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Sobre el músico y compositor artiguense Ernesto Díaz.

Calengo

Su música y su forma de componer y cantar vienen de un ambiente del que no estamos acostumbrados a escuchar. Sus canciones nos hablan con el idioma de un mundo nacido de la mixtura cultural de los hombres y las mujeres del límite norte de nuestro país. Por suerte, como decía Lauro Ayestarán, la música no respeta las fronteras geográficas, y la mezcla ha hecho germinar, en los últimos tiempos, artistas con una sensibilidad y una forma de decir diferente. Ernesto es uno de ellos.

Foto: Magdalena Gutiérrez

Hace ya varios años, desde su disco Cualquier Uno y en los finísimos espectáculos que hace con el poeta Fabián Severo, Ernesto insiste en contar con orgullo las historias de la gente con la que se crió. Pero no sólo las palabras, también las melodías, su mano derecha, su forma de cantar y decir nos transportan a una tierra lejana y dura, a un mundo de vendedores ambulantes y perros flacos.

A pesar de su insistencia en tocar y tocar, no todo el mundo sabe que Ernesto existe. No es fácil hacer música propia en esta ciudad, menos cantando en un dialecto que muchos niegan. Ernesto es un ser humano de una calidez y una sensibilidad especiales: un distinto, como diría Fontanarrosa. Alguien que escucha, escribe y toca con el pulso y la seguridad de los sinceros. Un bálsamo de poesía en tiempos de trap.

La primera vez que lo vi fue en la cola del Ministerio de Cultura. La espera era eterna y nos pusimos a hablar por casualidad. Los dos nos presentábamos a un concurso. Me quedaron resonando el hecho de que fuera de Artigas y la pasión que lo invadía cuando hablaba de música. Estaba un poco descreído de los concursos y me decía que se presentaba porque andaba sin un mango, pero que sabía que no iba a ganar.

La segunda vez fue en un cumpleaños de Ney Peraza, en un bar donde tocó y cantó mucha gente. El momento en el que subió al escenario marcó la noche. Tocó el cajón y cantó dos o tres canciones en portuñol, acompañado por la guitarra y la voz de Ney. Me di cuenta de que era de esas personas que logran un silencio especial en el auditorio, de esos cantores que, con poco volumen, hacen que los espectadores se acerquen a su música como si existiera una fuerza gravitatoria.

La tercera vez que supe de Ernesto fue a través de un amigo actor, que la noche anterior había compartido un espectáculo con él y había quedado maravillado. Me mostró con el celular la canción “Me solta Montevideo”. Reconocí enseguida su voz. Escuchamos la canción una y otra vez; funcionaba como si fueran escenas de una road movie. A través de ese relato fascinante, de ese viaje a dedo, llegué al disco Cualquier uno y tuve el placer de adentrarme en su mundo. Luego fui a verlo muchas veces, pero esa canción fue el principio, así que antes de empezar esta entrevista le pregunto por esa historia.

“Esa historia no es real, pero tiene un correlato con la realidad: conocemos mucha gente que se ha venido a Montevideo a dedo desde Artigas y al revés. Ese relato, en particular, nació un día en una pensión en Montevideo donde se estaba quedando mi primo, el Ñato de la Peña. Aquel estaba muy bajoneado, porque hacía tiempo que buscaba laburo y no conseguía nada. Hablaba de la idea de volverse a Artigas y repetía la frase ‘me solta Montevideo’, como diciendo: ‘Soltame, Montevideo, dejame ir’. Ernesto trataba de levantarle el ánimo a su primo, sin mucho éxito, cuando llegaron dos amigos de ambos: Julio Montero y el Fele, Federico Baptista. Dijeron que lo que había que hacer para arreglar la situación era salir a comprar cerveza. La sola visita de los amigos levantó el ánimo del Ñato. Como estos demoraban muchísimo, empezaron a bromear con la idea de que habían ido hasta Artigas a buscar la cerveza. Empezaron a imaginarlos yendo a pie hacia el Yuruna, un local de venta de bebidas, casi sin mesas, al que iban mucho cuando vivían allá. Se quedaron comentando que la historia parecía una película, pero Ernesto me aclaró: ‘Como nosotros no sabemos hacer películas, dijimos de hacer una canción’. Al otro día cayó por casa para contarme que había conseguido laburo y yo ya tenía la música del tema. Hicimos la letra juntos, verso a verso”.

