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Campo recuperado

En Argentina, una historia que comenzó con un grupo de productores viajando en combi para conocer experiencias de campos agroecológicos y culminó con un municipio convertido en caso testigo. Qué hizo posible lo imposible.

Foto: Ignacio Yuchark

Ray Bradbury, Steven Spielberg y Fabio Zerpa siempre plantearon que hay vida en otros planetas. Los foros sociales progresistas difundieron hace tiempo que otro mundo es posible. En Guaminí, provincia de Buenos Aires, no hay foros extraplanetarios ni objetos voladores progresistas, pero hay personas que están haciendo algo que despierta al menos dos hipótesis: 1) hay vida en este planeta; 2) este mundo es posible.

La historia nace a partir de la reunión de un grupo de ocho productores terráqueos, algunos funcionarios públicos que cometieron la rareza de hacer las cosas que se esperan de ellos, y un ingeniero agrónomo con la agenda trastornada por cuatro verbos: viajar, mirar, escuchar y hablar. Lograron entenderse gracias a un dialecto que abarca terminologías curiosas: tréboles, bosta, malezas, cultivos, venenos, lombrices y otros misterios similares. Al hablar de esas cosas parecen estar refiriéndose también a dos sustancias escurridizas: dinero y libertad.

Hicieron un par de viajes en combi, juntos, para ver si esas cosas de las que hablaba el ingeniero eran ciertas: volvieron asombrados.

Primero fueron 100 hectáreas cautelosas entre los ocho. Pero les fue lo suficientemente bien como para que dos años después ya tengan 1.300 hectáreas dedicadas a la agroecología. Rafael Bilotta es ingeniero forestal, integró organizaciones como la Asociación Argentina de Productores en Siembra Directa (Aapresid), emblema de la promoción del modelo transgénico y fumigador, pero ahora dedica su campo totalmente a la agroecología. Mientras recorremos parte de las 740 hectáreas de La Emiliana, Rafael explica, peinándose las canas con la mano: “En términos económicos nos está yendo bien. Y además: ¿qué valor le pongo al hecho de estar en paz?”.

EL MEDITERRÁNEO BONAERENSE. Guaminí, oeste bonaerense, 11 mil habitantes en el distrito, está a orillas de una especie de enorme mar azul: la Laguna del Monte, de agua salada, una de las Lagunas Encadenadas. Desde Guaminí, la otra orilla está casi en el horizonte, a nueve quilómetros. Cada atardecer es una fiesta. La zona sufrió una inundación de apocalipsis en 1985, coletazos en los noventa, pero sigue renaciendo de sus fangos.

Marcelo Schwerdt es biólogo y doctor en recursos acuáticos renovables. Fue nombrado director de Medio Ambiente en 2008, en un gobierno de alianza de radicales y vecinalistas. “Venía trabajando mucho el tema de las lagunas, la separación de residuos, pero empezó a aparecer la cuestión agraria, al principio por el problema de qué hacer con los bidones de agroquímicos.” Confesión no ecológica: “Con ese tema estábamos medio verdes”. En 2011 ganó la Intendencia Néstor Álvarez, del Frente para la Victoria, que mantuvo a Schwerdt en el cargo. “Tuve contactos con médicos comunitarios y gente que estaba trabajando en educación. Descubrimos en muchos municipios ordenanzas para regular el uso de agroquímicos y dijimos ‘hagamos la nuestra’.”

La sorpresa vino de la escuela secundaria número 4, en la que el profesor de biología Aníbal Prienza estaba haciendo estudiar a los chicos el uso de los agrotóxicos. Schwerdt cuenta: “No había capacitación ni equipos de seguridad en los campos para usar los venenos. De las 460 hojas del proyecto, 100 eran de las investigaciones de ese secundario”. Sorpresa: “Dos ediciones de la revista Mu de 2014 fueron también material para fundamentar la necesidad de la ordenanza”.

GLIFOSATO Y DULCE DE LECHE. El proyecto seguía cajoneado. “Los productores planteaban que no estaba muy bueno meternos con la actividad. Nosotros volvíamos al eje de la prevención y el cuidado de la salud. Pero no terminábamos de instalar el tema.” En noviembre de 2013 Schwerdt logró armar un ciclo de conferencias de especialistas.

