Botón de muestra - Brecha digital

Botón de muestra

La liberación de una parte del archivo del espionaje militar en democracia trajo adhesiones y enojos. Y evidenció una tensión acumulada en cuanto a las opiniones sobre cómo se manejan estos documentos. Más allá –o más acá– de la forma en la que Brecha eligió publicar los documentos, quedaron latentes los diferentes criterios del gobierno en cuanto al acceso a la información reservada y la opacidad que prima sobre los archivos del pasado reciente.

Ilustración: Alex Gerontakis

Eran las 14.59 del jueves 27 de julio cuando Brecha liberó en su web algo más de 14 mil páginas que confirmaban, definitivamente, el espionaje ilegal y sistemático que la inteligencia militar llevó adelante sobre personas y organizaciones en democracia.

Desde octubre de 2016 el semanario había estado revelando a sus lectores detalles de todo el andamiaje burocrático montado por los militares, su operativa, sus objetivos a espiar (sindicatos, partidos, medios de prensa –Brecha entre ellos–, organizaciones sociales y religiosas, etcétera), que terminaron convenciendo a algunos diputados de crear una comisión investigadora para comprobar la existencia del espionaje en democracia y eventualmente determinar responsabilidades y su posible derivación a la justicia penal. Hallados en 2006 por la entonces ministra de Defensa Azucena Berrutti, los documentos fueron ignorados durante diez años por todo el espectro político.

Apenas publicados, comenzaron las reacciones. Primero fue en las redes sociales: algunos celebraron la iniciativa, otros, entre ellos varios integrantes del equipo de historiadores de la Secretaría de Derechos Humanos para el Pasado Reciente, de la Presidencia, cuestionaron por qué no se tacharon los nombres de militantes que quedaban expuestos en detalles de su vida íntima sin relevancia para el resto de las personas; otros alertaron sobre la “carne podrida” que podría contener la publicación. “Repudiable”, “inmoral”, dijeron algunos. Hubo también quienes exigieron conocer cómo Brecha accedió al material. En los medios, pocos consignaron la noticia, algunos comenzaron a hacer pública información proveniente del archivo, otros abordaron algunas aristas del asunto a través de columnas de opinión. El silencio del Estado, del gobierno y de la clase política toda resultó ensordecedor.

UN GATO Y UNA EXPLOSIÓN. Si para algunos la revelación de datos personales es un hecho que anula cualquier aporte de conocimiento que los archivos pudiesen hacer, para otros lo fundamental de su difusión es que se confirma la existencia de un organismo de inteligencia funcionando en democracia y en dictadura, al margen de cualquier control e institucionalidad, pero amparado en una especie de blindaje protector impenetrable. Otros encuentran la oportunidad de señalar la ausencia de una institucionalidad que cuide y unifique los criterios de acceso a los archivos, considerados hasta ahora “opacos” y “discrecionales” a pesar del marco regulatorio existente que debería garantizarlo (véase recuadro “Árido”). En ese marco, para los entrevistados (abogados, integrantes de organizaciones, familiares, historiadores, políticos) lo de Brecha aparece como la punta de un iceberg, y lo que subyace es la existencia de una tensión de larga data en torno a una (no) política del patrimonio documental nacional, y el debate pendiente sobre la custodia y acceso a los archivos que lo conforman, principalmente los referidos al pasado reciente.

“La advertencia de que los archivos están, que contienen la información y que el Estado debería procesarlos de alguna manera para ofrecerlos al público, es un reclamo de la sociedad que no tiene un año, tiene diez. Llega un momento en que las cosas explotan, lo hizo a través de Brecha, pero podría haber explotado por cualquier lado”, dijo Isabel Wschebor, ex directora de la Secretaría de Derechos Humanos para el Pasado Reciente. “El mérito es el de tirar el gato arriba de la mesa –opinó, por su parte, el historiador Carlos Demasi–. De los archivos no se hablaba, después decían que no existían, cuando existieron dijeron ‘ah sí, pero no dicen nada importante’, y aparecen los documentos y ¡caramba!, parece que sí decían cosas importantes, pero nadie agarraba el toro por las guampas.”

Elena Zaffaroni, integrante de Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos, considera que estos archivos cobran una “gran relevancia” en las causas judiciales por el “secretismo” que los rodea: la “política (del Estado) hacia las Fuerzas Armadas las abroqueló totalmente en el silencio, entonces vos ves que no hay fisuras, que desde 1985 hasta hoy no hay cómo llegar a tener información si no es por medio de archivos. (…) Son archivos de los militares, responden a sus propios objetivos; eso genera una situación compleja porque tienen información pero no son la verdad, no tienen por qué ser la verdad, y el que aborde esa página tiene que ir con toda esa precaución”, advirtió.

