En el libro Cuando las especies se encuentran, la filósofa estadounidense Donna Haraway reflexiona acerca de la relación entre los seres humanos y una amplia gama de criaturas, incluidos los animales. Propone una mirada que renuncia al excepcionalismo humano y reconoce a los seres de otras especies como presencias importantes, significativas, con las que la humanidad habita y evoluciona en un proceso conjunto, interdependiente. Así, se pregunta si sería posible abogar por una ética que permita una convivencia sin jerarquías de sangre o pertenencia genética; alrededor de ese cuestionamiento, analiza las dificultades constitutivas de los encuentros entre especies, sus características y complejidades en el entramado histórico de las relaciones cotidianas de poder.
Del mismo modo, la película Amor fati, tercer largometraje de la cineasta portuguesa Cláudia Varejão, parece asumir desde el inicio, de manera extrema, que el amor es capaz de trascender la condición identitaria de quienes integran determinado vínculo. Su película –que recuerda al trabajo del documentalista y videoartista holandés Johan van der Keuken por la variedad rítmica y conceptual del montaje y por la mezcla de idiomas y espacios del mundo– se dedica a observar relaciones sumamente diversas: intrafamiliares, entre seres humanos y animales, entre vecinos y amigos, entre personas y objetos, entre personas y disciplinas. El concepto estoico de amor fati, que se traduce literalmente como ‘amor al destino’, es explorado por Varejão de una manera libre y rebelde, con la voluntad explícitamente queer de ampliar o invertir aquello que solemos considerar como importante a la hora de evaluar nuestra vida y la de los demás.
Entre las parejas –por encontrar una palabra comprensible– que el documental retrata, hay dos ancianas que viven en un entorno rural. Más allá de lo emotivo de la anécdota, que proviene del mundo real –solamente se tienen una a la otra–, la fascinación que causan las imágenes y los sonidos tienen que ver con la puesta en escena: la cámara, al mismo tiempo atrevida y sutil, se acerca a sus personajes lo más posible hasta mostrar el mapa de arrugas de sus pieles, la danza de sus manos, lo austero y triste de sus viviendas. Lo mismo pasa con el resto de los vínculos en los que la realizadora detiene su mirada. El estilo se presenta como observacional, pero, a pesar de que la propuesta visual luce muy prolija –no hay registros netamente improvisados o movimientos bruscos–, no se ciñe a reglas planificadas a priori, sino que se deja llevar por los impulsos y acciones de aquellos a quienes retrata, construyendo entre el punto de vista de la narradora y sus personajes una composición genuina de la intimidad, repleta de curiosidad y espíritu lúdico. En ese esquema de cercanía radical, los pequeños gestos se vuelven fundamentales para entender a qué se refiere ese amor explícito del título: la manera en que los seres se tocan, se huelen, se mueven unos frente a otros, entornan los párpados al escucharse, se abrazan, se lamen, se rodean, se cuidan.
Las pausas y los silencios no se permiten un solo atisbo de solemnidad pretendidamente artística: son precisos, orgánicamente necesarios para que podamos apreciar la totalidad de los encuadres y sentir el significado del paso del tiempo en una estructura de viñetas que no cuenta con un orden evidente. Las ganas de seguir mirando minuto tras minuto, escena tras escena, no tienen que ver con la necesidad de comprender una lógica de causa y efecto, sino con la maravilla de estar asistiendo a un registro esencialmente sentimental, pero que rompe con cualquier esquema previo que tengamos alrededor de esa palabra. De todas maneras, para que el asombro no se transforme en aburrimiento, el montaje se nutre de las diferencias de edades, razas, condiciones sociales y procedencias que existen entre los personajes, así como de la oscilación constante entre paisajes y ambientes sonoros y de cierto gusto por el exotismo y la excepcionalidad, fácil de visualizar, por ejemplo, en la simpática búsqueda de tantas parejas de gemelos y gemelas. A su vez, el arte fotográfico de los encuadres trabaja de forma muy expresiva la relación entre fondo y figura, utilizando con conciencia la variación de la profundidad de campo para otorgar a los movimientos de los personajes una sensualidad inusitada. Es que ese parece ser uno de los temas de la película: ¿en qué tipo de acciones y conductas radica la verdadera sensualidad? ¿En qué actitud para observar y definir los vínculos puede sostenerse una concepción realmente abierta y revolucionaria del derecho al deseo?
Animándose a meterse con temáticas tan clásicas como el amor, la vida, la muerte o la relación entre el hombre y la naturaleza, Cláudia Varejão logra un material de una gran originalidad y, sobre todo, de una esperanzadora belleza. En tiempos de tanta magnificencia urdida alrededor de la violencia, esta película parece recordarnos con una ingenuidad paradójica, nada inocente, el valor del presente y de la vida. Amor fati es una de esas películas que demuestran lo fundamental que resulta, en términos culturales, el trabajo que Cinemateca Uruguaya hace día a día: ese que posibilita que, entre tanta estridencia audiovisual, tengamos el privilegio de asistir a este precioso bálsamo de inteligencia y sensibilidad.
1. Amor fati, de Cláudia Varejão. Portugal, 2020.