Con el escritor y político nicaragüense Sergio Ramírez - Brecha digital
Con el escritor y político nicaragüense Sergio Ramírez

La ventana abierta

Mientras el régimen de Daniel Ortega reprimía salvajemente el masivo levantamiento estudiantil, el más conocido escritor nicaragüense recibía en Madrid el premio Cervantes. Entre las creencias de este hijo de alcalde y de directora de escuela, está que “la literatura es parte integral de la vida y del mundo”. Alejado hace tiempo de las aguas de la política, cree también que la herencia del sandinismo es clave para el futuro de su país. A su regreso a Managua, este privilegiado actor y espectador, evoca para Brecha distintos aspectos de su oficio y nos brinda su mirada política sobre el actual despertar popular, cuya efervescencia lo transporta a aquella revolución de la que fue protagonista hace casi cuarenta años.

Fotos: Afp, Inti Ocon.

—Cuando se cumplían 20 años del inicio de la revolución sandinista escribió sus memorias en Adiós muchachos.

—No quería contar la historia de la revolución, sino mi historia en la revolución desde una perspectiva sentimental: por qué entré en ella, cómo me comprometí, cómo se comprometió mi familia, cómo mi mujer cosía los uniformes de los guerrilleros en una máquina de coser en Costa Rica, cómo mis hijos fueron a alfabetizar, cómo fueron a la guerra. Quería contar esa historia sentimental y la articulé como si se tratara de un relato con las técnicas de una novela, sin serla. Quería que fuera un relato, una narración, no un libro didáctico, no enseñarle a la gente qué valiente que fui yo o qué canalla fueron los demás. En este libro no quería poner canallas. Siempre me ha repugnado ese término de disidente, no me avengo con ese término. No creo que fuera un libro vengativo. Habían pasado muchas cosas dentro del Frente Sandinista, ciertamente, pero sólo quería contar cómo era mi historia, tal como la viví. Mi punto de vista.

—En medio de la efervescencia de aquella revolución, ¿no se vislumbraba que había cosas que no funcionaban?

—Nosotros creíamos que todo era posible. Es que si no, no hubiera sido una revolución. La revolución es la creencia en la posibilidad ilimitada de las cosas y eso es lo que había. Además, no hay que olvidar que se trataba de una revolución juvenil. El promedio de edad de los protagonistas debe de haber sido de unos 25 años. Yo era de los veteranos porque tenía un poco más de 30. Sin esta pasión juvenil no hubiera habido nada en ningún campo y menos en el de la cultura. Esta frase que ya se ha vuelto manida de “asaltar el cielo” era real entonces. Todos los caminos estaban abiertos aunque no tuviéramos puestos los pies sobre la realidad porque si en una revolución todo el mundo pone los pies sobre la realidad, la revolución se detiene. Revolución y realidad nada tienen que ver, son términos contradictorios.

—¿Qué hizo caer a este proyecto?

—Hay un defecto de origen cuando se pone en marcha una revolución y es pensar que dure eternamente y que es contradictoria con una alternancia política en el poder. Creo que una revolución puede establecer las líneas maestras de una sociedad y el partido que hizo esa revolución no estar siempre en el poder. Pero pensar que para mantener la revolución hay que estar siempre en el poder es lo que lleva al desgaste, al deterioro y al desastre, que es lo que ocurrió en los noventa aquí. Los gobiernos de Violeta (Chamorro), de (Arnoldo) Alemán y de (Enrique) Bolaños no se explican sin la revolución; aquí hubo democracia alternativa porque, a pesar de todo, la revolución la estableció. La revolución no fue lo que nosotros queríamos que fuera, sino lo que la realidad dictó que fuera. Nosotros queríamos un partido hegemónico para siempre y la realidad dijo que no, que la salida tenía que ser democrática y terminó siendo democrática al grado de que perdimos las elecciones. Esa es la gran herencia de la revolución para mí. Y que hay que restablecer esa herencia democrática que se ha perdido ahora. El que hizo la democracia verdadera en Nicaragua es el sandinismo.

—¿Qué es para usted, hoy, el sandinismo?

—El sandinismo es una fuerza latente que quedó soterrada en la sociedad. Nació de un ideal, que es el ideal de Sandino, que está basada en principios muy simples: soberanía, democracia, justicia económica. Eso está en todos sus escritos. Hay sandinismos de muy distintos apellidos. Está el oficial que para mí no es sandinismo y hay otros sandinismos escondidos. En el futuro, Nicaragua tiene que contar siempre con el sandinismo. No es que llegará un momento en el que desaparecerá como si nunca hubiera existido. No. El sandinismo es trascendental. Un día se va a recomponer con nuevos rostros, una nueva dinámica, ideas nuevas y va a seguir siendo una fuerza en la sociedad.