EN TODAS PARTES. El debate sobre qué hacer con los archivos generados durante períodos represivos y de terrorismo de Estado no es exclusivo de Uruguay. Desde los archivos de la guerra en Argelia, pasando por los de la Stasi, hasta los de la guerra civil española “están demostrado que el principal problema de los gobiernos es que, habiendo pactado una transición política ‘en paz’ y de no explicitación de cuáles fueron las responsabilidades del Estado en esta materia, la publicitación de las formas en las que se investigaba a las personas se vuelve en contra de la forma en que estos estados decidieron pactar para salir de sus dictaduras”, opinó Wschebor, en referencia a las prácticas de inteligencia que el Estado no revisó al retornar a la democracia y que durante al menos 30 años siguieron adelante sin que las autoridades legítimas se enteraran. “Cambiar la lógica de la administración lleva tiempo, porque el régimen de terrorismo de Estado y su actuación ilegítima fueron impuestos por temor y terror, pero también con muchísimas complicidades que hasta el día de hoy se mantienen, como se mantiene el pacto de silencio mafioso entre los torturadores”, señaló por su parte Felipe Michelini, integrante del Grupo de Trabajo por Verdad y Justicia, creado por Tabaré Vázquez al inicio del actual gobierno y que funciona en la órbita de la Presidencia.

En escenarios así, propiciar la discusión queda en manos de las organizaciones sociales, que a su vez presionan para obligar la desclasificación de archivos y lograr que su acceso –con suerte– no esté restringido a los académicos. “Los archivos dejan visible el espionaje en democracia y la operativa de militares infiltrados para continuarlo hasta el día de hoy. Eso nos compete a todos. No es de académicos ni de investigadores. A 40 años de la dictadura y con hechos así no podemos seguir pensando que lo principal es restringir, sino todo lo contrario”, sostuvo Zaffaroni.

EN BUSCA DE UN MARCO. El marco regulatorio creado a partir de la llegada del progresismo al gobierno permitió avances pero mantuvo opacidades y, sobre todo, no logró soluciones completas. El Archivo General de la Nación (Agn) tiene 120 quilómetros lineales de documentos judiciales, la mayoría de ellos sin catálogo ni descriptores, contó a Brecha el historiador Nicolás Duffau. “Vas tanteando a ciegas”, advirtió. Vania Markarian, responsable del área de investigación histórica del Archivo General de la Universidad de la República, advirtió que “siguen existiendo grandes carencias en las condiciones de preservación y acceso a los múltiples archivos oficiales sobre el período de la dictadura que se han detectado en la última década”, y aseguró que hay diferentes criterios de tratamiento y acceso establecidos para los archivos ubicados en la cancillería y los ministerios de Defensa e Interior.1 En conversación con el semanario, Markarian reclamó una institucionalidad que elimine la opacidad y la discrecionalidad en el acceso y que homogeneice criterios: “Ahora aparecieron los archivos del Fusna (Fusileros Navales). La primera decisión es decir: está en este lugar, el volumen es este, las fechas extremas parecen ser estas y el procedimiento va a ser este, que sigue estos lineamientos. ¿Quién está entrando? ¿Bajo qué condiciones? ¿Cuál es el destino? ¿Quién garantiza el acceso? Yo no tengo idea, no sé si alguien la tiene. Mi preocupación es formal en el sentido más político de la palabra”.

“He visto que se habla mucho del Agn y nadie analiza que es una dependencia subordinada al Poder Ejecutivo. Si éste define que el archivo será visto por tres o cuatro personas que designa el propio Ejecutivo, el Agn no puede tener una política distinta”, dijo Wschebor. Sucede que ni siquiera los propios ministerios tienen claro quién clasifica como reservados los documentos y quién puede desclasificarlos. Prueba de ello es la respuesta dada a Brecha por Martín Fabregat, asesor en comunicación del Ministerio de Defensa, en la que aseguró que una vez que los archivos pasan al Agn ya “no dependen ni funcional ni operativamente” de esa cartera. Sin embargo, la ley de acceso a la información pública establece que el organismo que generó el archivo es el que toma esas decisiones.

