Treinta y ocho años separan a esta película1 de la primera entrega de Star Wars, la que dio inicio a una de las sagas más queridas por varias generaciones de cinéfilos y que para muchos ha formado parte indisoluble de su formación elemental y su existencia misma. Una experiencia nefasta a comienzos de los 2000 –los episodios I, II y III, dirigidos por George Lucas– marcaban una estrategia fallida y un camino de errores a eludir. Entonces, borrón y cuenta nueva: reboot, volver a cero. En vez de centrarse en la historia previa, dar un gran y bienvenido salto hacia adelante y comenzar una nueva, con un recambio importante de personajes y sin cargar con los lastres de la trilogía anterior.
Es por eso que esta nueva película es un notable ejercicio de nostalgia que retrotrae continuamente a la primera trilogía, la buena. El primer mérito a señalar es que en el rodaje ya no se apuntó tanto a los efectos digitales y a las pantallas verdes, sino que hay más escenarios reales y maquetas, menos muñecos animatrónicos y más disfraces de látex, tangibles y horripilantes. En segundo lugar, la iconografía echa por tierra y termina de una buena vez con los drones, gungans, shaaks y otros animales y razas inútiles que parecían incorporados como para llenar los vacíos de imaginación de las anteriores entregas. En cambio, se retoman aquí las inquietantes máscaras imperiales, las viejas naves, los androides torpes, las tabernas de mala muerte colmadas de monstruos.
Si bien es un placer encontrarse en pantalla con Harrison Ford, Carrie Fisher y Mark Hamill encarnando a los personajes de antaño (ahora envejecidos), estos carismas se equilibran notablemente con nuevos a la altura, fruto de un brillante trabajo de casting y de un guión eficiente a la hora de crear personajes fuertes y novedosos. En primerísimo lugar, la gran estrella aquí es Daisy Ridley en el papel de Rey, nueva protagonista y aprendiz de jedi que vendría a ser como el Luke de la primera trilogía pero mucho mejor: una chatarrera obstinada, con un temperamento estimable y un gran sentido de la lealtad que, rompiendo con los roles dominantes atribuidos a las mujeres, cuando es secuestrada se las ingenia para rescatarse sola, a pesar de que un equipo de rescatistas hombres viene a por ella. Por otra parte, tanto Finn –John Boyega, un soldado imperial traidor a los suyos por entereza y farsante por vergüenza propia–, como Poe (el guatemalteco Óscar Isaac, que podemos recordar del protagónico de Inside Llewyn Davis), un rebelde experimentado, dan en la tecla y están provistos de toda la guerra que es necesaria. Estos personajes nuevos sugieren ya fortalezas y debilidades internas, las ambigüedades necesarias como para volverse realmente atractivos y, por qué no, para que temamos por su eventual tentación por el lado oscuro.
Es así que la película se sirve de lo mejor de la antigua trilogía, pero también tiene una personalidad propia. Y es que tres guionistas de primer orden se encuentran detrás de este proyecto; por un lado el mismo director y productor J J Abrams, con experiencia no sólo en una de las series más exitosas y fraudulentas de los últimos tiempos (Lost) sino también en haber hecho renacer cinematográficamente otra vieja franquicia: Star Trek. En segundo lugar el veterano Lawrence Kasdan, autor entre otros del libreto de El imperio contraataca y El regreso del Jedi. Por último Michael Arndt, responsable del guión de la magnífica Toy Story 3.
Estos nuevos aires, este soplo de aire fresco se siente también en los vistosos parajes verdes que circundan al cuartel de la resistencia, en oposición a las gélidas instalaciones de la Nueva Orden (lo que antes supo ser el Imperio), pero sobre todo a la frialdad provista por tantos escenarios en Cgi en los que Lucas se descansó para la última trilogía. Efectivamente, “la fuerza” encontró aquí un nuevo despertar. Ojalá se mantenga.
1 Star Wars: The Force Awakens. Estados Unidos, 2015.