El primero fue el ingeniero agrónomo Alberto Etiennot, propuesto por la Sociedad Rural. “La primera filmina que presentó decía: ‘No se puede producir sin agroquímicos’. Los productores estaban muy cómodos, Etiennot confirmaba lo que pensaba la mayoría. Fue muy agresivo diciendo que quienes queríamos regular el uso de agroquímicos éramos seudoambientalistas, como las locas de las Madres de Ituzaingó” (que habían logrado las primeras condenas judiciales contra fumigadores y aplicadores en el país). El señor Etiennot aseguró que los agroquímicos son menos tóxicos que las aspirinas y que el dulce de leche, lo cual fue aplaudido aunque nadie pareció dispuesto a hacer la prueba. “Hizo toda la bajada de línea de las radios y la televisión, como decir que este tipo de producción es la que va a evitar el hambre del mundo”, explica Schwerdt.

La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (Fao) ha informado que la producción anual de alimentos alcanza para una población mundial y media, por lo que el problema real es la distribución de dichos alimentos, tema que genera afonía crónica en las corporaciones, gobiernos y activistas protransgénicos. Hubo una segunda conferencia del ingeniero químico Marcos Tomasoni, de la campaña Paren de Fumigarnos, de Santa Fe. “Explicó que hay una deriva que permite comprender por qué los agroquímicos llegan a la Antártida o al Sahara, donde nunca se aplicaron.”

Estuvo también el doctor Raúl Lucero, investigador y científico de la Universidad del Chaco, explicando los daños genéticos que se producen en las zonas fumigadas: malformaciones, abortos espontáneos, además de los casos de cáncer, problemas respiratorios y de piel, entre otros. Se conoció un estudio de la Universidad de La Plata, encabezado por el doctor Damián Marino, que comprobó entre Guaminí y Coronel Suárez la presencia de los venenos glifosato y atrazina en el agua de lluvia, cosa que no parece producirse con el dulce de leche.

En 2014 la ordenanza seguía cajoneada, y Schwerdt descubrió en Youtube videos del ingeniero agrónomo Eduardo Cerdá hablando sobre agroecología y su experiencia en un campo bonaerense: La Aurora, propiedad de Juan Kiehr.

Cerdá define: “Agroecología es la aplicación de conceptos y principios ecológicos en el diseño y gestión de agroecosistemas sostenibles. Aprovecha los procesos naturales de las interacciones que se producen en la finca con el fin de reducir el uso de insumos externos y mejorar la eficiencia biológica de los sistemas de cultivo”. Y relata: “Este modelo productivo enajena mucho. Es un círculo vicioso que funde a los productores y los deja presos de un sistema que todo lo toma y todo lo droga. Las promesas de los últimos años no se cumplieron: cada vez se usan más agroquímicos y resulta que pasamos de no tener malezas a que haya 30 resistentes al paquete tecnológico”.

La Aurora fue reconocida por la Fao como una de las experiencias exitosas en agroecología a nivel mundial. “Pero del otro lado tenés que están aplicando nanotecnología para evitar que los agrotóxicos tengan olor, así la gente no se da cuenta de las fumigaciones.” La república transgentina sabe aplicar esos maquillajes: para que nada huela mal se elimina el olor, no lo que lo causa.

NÚMEROS Y RENTABILIDAD. Cerdá aceptó la invitación a Guaminí y logró lo inesperado: planteó con sencillez y en un idioma común al de los productores, cómo trabajar sin agrotóxicos. Explicó de qué modo la agroecología plantea la cuestión de las malezas, de la fertilización del suelo, de los estilos de producción. Contó cómo los cereales como la avena, el trigo y el sorgo, entre otros, se consocian con leguminosas como la vicia o el trébol rojo, que fijan nitrógeno y fertilizan el suelo. Esa asociación de cultivos deja sin espacio a las malezas, o las integra al proceso a la vez que el suelo queda cubierto, húmedo y enriquecido, ideal para ganado, que a su vez fertiliza el suelo.

