—¿La rebeldía y la transgresión serían hoy patrimonio de las nuevas derechas?
—Como siempre, el título de un libro se propone llamar la atención sobre un problema. Funciona, en parte, como descripción sintética del contenido del libro y como provocación. La idea, en este caso, no es que la rebeldía se volvió en bloque de derecha, sino que en la actualidad las derechas radicales presentan algunas novedades discursivas e, incluso, estéticas, y no pueden asimilarse a las derechas neoconservadoras tal como las conocíamos. Hay una dimensión transgresora y antisistema, y de conexión con sectores descontentos en esas derechas, que es necesario analizar. Hace poco salió un artículo en El País de Madrid sobre un youtuber gay cercano a la extrema derecha que usa jeans rotos y piercings; sin duda, una imagen muy alejada de lo que pensamos cuando pensamos en extremas derechas.
Me interesó cartografiar el mundo de las derechas radicales, atravesadas por la cultura online, que les disputan espacios a los progresistas con discursos transgresores, sobre todo entre la gente joven. Mucho de este mundo ocupó un lugar inédito con la llegada a la presidencia de Donald Trump en Estados Unidos, pero no se terminó con su derrota electoral. Mi punto no es que el progresismo haya desaparecido o vaya a hacerlo, sino que ha perdido potencia transformadora y capacidad para canalizar el rechazo al sistema.
—En tu libro1 mencionás que la izquierda o franjas de la izquierda ya son parte del statu quo y que ese proceso ha facilitado, incluso, que sectores populares perjudicados por «el sistema» se hayan vuelto hacia derechas duras, tipo Matteo Salvini, Marine Le Pen y, en parte, Jair Bolsonaro.
—En líneas generales, el progresismo se encuentra empantanado, sobre todo a la hora de pensar proyectos alternativos. Hay un contexto más amplio que explica, en parte, esto. El futuro se ve cada vez más de manera sombría e, incluso, de manera distópica. Si la izquierda, como decía [Karl] Marx, debe sacar su poesía del futuro y ese futuro parece cancelado como territorio de utopía o de imágenes de sociedades mejores, hay un problema. Y ese problema abarca también al liberalismo democrático. Pocos creen que el futuro puede ser mejor –«El cambio climático nos va a acechar», «Los robots nos van a reemplazar y arrojar a una vida miserable», «Las redes sociales nos van a estupidizar», «El transhumanismo va a acabar con el género humano», «Las plataformas nos van a uberizar»–; hay una variedad de imágenes distópicas disponibles (y muchas más en el mundo de las teorías de la conspiración) y varias series capturaron estas ansiedades.
Al mismo tiempo, es verdad que el progresismo a menudo se vuelve excesivamente moralizante, sermoneador, etcétera, o se ubica en ciertas zonas de confort intelectual. Mientras que avanzó mucho en cuestiones –llamémosles– culturales –aunque no es el mejor término–, dejó, en gran medida, de discutir sobre economía (salvo en espacios muy académicos). Ahí hay un vacío a llenar que es necesario para reconectar con los de abajo, con las clases trabajadoras, y reconstruir proyectos universalistas. Será, de todas maneras, un universalismo que carecerá de las ingenuidades del pasado y deberá dar cuenta de las diversidades y el pluralismo social.
—Hablás de un discurso moralizante, buenista, de las izquierdas, que sería muy poco funcional para contraponer a la incorrección política de las nuevas derechas. ¿Qué debería hacer la izquierda, a tu juicio, para ser nuevamente atractiva, para salir del papel victimista en que decís que se ha encerrado?