Frente a las reservas declaradas por el Ejecutivo aparecen las soluciones parciales. Por ejemplo, la mencionada ley habilita a dar información a las personas directamente implicadas. “Entonces se abren sistemas de clasificación exclusivos para las personas que están implicadas. Soluciones parciales para una definición que está por encima de todo el mundo en la escala jerárquica y administrativa. Esa es la discusión que hay que dar: cómo se generan condiciones para que el Ejecutivo entienda que si abrimos los archivos no va a pasar nada. No va a ser un escándalo público”, opinó Wsche-
bor. A su vez, el gobierno tiene a su disposición la Unidad de Acceso a la Información Pública (Uaip), que se encarga de asesorarlo en estos temas, sin embargo, Mariana Gatti, miembro de la institución, aseguró a Brecha que no han recibido ninguna denuncia ni consulta sobre el tema.

El asunto no es sencillo. Como casi todo alrededor de los archivos, tampoco aquí parece existir consenso. En una columna publicada la semana pasada en La Diaria,2 Carla Larrobla, integrante del equipo de historiadores que investigó sobre detenidos desaparecidos, recordó un seminario realizado a fines de 2016 que no logró cumplir su objetivo de consensuar criterios que “permitieran elaborar un protocolo nacional de acceso a la información”, debido a “las dificultades que representa este asunto y las múltiples posiciones que existen al respecto”.

Antes, en 2008, a raíz del hallazgo de los archivos del espionaje por la ministra Berrutti, se comenzaron gestiones para crear un “Archivo nacional de la memoria”, recordó Edison Lanza, entonces integrante de la organización Cainfo y hoy relator especial para la libertad de expresión, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Entre los aspectos a regular, explicó Lanza, estaba “que quienes perpetraron el espionaje y la actividad ilegal no mantengan la custodia de esos archivos y que pasen a otras agencias del Estado, que fuera un archivo destinado a conocer lo sucedido, que contribuyera a recuperar la memoria, y con los fines de reparación, de justicia y otros fines”. También se regularía su acceso, “siempre bajo el principio de máxima divulgación y de que las excepciones sólo puedan ser establecidas por una ley, porque hablamos de regular un derecho fundamental como es el derecho a la información y a la verdad, y proteger algunos bienes, como los datos sensibles de las personas”. Pero faltó voluntad política y sobraron discrepancias de criterio. “Algunos estimaban que primero debía ser objeto de un tamizado por los historiadores, que era temprano para liberarlo así nomás, todo el mundo hacía acuerdo en que la justicia debía acceder, luego se puso a disposición del Agn para que víctimas y familiares pudieran acceder, ahí se hizo un buen trabajo”. Finalmente el Ejecutivo elaboró otro proyecto que se aprobó en 2008 (ley 18.435), que “en materia de acceso remite a la ley de acceso a la información”, por lo que para Lanza “resultó en casi lo mismo que mantener el problema latente, porque no estableció las reglas para el acceso público, que es lo que ahora se discute nueve años después”. Según afirma Markarian, parte del fracaso se debió a la resistencia de historiadores y archivólogos, que se oponían a que se separaran del archivo de información e inteligencia policial los años vinculados al terrorismo de Estado con el fin de alojarlos en esta nueva dependencia: “Se advertía así acerca de los peligros de establecer cortes tajantes y hacer de las discusiones contemporáneas, atravesadas por pasiones políticas y dolores acuciantes, la forma central de definir qué hacer con documentación perteneciente a archivos históricos de gran valor en la larga duración”.3

PARA QUÉ SIRVE UN ARCHIVO. Dice Demasi que sobre los archivos pesa cierta “sacralización” equivocada, como si alcanzara con entrar a uno y elegir la carpeta correcta para encontrar allí el documento que dirá quién mató a Julio Castro o quién es el responsable de la desaparición de una persona. No funciona así. La lógica indica –sostiene el historiador– que el archivo debe ser manejado como una globalidad. De esa manera, “más que saber si fulanito tiene una amante, lo que encontrás es la lógica de la observación, qué cosas están mirando, la subjetividad que construye el archivo sobre el que lee los documentos, cuál es el tipo de visión de la sociedad que intenta dar, y a partir de ahí empezás a ver qué te dice el archivo”. Wschebor rea-firma el concepto. En sus palabras, en el archivo de espionaje en democracia “puede verse la carátula, la figura del ‘manipulador’, hay uno que brinda la información, otro que la manipula, hace el informe, están los datos administrativos, cuánta plata le pasan, los datos del nivel de conflicto que genera esto… hay una cantidad de datos de contexto que son relevantes. No es sólo el documento. Eso te permite recabar una cantidad de datos para valorar el contenido de lo que éstos dicen”. Explicar esto, dice, forma parte de la función social del historiador.