—¿Percibe encrucijadas de las izquierdas en América Latina, en los análisis que se hacen, por ejemplo, sobre Venezuela?

—Los gobiernos de (Nicolás) Maduro y de Ortega son gobiernos que no representan lo que yo considero la izquierda. En primer lugar porque sin ética no hay izquierda. Yo sigo reconociéndome como un hombre de izquierda y sin ética no vamos a ninguna parte, nos confundimos con todos los demás. Lo que me aflige de América Latina es todo este caso Odebrecht, que es una matriz de la corrupción que logra corromper a gobernantes de derecha y de izquierda, sobrepasa los límites ideológicos. Y esto es un mal: para volver a ser izquierda hay que volver a la raíz ética. Porque sin sensibilidad ética no hay sensibilidad por los pobres.

—Yendo a la realidad presente, ¿cree que los jóvenes que se han alzado en Nicaragua tienen la fuerza organizativa necesaria para enfrentar una situación política como la actual?

—Los estallidos espontáneos no tienen organicidad y esto es natural. Estos muchachos no han logrado consolidar, todavía, una dirigencia única y una representación política. Y no digo esto como crítica ni como defecto, sino para subrayar que la pureza misma del movimiento lleva a esa desarticulación. El estallido se volvió masivo porque había un cansancio de la población de años de mentiras, engaños, represión, de silencio impuesto, y los muchachos salieron a la calle y la gente los acompañó y de repente la represión cayó sobre ellos, multiplicó la reacción popular y todo el mundo se volvió a ver las caras y se dijeron: mira, no tenemos miedo. El miedo había desaparecido. Yo estaba en España entonces, pero he visto muchos videos, escuchado muchos testimonios, y me sorprendía ver que la gente decía: “Yo me llamo fulano de tal”. Y da la cara y da su opinión, muy valiente. Eso era impensable, porque alguien podía perder su trabajo, lo perdía la mujer, le quitaban la beca al hijo o se le dificultaba un trámite administrativo. A un pequeño empresario que opinaba de política le caía al día siguiente la Dirección General de Ingresos para hacerle una auditoría. Ese miedo se rompió y eso es lo que provocó un cambio radical en el país: se ha creado un nuevo sentido de ciudadanía, que además está en la calle. Porque una de las consignas del régimen era que la calle es del pueblo, el pueblo oficial, y al que quería salir a protestar le caían a garrotazos. Ahora la calle es compartida. Los muchachos pagaron una cuota altísima de 60 muertos, pero se ganaron ese derecho y sin ellos no habría aquí esa posibilidad que el país tiene ahora de encontrar el camino perdido de la democracia. El país está en deuda con ellos. No importa que ellos, por el momento, no resulten bien articulados. Eso, estoy seguro y tengo la esperanza, lo van a lograr, van a organizar su representatividad.

—Usted conoce muy bien al tándem Ortega-Murillo. ¿Cree que están ganando tiempo? ¿Qué opciones tienen?

—A mí me parece que el régimen ha recibido un tiro en el codillo. Podrán correr algún tiempo, pero nuestro país tiene que cambiar. La alternativa que tiene Ortega y su esposa es abrirse a la democracia, ellos mismos, y ser parte del cambio democrático o salir, hacer mutis por el foro. El país ya no puede vivir como ha vivido hasta ahora, sin el reclamo por la democracia, por elecciones libres, por libertades públicas, por libertades de expresión. Eso ya no va a volver para atrás, nadie va a querer volver a vivir como en la situación anterior.

—¿Se vislumbra quiénes son las personas concretas que puedan asumir la responsabilidad histórica de un cambio?

—Hay una mesa de diálogo organizada por gente que será muy representativa, gente valiosa que no ha estado en la escena política, que pertenece a la sociedad civil. En Nicaragua hay gente muy preparada, muy talentosa, muy sagaz, que puede asumir un liderazgo del país. Lo que pasa es que todo esto estaba enterrado, pero la gente está allí y me parece, por otra parte, que los liderazgos suelen surgir de esta manera. Para que el país quede en manos de una generación más joven y haya un relevo que hasta ahora no se ha dado.

—A la par del descontento popular que se ha expresado en multitudinarias marchas pacíficas, ¿no aparecen también el fantasma de la guerra y el miedo a confrontaciones duraderas?