—Hay que salir, creo, de cierta «banalidad del bien», como afirmó [el historiador británico] Tony Judt para referirse al progresismo socialdemócrata. Como han dicho algunos en relación con la academia progresista estadounidense, hay también una transformación del sufrimiento en capital académico, pero no solo ocurre allá: incluso en los movimientos sociales hay ciertas discusiones sobre eso. Yo no tengo una receta, no tenemos un ¿Qué hacer? del siglo XXI,2 pero, sin dudas, es necesario volver sobre la cuestión social de una manera seria, reconectar con el nuevo precariado, enfrentar las formas de segregación urbanas, abordar el tema del derecho a la salud…
La pandemia actualizó varias cuestiones relacionadas con la desmercantilización de espacios de la vida social hoy capturados por el mercado. Pero esto es, sin duda, complicado. Y, dicho de manera burda, es más fácil discutir sobre lenguaje inclusivo (y está muy bien hacerlo) que sobre modelos económicos alternativos. Hay una crisis que va desde las izquierdas otrora revolucionarias (hoy casi inexistentes) hasta las izquierdas reformistas, hoy en una situación muy complicada, como se ve con las socialdemocracias europeas.
—Tratás de ver cómo el discurso de las nuevas derechas en parte se ha complejizado y han surgido grupos o individuos con poder de convocatoria que no les hacen asco a temas ajenos tradicionalmente a su palo, como la laicidad y la ecología. Sus dirigencias también se han feminizado y hay entre ellos referentes abiertamente homosexuales. Aparece una sensibilidad ecofascista, gays excluyentes, mujeres ultras que se «empoderan», pero desde posiciones antifeministas.
—Exacto. Intenté mirar todas esas facetas menos exploradas. Por ejemplo, las transformaciones en el mundo gay que hacen que haya más candidatos y votantes en las derechas. Hay un capítulo entero sobre homonacionalismo. Gays y fachos, ¿por qué no?, decía el veterano activista gay francés Didier Lestrade. También, evidentemente, hay más mujeres y no es solo una cuestión numérica. Hay que indagar más ahí. Recientemente, en Madrid, la extrema derecha de Vox llevaba a una mujer como candidata, Rocío Monasterio, y el Partido Popular, a Isabel Díaz Ayuso, que es del ala derecha del partido y arrasó en la elección. También están Marine Le Pen, Alice Weidel –que, además, es lesbiana–, Giorgia Meloni… En Argentina tenemos a Patricia Bullrich, y la lista es larga. Esas derechas combinan viejos discursos con nuevas formas de interpelación, nuevos rostros, nuevos lenguajes. Y articulan viejos y nuevos temas, como una política proecología con una xenófoba y antiinmigrante. Yo traté de indagar en las articulaciones menos visibles o exploradas.
—En estos días se cumplieron diez años del 15M, la rebelión de «las plazas» española que luego dio lugar a movimientos similares en otras partes del mundo. Se estaba entonces en un período de auge –no solamente en Europa– de una contestación izquierdizante, incluso anticapitalista. ¿Estamos viviendo hoy el reverso de aquel momento, con una nueva derecha capaz de construir sentido común y una izquierda alternativa fracasando en su voluntad de disputarle la hegemonía?
—En Europa hoy vemos, de manera general, un empantanamiento o retroceso de las izquierdas y una desaparición de la cultura de izquierda. Hay cierto auge de los partidos verdes con propuestas ambientalistas más centristas. Lo curioso es que, actualmente, la izquierda más dinámica y entusiasta se ubica posiblemente en Estados Unidos. Se trata de una izquierda interesante, que ha logrado articular demandas de reconocimiento con demandas de redistribución. También en América Latina vemos el surgimiento de nuevas izquierdas, como en Chile, en parte en Colombia, sin algunos de los rasgos más negativos de las izquierdas bolivarianas, que han mostrado facetas antipluralistas e, incluso, autoritarias. Esas nuevas izquierdas tienen mucha presencia juvenil y están abiertas a una variedad de temáticas. Colombia Humana, de Gustavo Petro, y otros grupos juveniles movilizados colombianos, y el Frente Amplio en Chile no están exentos de problemas, divisiones, ambivalencias, pero están capturando energías juveniles con agendas igualitarias y democráticas.