“Hay una forma más fácil de entenderlo: cuando se inventó la fotografía el público tendía a pensar que lo que quedaba registrado en la imagen era una representación fiel de la realidad. De a poco fuimos viendo que las fotografías no registraban el movimiento de las personas, que la persona que tomó la fotografía había elegido un cuadro, se había corrido de cierto lugar porque capaz no quería que algo saliera en la foto para que la imagen quedara más linda. Fuimos entendiendo que las imágenes no son el reflejo de la realidad. Con el documento escrito pasa lo mismo. También es cierto que es un testimonio: allí había unos edificios que quedaron registrados, hay una cantidad de cosas que son datos, pero tenemos que problematizarlos, hacernos preguntas, qué es lo que se ve y lo que no se ve en ese documento. Qué es lo que se puede confirmar si lo cruzamos con otra fuente que viene de otro contexto de producción. Hay un montón de cosas a analizar cuando nos enfrentamos al documento. No creo que eso sea sólo un tema de los historiadores. Capaz que a través de las imágenes es más fácil de entender, pero también hay que volver a los textos y considerar que en ese sentido todas las fuentes operan de la misma manera.”

“No es el debate fundamental”, contesta Vania Markarian, ante la pregunta de si debe censurarse información que guarda un documento antes de hacerlo público. Dependerá –argumenta– del tenor de la información y el uso que vaya a dársele, de cuándo y entre quiénes se decida. “En esas decisiones entran procesos de consulta y negociación entre sectores involucrados, que están cercanos a los lugares donde se hace política de estos asuntos: grupos de familiares, grupos políticos. Hay que generar algún tipo de consenso. No creo que haya una forma”, afirma, e introduce otro tema al debate: “Me parece que muchas veces ha sido la forma de dilatar” los procesos de apertura.

Si existe un inventario y una reserva de desclasificación a los 15 años, dice Wschebor, aludiendo al archivo de espionaje en democracia, “hay que estar abiertos a manipular lo menos posible la documentación que uno va a desclasificar. En 17 años de trabajar estos temas lo que he visto es que cuando se entra en el tema de si se tacha o no, en general se termina como corporativizando todo, y esa es una forma de dilatar la resolución política de abrir los archivos”. Primero está la discusión sobre si tachar o no, después qué nombres tachar y cuáles no, después empiezan las polémicas porque quienes tachan ven la documentación íntegra y los que quedaron por fuera no la ven. En este contexto de discusión/dilación, la historiadora propone basarse en lo que dictan las leyes: para lo que refiere a las violaciones de derechos humanos el Estado no puede opinar, tiene que brindar la información. Eso en la ley de acceso a la información es inopinable. Un artículo de esa ley establece que la información reservada deberá ser liberada a los 15 años. Y la ley de protección de datos personales no corre porque establece que la información debe ser obtenida legítimamente (véase recuadro “Árido”).

Los casi tres millones de documentos del espionaje en democracia continúan en reserva. En igual situación está el archivo hallado en la casa del coronel retirado Elmar Castiglioni, que se encuentra a disposición de la justicia en presumario, y seguramente exista más documentación todavía no localizada. Habrá que ver si el gobierno se desmarca de los intereses militares y tiene el coraje de intimar a quienes fueron y son parte de las Fuerzas Armadas y al Ministerio de Defensa Nacional, y si procede con criterios comunes y traslúcidos para el acceso a los documentos de inteligencia, o si seguirá perpetuando los privilegios y las arbitrariedades. Pendiente está también la respuesta sobre si el espionaje es cosa del pasado o si ese sistema ilegal –y paralelo– de poder sigue funcionando. Cualquiera sea el caso, hay que encararlo.

  1. “Los documentos del pasado reciente como materiales de archivo. Reflexiones desde el caso uruguayo”, en Contemporánea, año 7, volumen 7, 2016.
  2. “¿Buenas prácticas?”, en La Diaria, 5-VIII-17.
  3. “Los documentos del pasado reciente como materiales de archivo. Reflexiones desde el caso uruguayo”, en Contemporánea, año 7, volumen 7, 2016.

 

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La normativa vigente y la legislación venidera

Árido

Hay tres leyes que regulan el manejo de la información –pública y privada–, y una cuarta a estudio del Parlamento.

La primera es la que creó el Sistema Nacional de Archivos (ley 18.220), del Archivo General de la Nación (Agn), aprobada en 2007 y reglamentada en 2012. Esta ley establece cómo debe ser la conservación y organización del patrimonio documental del país, y delega a las leyes de protección de datos personales y del acceso a la información pública cómo se debe manejar y solicitar la información; que son las otras dos leyes en cuestión.