LOS MISTURADOS. El abuelo de Ernesto, José Alejandro Díaz, nació en San José de Metán, en Salta. Los Díaz venían de España, pero, al parecer, José era muy árabe de aspecto, por lo que Ernesto supone que tenía antepasados moros. En Metán nació también Eduardo Falú. A pesar de que eran amigos, José se enteró de que Falú se había vuelto músico muchos años después, en Uruguay, cuando vio la tapa de un disco. José se vino a Uruguay exiliado de Argentina. Había vivido toda su vida en una villa cerca de una reserva de los indios qom y hablaba su dialecto. Casi no usaba calzado; cuando lo reclutaron, tuvo que ponerse medias y botas. Lo mandaron a Tucumán a hacer el servicio militar y a los pocos meses tuvo un problema con un superior. “Parece que el tipo era muy maltratador y mi abuelo, que era medio mal arreado, lo desmayó de una trompada. Los amigos le dijeron: ‘Corré, corré’, y él se fue con la ropa al cuerpo y quedó matrero. Se metió en los montes y fue viajando de polizón, en los trenes, hasta llegar a la frontera. Después cruzó a Salto y unos años más tarde se fue en tren a Artigas, donde decían que había trabajo.”

En Artigas, José se juntó con la abuela de Ernesto, cuya familia era de origen brasileño y hablaba en portugués de la frontera. El músico recuerda que, mientras que su abuela hablaba portugués, su abuelo hablaba bien parecido al castellano del norte argentino. “Yo escucho hablar al Cuchi Leguizamón, a los Chalchaleros, y es igual a como hablaba mi abuelo. En mi casa convivían esas dos vertientes y yo me crie con ellas. Vivía con mis padres, pero siempre estuve muy vinculado a mis abuelos; era muy mimoso de ellos. Por el lado de mi madre también, con mi abuela Constantina. Era una prole grande, con muchos primos, muchos tíos, de distintas religiones, distintas orientaciones políticas, incluso de distinto aspecto y fenotipo. Gente más oscura, gente de ojos claros, de pelo lacio, rizado, mucha mezcla.”

TRES HORAS AL NORTE DE TACUAREMBÓ. Ernesto nació en el 73, en una casa alquilada del barrio Wanderers, cerca del centro de Artigas: “Eran años de mucho nervio. La dictadura perseguía bastante a mi familia, principalmente a mi padre. Había toda una cosa angustiosa de la ventana para afuera, y a veces adentro también. La música siempre fue un alivio. Me acuerdo de que de noche mi padre dejaba prendida la radio Quaraí, una radio brasileña, con el volumen al mínimo, casi inaudible. Pero, cuando todos se dormían y la casa quedaba en silencio, yo empezaba a escuchar. Oía horas de rockola, con música de los setenta de Brasil. Tengo música en mi cabeza que todavía hoy no sé qué es”.

Ernesto prende un tabaco y me cuenta que en esa época él no entendía cómo se hacía la música: no había instrumentos en su mundo cercano. “La música era sólo música, no tenía escena. No veía gente tocando o cantando, a no ser a mi mamá, cuando estaba contenta y se ponía a bailar y cantar mientras cocinaba o doblaba ropa. Me acuerdo también de que, cuando hacía las cosas de la casa, tenía una especie de chiflido. Eso para mí era la música. Después, un poco más grande, me dejaban escuchar discos, pero casi sin volumen; estaban prohibidos, entonces me dejaban ponerlos muy bajito. Yo ponía la oreja cerca, pero escuchaba más el ruido de la púa que el sonido del disco. Adivinaba la mitad de la música, como cuando vas ahora en el ómnibus y escuchás alguien que está con auriculares que tienen el volumen muy fuerte. Se siente solamente el sonido de los agudos de la percusión; eso me hace acordar a lo que yo escuchaba.”

Ernesto me explica que su tío Mique fue muy importante para él. Era un tío muy presente y un tipo muy musical. Escuchaba mucha música porque no había sufrido persecución y conservaba bastantes discos. Llegaba sonriendo, bailando y cantando las percusiones de los temas, lo que ahora se llamaría beatbox. “Mi tío cantaba las percusiones con la boca y, gracias a él, empecé a percibir la parte rítmica de las canciones. Me permitió entenderlo como algo separado, como si fuera una pista.”

Con 5 años, Ernesto se mudó al barrio Zorrilla y ahí sí empezó a ver música en vivo, porque sus vecinos, los López, organizaban fiestas con música en vivo y baile. Doña Eva y don Joaquín pasaban casi toda la noche sentados, pero había un momento en el que se paraban. “Ahí todo el mundo hacía una ronda, porque era un momento importante: iban a bailar los dueños de la fiesta. Ellos tenían una forma de moverse que me fascinaba. Nunca vi gente que bailara de esa manera, una forma antigua, medio tanguera. Él se arqueaba hacia atrás y giraba en el pie, y ella se balanceaba. Parecía que iban flotando. Me deslumbraba verlos; era como un milagro. Creo que eso fue lo que me hizo músico.”