Las tendencias más abiertas, plurales e innovadoras de las izquierdas regionales conviven, no obstante, con otras que, como se ve en el Grupo de Puebla, son muy reticentes a hacer un balance crítico de los procesos del giro a la izquierda en la región. La Venezuela bolivariana empezó como un motor para las izquierdas regionales y terminó por ser un lastre muy complicado en todo el subcontinente. En las últimas elecciones de Ecuador se vio que en la Sierra los indígenas votaron por un banquero neoliberal y del Opus Dei contra el correísmo (por la forma en que Rafael Correa ejerció el poder) y en Bolivia conviven tendencias diversas en el nuevo gobierno del MAS [Movimiento al Socialismo], que debió renovarse tras el derrocamiento de Evo Morales en 2019 y el gobierno reaccionario que lo sucedió. El PT [Partido de los Trabajadores] brasileño sigue siendo extremadamente luladependiente y poco autocrítico, aunque se ve cierto dinamismo en izquierdas más minoritarias… Lo cierto es que el ciclo de derecha no se está pudiendo consolidar. En Argentina, Mauricio Macri perdió tras una sola gestión; Bolsonaro es demasiado impresentable; el chileno Sebastián Piñera y el colombiano Iván Duque navegan en aguas turbulentas, y Lacalle Pou no parece tener la plataforma necesaria para una proyección regional.
—La vertiente política de aquella «indignación» española de 2011, de la que surgió el primer Podemos, hablaba de disputarle a la derecha significantes como patria y democracia, de los que los sectores más conservadores se habían apropiado. No se hablaba tanto de la idea de libertad, pero ahora, claramente, las derechas se la han vuelto a adueñar. La elección madrileña fue un ejemplo. Por aquí, Lacalle Pou encubre bajo la idea de libertad responsable la retirada del Estado de la escena…
—Hay un uso del significante libertad por las derechas, sin duda. No es algo tan nuevo. Lo novedoso y curioso es que las derechas reactualizaron su combate anticomunista. Solo que no hay comunistas enfrente. Díaz Ayuso usó el eslogan «Comunismo o libertad». Bolsonaro hizo lo propio. Ahora en Argentina buscan repetir esa receta discursiva. Para eso deben hacer diversas torsiones, inventarse el «marxismo cultural» como una especie de teoría de la conspiración o asociar cualquier restricción por la pandemia a una medida «soviética». Eso último funciona mejor para las derechas que no tienen responsabilidad de gobierno –o que, a lo sumo, tienen responsabilidades locales y pueden culpar al gobierno nacional–. Cuando ocupan la presidencia, la cosa se complica para ser «libertarios» con el covid-19. Lo vimos con Trump y podemos verlo con Bolsonaro y Narendra Modi en India. El problema de fondo es que las izquierdas, sobre todo las nacional-populares, abandonaron las banderas de la libertad. Algunas, incluso, las miran con sospecha. Pasa lo mismo con el discurso de los derechos humanos en algunos países de la región. En mi opinión, la izquierda debe dar la batalla por la libertad y mostrar cómo la gente sería más libre en una sociedad más igualitaria; no cedérsela a la derecha –que muchas veces la usa de manera oportunista– y al discurso de mercado.
Stefanoni dirige la revista Nueva Sociedad y es investigador del Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas de la Universidad Nacional de San Martín, de Argentina.
Esta entrevista se hizo vía email.
1. ¿La rebeldía se volvió de derecha? Publicado en febrero por Siglo Veintiuno Editores.
2. El autor alude a la obra que Lenin publicó en 1902, que orientó al marxismo revolucionario durante la mayor parte del siglo XX.