En cada zona la agroecología puede plantearse opciones diferentes, pero básicamente implica otro paradigma de pensamiento y de acción. Cerdá mostró además los números de La Aurora. 1) Rendimiento levemente menor que los campos fumigados: 5.119 quilos por hectárea, contra 5.423 del campo fumigado. 2) Mayor margen bruto de ganancia por hectárea del campo agroecológico: 762 dólares contra 549 dólares. 3) Menores costos directos del campo agroecológico: 149 dólares por hectárea, contra 417 de los convencionales. 4) Mayor retorno de inversión: los campos fumigados devuelven al productor 1,31 dólares por dólar invertido. El agroecológico 5,15 dólares.1

Schwerdt: “En la charla Cerdá contó la experiencia de La Aurora, pero no hizo una bajada de línea ni dijo que eso era lo que había que hacer”. Cuando terminó, un grupo se quedó haciéndole más preguntas. El entusiasmo de los productores entusiasmó a Cerdá, que se comprometió a ir cada dos meses durante todo 2014.

La semilla estaba plantada. Se empezaría a probar cómo producir agroecológicamente, pero no dogmáticamente, y siempre de acuerdo a lo que quisieran hacer los productores. Además, se subieron a una combi para hacer dos viajes: desde Guaminí a las tierras prometidas.

VER PARA CREER. En la granja Naturaleza Viva, de Guadalupe Norte, en Santa Fe, los esperaban Remo Vénica e Irmina Kleiner para contarles cómo gestionan 200 hectáreas Hablaron de la biodinámica, que enlaza la producción con una lectura de la naturaleza, de las fases lunares y de los procesos de vida. Hablaron de semillas, de cómo conservar la vitalidad y humedad de los suelos, de cómo trabajarlos para que los propios cultivos vayan raleando a las malezas sin necesidad de envenenar tierra, aire, agua, animales y personas.

Uno de los hijos de la pareja, el ingeniero agrónomo Enrique Vénica, explicó también cada detalle sobre la producción y el valor agregado que se logra al industrializar productos, y la necesidad de establecer redes con otras experiencias agroecológicas para dar abasto a una demanda cada vez mayor de productos de alta calidad, naturales y no transgénicos, y a precios razonables.

Otro viaje en la combi fue de 310 quilómetros, hasta Benito Juárez. La Aurora son 600 hectáreas con características similares de suelo y clima a las de Guaminí. Allí Juan Kiehr, dueño del campo, tiene como asesor al propio Eduardo Cerdá.

Fabián Soracio, en su campo de 170 hectáreas de Guaminí, cuenta: “La exuberancia de vida de La Aurora nos rompió la cabeza. Hacía 20 o 25 años que no fumigaban y no fertilizaban químicamente. Yo dije: pucha, se puede. Además, ves la polenta que tienen tanto los Vénica como Kiehr, esa generosidad. Todo es una lección”. Mauricio Bleynat, tambero de Guaminí, cuenta: “A Naturaleza Viva no pude volver, pero La Aurora me queda más a mano, y ya fui tres veces. No para que me muestren ni me expliquen, porque ya conozco: voy a recargar pilas”.

LA HUIDA DEL INGENIERO. Norman Best hace tiempo tramaba una huida, junto a su compañera Cecilia Agner, bioquímica. Es ingeniero mecánico, trabajó en el Polo Petroquímico de Bahía Blanca, trabajó también para Techint en la construcción de gasoductos, su última experiencia fue en la central nuclear Atucha II, hasta que dijo basta. “En Bahía (Blanca) yo veía cómo hay un canal colector que desemboca en la ría vertiendo todos los deshechos poco tratables al mar. No quería ni entrar en Atucha, pero todo el mundo me decía: ¿cómo no vas a trabajar ahí? Dije: hagamos la prueba. Duré poco más de un año. Era todo un ambiente que no me hacía feliz, y quería la vida en el campo, que no sé si es idílica, pero es hermosa y no estás metido en una central nuclear a 20 metros bajo tierra. Me decían: te estás perdiendo la posibilidad de continuar en una empresa, ganar plata, todas esas boludeces. Y dije: igual me voy.”

Volvió al campo de su padre, 520 hectáreas. Fumigaba metódicamente, pero ya había descubierto la agricultura biodinámica; conoció a Eduardo Cerdá y cuando se armó la movida en Guaminí se sumó velozmente: “Es angustiante estar solo, y yo trataba de entender qué hacer. Para eso funciona el grupo. Vas charlando, intercambiando ideas y salís de esa soledad”.