—Gracias a Dios que no queremos una confrontación. No me gustaría ver a los estudiantes agredidos sacando fusiles AK y disparándole a la policía, porque entonces volvemos a la guerra, a más muertos.

El gran crimen que ha habido aquí es matar a estudiantes indefensos, porque ellos no estaban declarándole una guerra al gobierno, sino realizando una protesta cívica. Esa es una gran ventaja que tenemos, la de no querer otra guerra. Pero para eso hay que hacer un cambio profundo, que haya una verdadera democracia, una salida con elecciones verdaderamente libres, y lo primero de todo es que se haga una investigación a fondo de estos crímenes y se castigue a los responsables. Sin eso, no va a haber paz en las conciencias de la gente y eso es muy peligroso.

—¿Cómo percibe la repercusión o la solidaridad de otros gobiernos, de otras izquierdas acerca de esta situación?

—Por primera vez ha habido una exposición masiva de la situación del país en el mundo, como no ocurría hace muchísimos años. Lo que pasa es que delante de la situación de Nicaragua ha estado siempre este stream cover de Venezuela. La gente miraba a Venezuela y Nicaragua estaba detrás. Esta cortina se ha roto y entonces Nicaragua está en primer plano. Todo el mundo está claro en que no hay democracia, que hubo una represión criminal y que esto tiene que tener una solución. Quizás no se ha llegado todavía a una acción internacional suficiente, que no quiere decir intervención. Y yo soy el primero en rechazar cualquier tipo de intervención política o de otro tipo. Pero que haya atención sobre el país me parece muy importante.

—¿Qué rol tienen los intelectuales y los artistas en esta coyuntura?

—Si me preguntas por nombres como Carlos Mejía Godoy, Enrique Mejía, Ernesto Cardenal, Gioconda Belli, todos estamos del lado del cambio democrático, del lado de los muchachos en la calle. Aquí no hay excepciones. La gente que realmente representa a la cultura, la literatura, el arte del país, está donde debe estar, como estuvo con la revolución en la década del 80. Hoy le escribía un mensaje a Luis Enrique Mejía Godoy diciéndole: quién iba a decir que en nuestras vidas íbamos a ver dos despertares populares, cuando hay muchos que se mueren sin ver ninguno. Y eso es lo que verdaderamente siento, que esto es un nuevo despertar.

—¿Cómo fueron sus comienzos como escritor? ¿Tuvo maestros?

—Comencé a escribir cuentos, sin pensar que alguna vez iba a ser novelista. En aquel tiempo el oficio de cuentista tenía mucho prestigio, en las librerías había libros de cuentos y se podían publicar. No como hoy que si un joven va a un editor le dice: no, libro de cuentos no, tráeme una novela. Esta es la tendencia de hoy día, desgraciadamente. Entonces yo quería ser cuentista y me entrené para escribir cuentos cortos leyendo, por tanto, cuentistas. Y empecé por Anton Chéjov, O’Henry y fue fundamental para mí Horacio Quiroga, que se leía mucho entonces. Yo lo sigo admirando muchísimo y hay cuentos suyos, como “La gallina degollada”, que los puedo recitar de memoria. Y leía, claro, a Edgard Allan Poe, a Ambrose Bierce, a Guy de Maupassant. Después entré, un poco más tarde, cuando me iba acercando a los 20 años, a leer a Juan Rulfo, que fue para mí un gran descubrimiento; a Cortázar y a Borges. Esa fue mi formación entre mi adolescencia y mi primera juventud.

—¿Cómo percibe las conexiones de la literatura con la realidad?

—Es lo que quise reafirmar en mi discurso al recibir el premio Cervantes (véase recuadro), esa conexión entre quien escribe y quien ve, quien escribe entre cuatro paredes, pero sube o baja la persiana. Eso ha sido fundamental siempre, desde entonces, desde que tenía 20 años y comencé a ver la literatura como parte integral de la vida y del mundo. Y no es que crea que eso sea esencial para ser buen escritor. Se puede ser buen escritor con las ventanas bajas. Esto no tiene que ver con la calidad de la literatura, tiene que ver con la percepción que cada quien tiene de la literatura.

—¿No corre riesgos la literatura de ser manipulada?