MÚSICA EN MOVIMIENTO. “Lo primero que hice fue bailar. Yo no tocaba ni cantaba nada, pero bailaba sin ningún complejo. En el norte nunca vi que hubiera complejo de bailar. Acá se daba más esa cosa de que la mujer bailaba toda junta y el hombre se movía más bien poquito. Allá no.” Había un veterano, Lalo, hermano de crianza de su abuela, que salía en carnaval y se disfrazaba; era sastre de oficio. “Era muy pobre Lalo, pero siempre mantenía su elegancia y su alcurnia de bailarín y sastre. Me encantaba verlo. Después, frente a mi casa, había un muchacho que tenía un almacén, que era tremendo bailarín. Se ponía a la sombra de un techito –allá, con aquellos calores de 50 grados de Artigas–, ponía música brasileña y pasaba todo el día bailando.” Su familia siempre tuvo mucha relación con el barrio, porque su casa era la última que tenía agua. “Por años fue así: venían con mangueras y bidones, y llevaban agua para las casas de todos. Él también venía y me acuerdo de que yo le tenía mucha admiración, porque no tenía ninguna vergüenza de bailar. Era muy pobre y estábamos en un momento muy crudo, pero siempre lo veías bailando.”

Era un barrio de albañiles y gente que hacía limpiezas, changas. Su padre vendía en la calle con el tío Mique y su mamá era maestra. También estaban los militares. “Había un personaje que era milico, fanático de Los Olimareños. Le gustaba pescar y tomar caña. Era buena gente, muy amigo y muy querido del lumpenaje del barrio. Me acuerdo de que se tomaba unas cañas y decía: ‘Noum m’ improta nada, vo iscuitá us Olimaréño’. Ponía el equipo a todo volumen y todo el barrio escuchaba. Era el único que tenía todos los discos, porque nadie se los había quitado.”

ME SOLTA MONTEVIDEO. La primera vez que Ernesto estuvo en la capital fue como entrar en el mundo de los discos de Jaime. Para él, Montevideo era 7 y 3 y Brindis por Pierrot. “Yo creo que la elección de venir a vivir acá tuvo que ver con la música. Podría haber ido a estudiar a Porto Alegre: tenía un tío allá y era más barato. Yo conocía mucho de música brasileña, pero en la adolescencia la música uruguaya me despertó un interés increíble. En el 90 –yo tenía 16 años– hice una changa con mi tío, junté una plata y me fui a Salto a comprar discos, porque en Artigas no había disquería. Había un tal Leo Maslíah, que quería conocer. En Artigas no lo pasaban, pero yo había leído recortes de diarios que lo elogiaban. También había un tal Eduardo Mateo, que había muerto y también me interesaba. Conté la plata y me daba para dos discos. Fui en ómnibus, en un Coa, al Palacio de la Música y compré un casete de La mosca, que me voló la cabeza. Después pude comprar, también, el disco I lique roc, de Leo Maslíah, en formato de pasta. Pah…los gasté. Y dije: ‘Ta, me voy a Montevideo a ver qué pasa, a estudiar Letras y ver qué puedo aprender de música uruguaya’.”

Luego de probar con clases de percusión, disciplina que desarrolla hasta el día de hoy en varias formaciones musicales, Ernesto decidió aprender guitarra. Había conocido a Rubén Olivera en Artigas. “Rubén fue el que eligió mi primera guitarra. Fui tres o cuatro años a aprender con él, y la verdad es que siempre tuve la idea de componer. Aprendía tres acordes y ya estaba buscando hacer un pedazo de canción. Rubén me mandaba un ejercicio y yo le ponía letra.”

La primera canción que hizo entera, con música y letra, se llama “Los momentos” y quedó grabada en el disco. Es un baiao chamarrado y está dedicado a Fredy Pérez. “Yo no lo conocía, pero iba al Tump y había un tipo que se encerraba a cantar de una forma divina. No sabía quién era. Hacía esfuerzo para escuchar, porque él se metía en un salón que era un altillo, entonces se escuchaba apenas, como por ráfagas. La canción habla de eso, de parar la oreja en medio de los ruidos y tratar de seguir aquello: alguien cantando. Un día que yo estaba escuchando, abrió la puerta y salió: ahí descubrí quién era. Después pasó que, cuando estaba trabajando la canción pensando en Fredy, en el hogar estudiantil en el que yo vivía había un compañero que estaba tomando una cerveza y me escuchaba, callado. De repente, se fue al baño y desde afuera escuché que tarareaba algo en el tono en el que yo estaba tocando, porque se había quedado con los acordes en la cabeza. Entonces, cuando terminé la canción, se la dediqué a ellos dos.”

Las canciones de Ernesto suelen ser para alguien, más que para algo. “Me acuerdo de una que hice porque mi hermana perdió una perra y la encontró muerta en una banquina. Hice la canción para consolarla. Son canciones para gente común, en la que percibo un ideal estético de belleza que me llega.”