A los 43 años pronuncia una frase llamativa: “Estoy re feliz”. Hoy combina las pasturas de avena o trigo, según el año y la época, con leguminosas como la vicia o el trébol rojo, que fertilizan el campo a costo cero. Tiene 700 animales que representan el ciclo completo de la producción ganadera: “Y tenemos vacas seleccionadas como madres por la Asociación de Angus”. “Soy sólo un ingeniero mecánico, pero te puedo decir que se nota cómo se retiran las malezas, el suelo está fértil, el pasto de excelente calidad, el ganado bárbaro. Es una integridad biológica. Aquí me di cuenta: lo que no es sustentable es la agricultura de insumos y transgénicos.”

JUGUITO DE LECHE. Martín Rodríguez, 33 años, casado, un hijo, es otro campario, pero estaba totalmente en contra de la agroecología. Cuenta Marcelo Schwerdt: “Nos veía como a los Greenpeace, ambientalistas y fundamentalistas, pero vino y me lo dijo. Ahí empezamos a charlar, fue a conocer los campos, tuvo el gesto de reconocer que no éramos eso que él pensaba, y además se sumó al grupo”.

Martín nunca la tuvo fácil. Se crió en el campo, vio cómo su abuelo caía físicamente y el cambio de modelo lo iba desplazando. Estudió agronomía en Bahía Blanca y hace tiempo le falta apenas una materia para recibirse. “En la facultad forman profesionales que son vendedores de insumos o de recetas. Los profesores decían: ‘Los productores son medio complicados, les cuesta’, y a mí esa actitud me deprimía. Y veía cómo el sistema productivo reventaba a mi familia, porque está hecho para que el grande se coma al chico y nosotros desaparezcamos”.

El abuelo de Martín, Melecio, se suicidó. Martín se hizo cargo de 50 hectáreas de su padre, que ya se dedicaba a manejar camiones. “Yo te acomodo el campo para que después hagas lo que quieras.” Lo nombró Doña Ofelia, en homenaje a su abuela, que enfrentó todas las dificultades de la familia.

Empezó a trabajar sin recursos económicos en un campo chacreado: abusado por las producciones y fumigaciones. “Es lo que pasó en el país: vino la desertificación por mal manejo, la siembra directa para solucionarla. Como no funciona, meten el paquete tecnológico de agrotóxicos. Y como tampoco funciona, más paquete tecnológico. Hace años que tapan una macana con otra.” Otro problema: el monocultivo. “A las empresas no les importan los animales, la diversidad de producción. Del otro lado, creía que esto de la agroecología era un fundamentalismo. Después fui charlando con cada uno y entendí que era gente que quería hacer las cosas bien, con sentido común.” Martín comprendió algo: “Tengo la cultura del hogar, la familia, producir sano. Si nos pasamos comiendo porquerías, como pasa ahora, después ves cada vez más cáncer y enfermedades. Todo eso es lo que no quiero. Es como que la gente ya no toma leche: toma algo blanco que es como un juguito de leche. Yo quiero otra cosa, como chacarero y como padre”.

Tal vez sea cierto que hay una integridad biológica: Martín retomó su carrera, y se va a recibir pronto de ingeniero agrónomo. Y se emociona cuando cuenta que su padre fue al campo. Mirando ese verde de pastos, y los animales, después de tantas penurias, le regaló dos palabras a su hijo: “Estoy orgulloso”.

Rafael Bilotta recibió a Cerdá y a Schwerdt mientras un mosquito fumigaba su campo. Cuenta hoy: “Se hacía lo clásico y lo fácil. Para tal maleza, tal receta. Al principio yo ponía 700 centímetros cúbicos, de eso pasamos a dos litros, cinco litros, o mucho más. Aplicaba, quemaba todo, y sobre eso sembraba. Para entender la cosa fue muy importante conocer La Aurora y Naturaleza Viva. En Aapresid el problema es que sólo se piensa en producir más. No se piensa el modo”.