—En la primera mitad del siglo XX en América Latina, fue bastante panfletaria, porque cuando uno lee esa literatura regionalista, indigenista, vernáculo-socialista, se da cuenta de cómo la retórica política está metida dentro de la trama novelesca; algo que desde entonces, con ojo crítico, me pareció completamente innecesario. Si el novelista no es capaz de ofrecer en un párrafo una descripción de la realidad tal como la ve y provocar en el lector el sentimiento que sea, de adhesión, de conmiseración, de piedad, de rechazo, por el efecto mismo de la exposición de la trama a través de las palabras, si no logra eso y tiene que agregar un párrafo retórico o dar una explicación ideológico-política, ya eso se sale del parámetro de lo que es la narración y pasa al campo del panfleto. Y aquí vuelvo a insistir. Puede haber una excelente novela que no tenga nada que ver con lo que está sucediendo puertas afuera. Yo creo, sin embargo, que a pesar de que uno quiera tomar distancia –y esto tiene que ver mucho con el concepto estético– la realidad siempre está golpeando la puerta y a veces de ser un simple trasfondo, o un mero escenario, se termina convirtiendo en personaje, se termina metiendo dentro de la novela. Y a mí siempre me gusta la anormalidad constante de América Latina.

Nicaraguan writer Sergio Ramirez waves from his house in Managua after being awarded the Miguel de Cervantes Literature Prize -the most prestigious of Hispanic literature- on November 16, 2017.
Ramirez was awarded the Cervantes 2017 for turning everyday life “into a work of art,” the Spanish Minister of Culture, Inigo Mendez de Vigo announced. / AFP PHOTO / Inti Ocon

—¿Y cómo entra en la literatura esta anormalidad?

—Por ejemplo, en el Cono Sur, a finales del siglo pasado, el fenómeno que hubo fue de desaparecidos. Tú puedes decir: en Uruguay hubo tantos desaparecidos, tantos en Argentina, tantos en Chile. Esa es una cifra.

Pero yo, si soy un novelista, lo que voy a buscar es a un desaparecido, a una familia de desaparecidos cuya vida cambió por el hecho de que un día le llevaron a su muchacho y nunca volvió a aparecer, porque le abrieron el vientre a una muchacha para sacarle al hijo. Eso es algo que para mí va a dar a las aguas de la novela porque me está atrayendo a contar las cosas que para mí constituyen la esencia de esa anormalidad. Yo vivo en una región que está llena de este tipo de fenómenos, como pandillas juveniles que se matan unas a otras, que asesinan, que extorsionan; carteles del narcotráfico, los Zetas, gente que emigra a los Estados Unidos y perece en el camino a través de México o, a lo mejor, llega al desierto de Arizona. Esas son vidas en movimiento y a mí me parece que donde bulle la vida está la literatura.

—Ha sido el primer centroamericano en recibir el premio Cervantes. ¿Cómo se reconoce Centroamérica desde fuera a partir de su literatura?

—Centroamérica es un ideal cultural. Entre sus países hay conexiones culturales, una identidad que hace que sea más fácil reconocerse en la cultura que en ningún otro campo. A pesar de que durante el período colonial fuimos una sola entidad política y fracasó el intento de federación republicana después de la independencia, vino una gran fragmentación pero no en la expresión cultural y literaria. Creo, por ejemplo, que un guatemalteco se siente muy cómodo siendo compatriota de Rubén Darío como un nicaragüense se siente muy cómodo siéndolo de Miguel Ángel Asturias. Son figuras que unen, que por su propia atracción fijan un denominador común. Pero estamos incomunicados con otras partes de América Latina. Me piden que mencione a cinco escritores bolivianos jóvenes, pues yo, desgraciadamente, no pasaría de dos, a pesar de que puedo decir que soy un especialista porque soy un lector ávido. O si me preguntan por alguien de Paraguay o de Uruguay. Me costaría muchísimo. América Latina sigue siendo un fantasma. Hablamos de América Latina, pero hay muchas América Latina, muchas literaturas. Y claro, cómo vamos a despreciar ese gran denominador común que es la lengua. Si voy a una librería de Montevideo y compro un libro de un escritor uruguayo, me meto en ese mundo que para mí no es ajeno, porque está dentro de mi propia tradición lingüística y literaria. El Río de la Plata tiene sus propias características de expresión literaria. Hay una América Latina del Río de la Plata, otra América Latina andina, otra del Caribe, otra de Centroamérica y otra América Latina que está dentro de los Estados Unidos, que es más extraña todavía y más novedosa, porque hay una lengua y literatura nuevas, que se escriben en Arizona, en Texas, en California, en Florida.