CUALQUIER UNO. Ernesto insiste en que el disco existe por obra de Fernando Ulivi y Guilherme de Alencar Pinto. Ellos lo convencieron de grabar sus canciones. Él había hecho algunos intentos, pero nunca estaba conforme y terminaba borrando todo. Se reunieron varias veces y le pidieron que tocara todo lo que había compuesto. Así fueron seleccionando temas que pudieran formar parte de un mismo proyecto. “El disco fue idea de ellos y fue todo laburo de ellos. Yo fui un obrero. Sobre todo al principio, lo que hice fue confiar. Después fui agarrando fe y cariño con lo que estábamos haciendo, y terminé ayudando también en los arreglos y las mezclas. Pero al principio pensaba: ‘Voy a hacer lo que ellos digan, porque si no, no hago nada’. Y pensé que no iba a venderse, pero la verdad es que se vendió muchísimo más de lo que yo hubiera soñado (pensé que iría a vender unos treinta y cinco discos, y se vendieron como quinientos). Desfiló mucha gente muy talentosa tocando en el disco, gente que yo conocía y gente que vino por el lado de Guilherme y Ulivi. Es un disco hecho por muchos.”

Cualquier uno se realizó a pulmón: el Fonam le negó a Ernesto el apoyo durante diez años. “Presenté libracos gordos, con cartas de apoyo de distintos colegas. Me acuerdo de que hasta Rachel, la directora de un documental sobre la trayectoria de Yisela Sosa y la mía, escribió toda una argumentación muy bien escrita sobre lo importante del proyecto del disco, pero rebotó todas las veces.”

El disco se hizo a partir del trabajo honorario de los 24 músicos que participaron y del incansable trabajo de Guilherme y Ulivi. La edición, de Ayuí, fue lo único en que se precisó pagar una plata importante. Fabián Severo le prestó el dinero. “Agarró su chanchita, donde tenía una plata juntada para editar un libro, y me la dio para editar el disco. Yo después se la fui devolviendo de a poco, pero Fabián tuvo ese gesto y le estoy muy agradecido. Ni siquiera pude agregarlo en los agradecimientos, porque ya estaba hecha la gráfica del disco. Pero, bueno, él sabe y yo sé.”

CALENGO. Mirando por la ventana, Ernesto dice que vivir de la música acá, en Uruguay, es medio imposible, que quienes lo logran tienen que salir a tocar afuera. Por suerte, mucha gente lo llama como instrumentista para participar en sus proyectos. Paralelamente a los proyectos grupales de los que forma parte –la banda Más Quereres, los espectáculos a dúo con Rubén Olivera, y el trío con Diego Azar y Álvaro Salas–, está grabando un segundo disco solista. Otra vez, la producción artística está a cargo de Guilherme y Ulivi. “Es un disco que comenzó en un momento doloroso de mi vida. Comencé a grabarlo cuando volví de vivir dos años y medio en Artigas, a fines de 2017, luego de perder a mi mamá. Ahora estoy en el proceso de tomarle cariño. Son casi todas canciones nuevas, menos una, que hice en el 94 para Ina, mi mamá, y no había grabado. Es un disco distinto, me parece; mucho más oscuro que el anterior. Con suerte, dentro de unos meses va a estar pronto. Seguramente se llame Calengo; íntimamente le digo así. Es una palabra del norte. Creo que, en su etimología, es una derivación de ‘escaleno’. Escaleno como sinónimo de desparejo, de rengo. Algo que está calengo es algo que está cangüeco. Cuando una bicicleta está toda descentrada, se dice que está calenga. Es una palabra que me gusta, que tiene toda una simbología, pero que, además, es de mi acervo personal, norteño, artiguense, de mi generación.”

Ernesto no sabe qué quiere que pase de acá para adelante. Siempre hizo música para él y su gente. “Me gusta la música que, conceptualmente, tiene algo para decir. Es una lucha complicada, porque le llenan la cabeza a la gente con que no tiene música propia y tiene que ir a comprarla no sé adónde; a Miami, ponele. Acá hay gente valiosa haciendo cosas muy buenas, gente que tiene búsquedas genuinas y mucho compromiso. Pero no hay financiación para su música, ni interés del mercado ni de los medios masivos. Siempre ha sido un poco así. No digo que esté mal, pero se va forjando una moda o un gusto que dialoga con ese mercado y le pasa la aplanadora a todo lo que es diferente. Quedan afuera lo singular y las búsquedas artísticas que no están alineadas ni gobernadas por el mercado. Pero esa es la música que a mí me interesa escuchar y hacer.”

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Próximos toques

Domingo 1 de marzo, en el ciclo Música de la Arena, junto con Rubén Olivera; miércoles 4 de marzo, en el bar El Verde, junto con Charly Ferret.

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