, las leyes internacionales, la democracia y la paz.
Esas contradicciones están absolutamente desplegadas en la llamada guerra global contra el terror, y los veteranos lo saben y viven con eso. Por momentos internalizan o reaccionan a estas contradicciones. Algunos se vuelven hacia políticas reaccionarias violentas, como vimos en el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021; otros se inclinan hacia políticas progresistas, como puedes ver en organizaciones como Veteranos contra la Guerra y Veteranos por la Paz. Hay un legado muy importante de veteranos estadounidenses que dejaron las fuerzas armadas y se volvieron hacia políticas progresistas, desde Medgar Evers2 y su rol en la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color (conocida como NAACP, por sus siglas en inglés), pasando por miembros clave del Movimiento Indígena Estadounidense, hasta las influencias de los Veteranos de Vietnam contra la Guerra. Siento que una parte de mi trabajo es crear espacio para veteranos que están lidiando con estas contradicciones para encontrar herramientas creativas y radicalmente progresivas, para pujar en contra de políticas reaccionarias. Crear espacios para pensar más allá de las dinámicas de poder, construir solidaridad con otras personas impactadas y generar cambios estructurales e institucionales.
1. Activista y referente del movimiento Veteranos de Vietnam contra la Guerra, fundado en 1967.
2. Veterano de la Segunda Guerra Mundial y militante por los derechos de las personas negras en el estado de Misisipi.