—Además de la escritura su mundo ha incorporado otros proyectos en su trabajo, como el festival Centroamérica Cuenta.1

—Tienen mucho que ver con tu pregunta anterior. Qué es Centroamérica y cómo se reconoce desde fuera. Pues yo quisiera que se reconociera mejor y por eso existe Centroamérica Cuenta, que es un viaje de ida y vuelta. Traemos escritores latinoamericanos, de otras lenguas, para que se encuentren con los escritores centroamericanos que no conocen; y que ellos se encuentren con escritores que pertenecen a otros territorios. Esto va a dar más frutos de los que ha dado hasta ahora, hacer que la literatura centroamericana salga de sus fronteras.

—La revolución sandinista dio un empuje a la cultura en general, especialmente a la literatura. ¿Cuáles fueron los frutos?

—El primer fruto fue que el sandinismo no buscó jamás establecer una literatura oficial, tampoco procuró establecer una línea estética de creación literaria ni artística; nunca se buscó proclamar una especie de realismo sandinista o algo parecido, sino que hubo una libertad creadora muy diversa. Esto le dio a la revolución una sensibilidad diferente y un carácter de rescate de la cultura, de articularla: promover el teatro, el cine, con las uñas ¿no?, porque no dejamos de ser un país muy pobre. Hubo, por primera vez, el Instituto Nicaragüense de Cine, la Editorial Nueva Nicaragua, compañías de teatro apoyadas por el Estado, se hizo una discográfica nacional, que nunca se había soñado con eso aquí. Todos esos fueron impulsos que le dieron un perfil a la revolución. Después eso, obviamente, se perdió, desgraciadamente. Los gobiernos que vinieron o no tuvieron políticas culturales o fueron débiles esas políticas y hoy, este gobierno, no tiene ninguna política cultural. Hay una característica que no hay que olvidar y es que los que entramos a la revolución siendo escritores o artistas seguimos comportándonos, además de las responsabilidades que teníamos en el campo político, como escritores; el caso de Ernesto Cardenal, el caso mío, que llegamos a tener responsabilidades importantes, pero, sin dejar de ver el mundo y la revolución como actores, nunca dejamos de ser escritores prestados a la revolución.

  1. Posteriormente a esta entrevista el comité organizador decidió suspender la sexta edición del festival, a celebrarse en mayo, ante “la situación de crisis e incertidumbre que atraviesa Nicaragua”.
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Señas

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942) es escritor, periodista, político y abogado. Fue vicepresidente de Nicaragua entre 1985 y 1990. Publicó su primer cuento, “El estudiante”, en 1960. Su obra literaria abarca más de una treintena de libros, entre novelas, cuentos, libros de testimonios, ensayos y recopilaciones. Su primera novela, Tiempo de fulgor, apareció en 1970 y a ella le siguieron diez más, la última Ya nadie llora por mí (2017). Desde 2004 dirige la revista cultural centroamericana Carátula. En 2013 fundó el festival literario Centroamérica Cuenta. Ha sido profesor invitado en diversas universidades y recibido múltiples premios y reconocimientos. El Cervantes fue el último.

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Fragmento de “Adiós muchachos” (1999)

“Una marea revuelta al pie de mi ventana”

“No empuñé armas en la revolución, no llevé nunca uniforme militar, ni me encuentro al borde del olvido por demasiado viejo, ni nadie me está disputando con otro libro los hechos vividos. Es más, la revolución se ha quedado sin cronistas en este fin de siglo de sueños rotos, después de que tuvo tantos en los años en que estremecía al mundo.

Un olvido injusto. En los recuentos de los acontecimientos que hoy se hacen del siglo XX, falta la revolución sandinista. Porque se pasmó y no cambió en fin de cuentas la historia, como nosotros creíamos que iba a cambiarla, o porque hoy parece a muchos que no valió la pena, un empeño que se quedó en una gran frustración y un formidable desencanto. O porque fue malversada.”

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La anormalidad constante

“A ese paisaje iluminado y a la vez lleno de sombras, desolado y a la vez lleno de voces recurro, dominado por la curiosidad y el asombro, en busca de sus rincones ocultos y de los humildes personajes que lo pueblan, cada uno cargando a cuestas sus pequeñas historias, y me seduce verlos caminar, sin ser advertidos, o sin advertirlo, hacia las fauces que los engullen, víctimas tantas veces del poder arbitrario que trastoca sus vidas, el poder demagógico que divide, separa, enfrenta, atropella. Ese poder que no lleva en su naturaleza ni la compasión ni la justicia y se impone por tanto con desmesura, cinismo y crueldad.”

(Fragmentos de su oratoria al recibir el premio Cervantes.)

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