La segunda ley es la 18.331, de derecho de acceso a la información pública, aprobada en enero de 2008 y reglamentada en 2010. En su artículo 9 establece que el organismo que genere u obtenga la información será el encargado de clasificarla; y que en caso de que se indique como reservada, deberá fundamentar dicha resolución. A su vez, el artículo 11 estipula que la información clasificada previamente como reservada permanecerá con tal carácter por un período de 15 años, y que podrá ser “desclasificada cuando se extingan las causas que dieron lugar a su clasificación”. Sin embargo, el artículo 12 aclara la “inoponibilidad en casos de violaciones a los derechos humanos”, es decir que no se podrá invocar ninguna de las reservas “cuando la información solicitada se refiera a violaciones de derechos humanos o sea relevante para investigar, prevenir o evitar violaciones de los mismos”.

La tercera ley en cuestión se aprobó en agosto de 2008 y se reglamentó un año después. Refiere a la protección de datos personales y acción de hábeas data (ley 18.331).

Por otro lado, la Comisión Especial de Seguridad y Convivencia tiene a estudio un proyecto de ley para establecer una política nacional de inteligencia del Estado y “facilitar la toma de decisiones al más alto nivel del gobierno nacional”. El proyecto, que crearía un “Sistema nacional de inteligencia” (Sni), pretende ser una ley marco para que los ministerios de Economía y Finanzas, del Interior, de Relaciones Exteriores y de Defensa Nacional “se relacionen entre sí, cooperen e intercambien información a fin de producir inteligencia estratégica”, según se lee en el texto del proyecto. La encargada de supervisar y controlar al Sni sería una comisión bicameral que crearía la Asamblea General. También habría una “Secretaría de inteligencia estratégica de Estado”, que funcionaría como órgano desconcentrado dependiente del Poder Ejecutivo, con un director elegido por éste, que asesoraría y procesaría la información recabada para el gobierno. La secretaría también sería la encargada de “proponer normas y procedimientos estandarizados comunes” para el manejo de la información de todos los órganos del Sni. En otras palabras, los ministerios deberán ajustar la forma de “recolección y tratamiento de la información” según lo previsto en la ley de acceso a la información pública. Al igual que esa ley, este proyecto estipula la inoponibilidad de su acceso en casos de violaciones a los derechos humanos.

Brecha consultó a Macarena Gelman (familiar de desaparecidos, diputada del Frente Amplio, miembro del Grupo de Trabajo por Verdad y Justicia dependiente de la Presidencia) sobre la aplicación de las tres leyes: “Como persona que necesitó determinada información por las causas judiciales puedo decir que a lo largo de los años ha sido muy difícil poder acceder a ella. No ha habido un trabajo sistemático para facilitar la información, a pesar de que tenemos la ley de acceso. El mayor problema de los archivos es la falta de ordenamiento, como para que el que precise pueda hacer una búsqueda y pueda verificar que la información está o no está”.

Felipe Michelini, coordinador del grupo, afirmó que “hubo políticas de impunidad, previa, durante y posteriormente” a la dictadura, y que “la existencia de documentos que mostraban la existencia de esas conductas contrarias a los derechos humanos respondió a una política de impunidad”.

Pablo Chargoñia, abogado especialista en derechos humanos, aseguró a Brecha que “si queremos ‘prevenir o evitar’, como dice la ley, hay que iluminar. Eso es mucho más trascendente que si en algún caso la información pudo afectar la vida privada de alguien… Se trata, precisamente, de la necesidad de iluminar el aparato militar ilícito”.

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Defensa responde sobre espionaje en democracia

La confianza mató al gato

Brecha preguntó al ministro de Defensa Nacional, Jorge Menéndez, si existen mecanismos de detección, control y prevención de inteligencia militar ilícita. El mes pasado, a la salida de su comparecencia ante la comisión parlamentaria investigadora del espionaje en democracia, el ministro aseguró desconocer que haya existido espionaje en democracia y remarcó que su ministerio tiene un “manejo” y “enfoque” del tema que “es de carácter institucional”, según difundió Radio Uruguay.

El ministro también respondió a través de su secretario, Martín Fabregat, quien explicó a Brecha que el procedimiento de detección es “preguntarles a los responsables de cada área” si les consta que haya espionaje en la actualidad, y pedirles “su respuesta por escrito”, lo cual es, a su criterio, suficiente para “representar la institucionalidad”. Respecto de la prevención, explicó que “se actúa dentro del marco democrático, legal, institucional para que eso no suceda”, pero no pudo contestar qué mecanismos específicos se llevan adelante.

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