LA NUEVA RED. Schwerdt señala los campos. “Los vecinos que no se sumaron al grupo ya empezaron a poner vicia o trébol rojo, porque están viendo el resultado en el campo de al lado. Hay un efecto contagio que se nota mucho.” El padre de Marcelo, Atilio (o “Chiquito”) anda con un pie en cada modelo. “Las leguminosas se consocian con los cereales, y este campo que estaba re chacreado mirá lo que es ahora. En 40 hectáreas me debo haber ahorrado unos 40 mil pesos por lo menos, este año. Pero no gasté nada y logré una ganancia similar, así que vamos viendo. Encima no jodo el campo”, dice con una sonrisa de esas que abarcan de una oreja a la otra.

Fabián descubrió una palabra: “No sé si somos agroecológicos, pero los que fumigan son agrooncológicos”. Aclara: “Esto no es lo orgánico certificado. Los campos orgánicos que recorrimos nos decepcionaron. Siento que hacen lo mismo que los convencionales, sin importarles la tierra, pero no fumigan para tener un certificado y venderte caros los productos”.

El intendente Néstor Álvarez dice: “No vamos a alambrar Guaminí para que no fumiguen. Pero veo que estos productores están encontrando un modo nuevo, que los números les dan bien, porque ninguno quiere perder plata, y que esto es bueno para la salud. Así que nos enorgullece que en un encuentro hace poco hayan dicho que Guaminí es el primer caso con presencia del gobierno municipal apoyando este tipo de producciones. Uno ve que no se puede seguir como veníamos, que algo distinto hay que hacer”. Mauricio Bley­nat tiene 50 hectáreas de tambo. “Nuestra debilidad es que tendríamos que ser más. Claro, antes no había nadie y ahora somos ocho. Va creciendo la cosa, pero te queda la duda: ¿hay que romper para que se acerquen, o ser pacientes y esperar?”.

Ana Alberdi y Matías Corzo son una pareja treintañera que se sumó desde Coronel Suárez, donde gestionan unas 280 hectáreas en las que cultivan trigo, avena, sorgo, cebada, centeno, maíz y girasol. Hicieron una pasantía en Naturaleza Viva, y ya están produciendo sus propios quesos.

Ellos participan en Renama, la red nacional de municipios y comunidades que fomentan la agroecología. Organizaron un encuentro en Guaminí al que asistieron el ingeniero Santiago Sarandón y Miryam Gorban, titular de la Cátedra de Soberanía Alimentaria, además de los intendentes de Guaminí y Salliqueló y representantes de otros municipios: otra semilla que no necesita patentes.

La ordenanza de regulación de los agroquímicos finalmente se aprobó por unanimidad en el Concejo Deliberante de Guaminí. “Vista hoy es ridícula, porque sólo plantea 300 metros de distancia y 700 de amortiguación. Es lo que se pudo consensuar. Mi posición es la del doctor Damián Marino: la distancia ideal para los agrotóxicos es el infinito”, explica Marcelo Schwerdt.

Además se instaló un molino pequeño que ya está produciendo harina agroecológica La Clarita. “Lo hicimos como experiencia, con una escuela para chicos con capacidades diferentes, y resulta que descubrimos un mercado enorme y un valor agregado para el trigo de Guaminí”, dice Marcelo, que renunció a su puesto en el Estado. ¿Por qué la renuncia? “Lo que uno quiere hacer, como estas cosas que te llenan el alma, en el Estado te ocupa 2 por ciento del tiempo. Y el 98 por ciento es un desgaste en problemas, burocracias y cuestiones que no se acaban nunca, y terminás pagando con tu salud. Hay mucha gente que se adapta, te traba para que todo siga igual. Lo que aprendí es que no se hace la cosa desde el Estado, sin estar en contacto con bases, instituciones, para que te acompañen. Si no, todo queda en nada.”

Marcelo ahora conduce el Centro de Educación Agraria, lo acompaña por concurso Martín Rodríguez, y desde ahí siguen sembrando lo suyo. Norman Best me dice, mientras caminamos entre las pasturas, que quizá todo se trate de saber crear redes de amistad. Esas redes tal vez podrían ser de los mejores modos de encarar uno de los grandes conflictos que definen esta época: que los sueños sean más fértiles que las pesadillas.

  1. 1. Agroecología: bases teóricas para el diseño y manejo de agrosistemas sustentables, compilado por los ingenieros Santiago Sarandón y Cecilia Flores, y editado por la Facultad de Ciencias Agrarias y Forestales de La Plata.

 

(Publicada originalmente en la revista Mu y reproducida por convenio. La edición es de Brecha.)

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