Un extracto del libro
Populismo, fascismo, extrema derecha 2.0
¿Cómo denominar a estas fuerzas que ocupan el espacio de la «derecha de la derecha» y que en estas últimas décadas se fueron moviendo desde los márgenes hacia la centralidad del tablero político? Enzo Traverso retoma el término posfascismo elaborado por el filósofo húngaro Gáspár Miklós Tamás. Estas nuevas derechas radicalizadas no son, sin duda, las derechas neofascistas de antaño. Es claro que sus líderes ya no son cabezas rapadas, ni calzan borceguíes, ni se tatúan esvásticas en el cuerpo. Son figuras más «respetables» en el juego político. Cada vez parecen menos nazis; sus fuerzas políticas no son totalitarias, no se basan en movimientos de masas violentos ni en filosofías irracionales y voluntaristas, ni juegan con el anticapitalismo.
Para Traverso, se trata de un conjunto de corrientes que aún no terminó de estabilizarse ideológicamente, de un flujo. «Lo que caracteriza al posfascismo es un régimen de historicidad específico –el comienzo del siglo XXI– que explica su contenido ideológico fluctuante, inestable, a menudo contradictorio, en el cual se mezclan filosofías políticas antinómicas.» La ventaja del término posfascismo es que escapa del de populismo, que –como sabemos– es muy problemático, está muy manoseado, incluso en la academia, y mezcla estilos políticos con proyectos programáticos hasta volverse una caja negra donde pueden caber desde Bernie Sanders hasta Marine Le Pen, pasando por Hugo Chávez y Viktor Orbán. Además, logra colocar el acento en la hostilidad de estos movimientos a una idea de ciudadanía independiente de pertenencias étnico-culturales. Sin embargo, un uso extendido de la categoría posfascismo presenta el problema de que no todas las extremas derechas tienen sus raíces en la matriz fascista; que las que las tienen, como apunta el propio Traverso, están emancipadas de ella y, quizás más importante, que el término fascista, incluso con el prefijo post, tiene una carga histórica demasiado fuerte y, al igual que ocurre con el de populismo, combina una intención descriptiva y heurística con su uso corriente como forma de descalificación en el debate político.
Jean-Yves Camus propone apelar controladamente al término populismo para denominar a estos movimientos «nacional-populistas» y dar cuenta de los esfuerzos por construir cierto tipo de «pueblo» contra las «elites», sobre todo las «globalistas». La desventaja del término es la que ya mencionamos para el populismo en general; su ventaja es que permite acentuar mejor la novedad del fenómeno y enmarcarlo en una reacción más amplia de inconformismo social a escala global. Es evidente que vivimos un momento de expansión de demandas insatisfechas, en términos de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, que debilitan la hegemonía dominante. Las nuevas derechas buscan terciar en esa batalla y organizar el sentido común en torno a su visión del mundo. Quizás valga la síntesis del historiador Steven Forti: estaríamos frente a una nueva extrema derecha o extrema derecha 2.0, que utiliza un lenguaje y un estilo populistas, se ha transformado sustituyendo la temática racial por la batalla cultural y ha adoptado unos rasgos provocadores y antisistema gracias a la capacidad de modular la propaganda a través de las nuevas tecnologías.
Quizás podríamos hablar de derechas radicales como se habla de izquierdas radicales (en Europa), como un concepto paraguas para quienes ponen en cuestión el consenso centrista organizado en torno a conservadores democráticos y socialdemócratas. No obstante, como señalamos en la introducción, lo importante, en un escenario gelatinoso que incluye a neoliberales autoritarios, social-identitarios y neofascistas, es saber en cada momento de qué estamos hablando. Es necesario matizar la percepción de que hoy «todo es más confuso». Es cierto que las «grandes ideas» –o los grandes relatos– ya no están disponibles como ayer y eso hace que se hayan perdido ciertas coordenadas y la brújula ya no siempre marque el norte. Pero eso no quita que la idea de que los ejes izquierda/derecha funcionaban de manera magnífica en el pasado es a menudo pura mitología.
¿La rebeldía se volvió de derecha?, de Pablo Stefanoni. Siglo Veintiuno Editores, 2021.